AYER, EN EL ARCHIVO DE LAS PALABRAS QUE NO IMPORTAN

Ayer, en el Archivo de las Palabras que no Importan encontré tu nombre, como una certeza que te atrapa y ya nunca te suelta. Había llegado allí después de una eternidad esperando junto a los muros infranqueables de la fortaleza que se abriera una grieta lo suficientemente gruesa para permitirme entrar y rescatarte, devolviéndote más allá de las fronteras donde habitan para siempre los recuerdos.
Conocía las normas que existían para que el portón se abriera:
-No estar vivo.
-Que nadie vivo pudiera recordarme.
-Que tuviera alguna cuenta pendiente con el Olvido.
Quizás no era un candidato para entrar, pues hice cosas que pudieran ser recordadas, aunque como soldado sin nombre no había sido más que un trazo escrito a lápiz en una página de la historia del mundo, perfectamente borrable. Sólo un canto rodado arrojado por las olas contra un muro.
Finalmente alguna piedra pareció moverse, dejándome entrar por un hueco, y una vez dentro no fue difícil robar un uniforme que me confundiera con el resto. Los Olvidados son gente apática, que muchas veces abrazaron el Olvido voluntariamente, por lo que rara vez reaccionan. El lado malo es que tampoco existe amistad o compañerismo, nadie necesita nada. No traté de buscarte allí dentro, sabía que para liberarte sólo existía una llave, debía encontrar tus palabras.
Me entregué al trabajo de buscar en la arena, metiendo las manos hasta el fondo. Buscar entre los papeles rotos que el tiempo fue amontonando y tratar de encajarlos, como si tú fueras un puzzle que debían reconstruir mis manos.
Recordaba tu caligrafía que evocaba a cada instante, pero no encontraba correspondencia entre todos aquellos fragmentos embarrados y pisoteados después de tanto tiempo. Llegué a pensar que no lo conseguiría. Fui excavando como si fuese tu tumba. Mis uñas estaban negras, y mi mente enloquecida. Te encontraré me decía, te devolveré a la vida.
Al fin, encontré tu nombre escrito. Encontré aquel fragmento con tu letra que me acompañó toda mi vida. Y a partir de ahí, empezaron a surgir las palabras y empezaron a encajar los versos.
Y empecé a ver fragmentos de tu imagen frente a mí, entrelíneas. Radiante y hermosa, aunque aún desdibujada, como si yo fuera un escultor que con mi mente te modelaba.
Estabas apoyada en el muro. Leyendo en voz alta, anhelante, soñadora, con los ojos cerrados, con las puntas de tu pelo agitado por el viento, el resto retenido por tu gorro rojo de lana.
Hablabas de una rosa roja, perfecta y hermosa, crecida en mitad del cemento. Y yo no podía pensar más que entre aquellos muros tú eras la rosa, tan distinta a los tuyos.
Claro está que tú no me mirabas, yo era un soldado. Era un enemigo, y bien te habían dicho que de mi y de todo lo mío, te alejaras.
La noche preparó la coartada. Penetré dentro de tu mundo como los otros, invadiéndolo con nuestras armas. Tanta gente que estaba escondida, poco después muerta en una esquina, acribillada.
Yo temblaba, no quería mirar hacía tu ventana. Sabía que una mirada serviría para condenarte. Y cuando te vi escondida, abrazada a tus cuadernos como un pajarillo asustado, me quedé paralizado. Quise apartar la mirada, pero no pude. Llevaste tu dedo a los labios suplicando mi silencio, pero ellos, los otros, te encontraron.
Al verte rodeada, asustada, entre gemidos rasgaste tus palabras, rasgaste tu legado para que no pudieran robarte lo que más amabas, y sobre un lecho de palabras te llevaron a rastras. Pensé que me moría cada vez que alguien te empujaba ¿Pero qué podía hacer yo? Da igual, el caso es que no hice nada.
Me guardé en la chaqueta un fragmento con tu nombre pisoteado por las botas de un soldado, el resto quedó embarrado y muerto, olvidado por siempre en el gueto.
Acaricié dulcemente mi tesoro, como si fuera una parte de ti, y de esa forma nunca estuve más cerca de rozarte que en aquel momento, en el que escuchaba tus gemidos y acariciaba tu nombre por ti misma escrito.
Ayer, cuando encontré tu manuscrito fragmentado, noté más ligeras las cadenas, como si no me rozaran. ¿Olvidaste también tus cadenas? No creo que pudieras olvidarlas.
Recuerdo como escribías “libertad” en la arena del patio, al modo de los antiguos cazadores prehistóricos que otorgaban cualidades mágicas a lo que plasmaban en sus cuevas. ¿A dónde van las palabras que lleva el mar? ¿A dónde los susurros perdidos entre las hojas de un bosque? Pensé entonces que si las palabras muertas llegaran a algún sitio existiría una historia del mundo paralela, y en esa historia, tal vez quien sabe si todo podría tener un final distinto.
Y así busque en cada rincón del mundo y más allá del mundo. Si existe un lugar, un castillo errante donde se amontone aquello que se ha perdido. Donde las almas olvidadas descansen esperando ser recordadas, si existe ese lugar, ese lugar será mi destino.
Entonces pude ver con claridad, aquellas palabras nunca leídas, escritas con los dedos en la arena de Auschwitz.
- Ayúdame, por favor, ayúdame- Imploraste.
Mientras, yo tenía tu nombre guardado en mi bolsillo. La guerra terminará pronto. Será liberada.
Pero me engañaba.
La última noche desperté en mitad de una pesadilla, el aire era demasiado pesado y no era fácil respirar. Más allá del cristal de la ventana la niebla era densa, mezclada con las almas de los cuerpos que se amontonaban.
Allí te vi, aún hermosa, pero tirada en el cemento como una rosa marchitada. Muy pronto allí sólo quedarían cenizas y olor a carne quemada.
Y al fin hoy, en el Archivo de las Palabras que no Importan completé la última pieza y al hacerlo, pude ayudarte a salir de aquella niebla.
Allí estabas, tal y como te recordaba, tan perfecta. Y supe que en algún lugar, al otro lado de este mundo, más allá de las fronteras, alguien pronto encontraría tus manuscritos y serías redescubierta.
Te volví a ver un instante, con toda tu luz, tal y como juré que te recordaría.
- Debes prepararte para partir- te dije con lágrimas en los ojos, apartando mi mirada, aún sabiendo que aquella sería la última vez que te vería, pesaba más la vergüenza en la balanza.
Me miraste confusa, te llevaste el dedo a los labios, suplicando mi silencio, como en aquel otro momento, y entonces, escuché tus palabras como un eco mientras se apagaban:
- Vendrás conmigo,- me dijiste- ¿Es que aún no lo entiendes? Si debo ser recordada es por ti, porque tú siempre fuiste la rosa.

 M.S.

AYER, EN EL ARCHIVO DE LAS PALABRAS QUE NO IMPORTAN

Ayer, en el Archivo de las Palabras que no Importan encontré tu nombre, como una certeza que te atrapa y ya nunca te suelta. Había llegado allí después de una eternidad esperando junto a los muros infranqueables de la fortaleza que se abriera una grieta lo suficientemente gruesa para permitirme entrar y rescatarte, devolviéndote más allá de las fronteras donde habitan para siempre los recuerdos.
Conocía las normas que existían para que el portón se abriera:
-No estar vivo.
-Que nadie vivo pudiera recordarme.
-Que tuviera alguna cuenta pendiente con el Olvido.
Quizás no era un candidato para entrar, pues hice cosas que pudieran ser recordadas, aunque como soldado sin nombre no había sido más que un trazo escrito a lápiz en una página de la historia del mundo, perfectamente borrable. Sólo un canto rodado arrojado por las olas contra un muro.
Finalmente alguna piedra pareció moverse, dejándome entrar por un hueco, y una vez dentro no fue difícil robar un uniforme que me confundiera con el resto. Los Olvidados son gente apática, que muchas veces abrazaron el Olvido voluntariamente, por lo que rara vez reaccionan. El lado malo es que tampoco existe amistad o compañerismo, nadie necesita nada. No traté de buscarte allí dentro, sabía que para liberarte sólo existía una llave, debía encontrar tus palabras.
Me entregué al trabajo de buscar en la arena, metiendo las manos hasta el fondo. Buscar entre los papeles rotos que el tiempo fue amontonando y tratar de encajarlos, como si tú fueras un puzzle que debían reconstruir mis manos.
Recordaba tu caligrafía que evocaba a cada instante, pero no encontraba correspondencia entre todos aquellos fragmentos embarrados y pisoteados después de tanto tiempo. Llegué a pensar que no lo conseguiría. Fui excavando como si fuese tu tumba. Mis uñas estaban negras, y mi mente enloquecida. Te encontraré me decía, te devolveré a la vida.
Al fin, encontré tu nombre escrito. Encontré aquel fragmento con tu letra que me acompañó toda mi vida. Y a partir de ahí, empezaron a surgir las palabras y empezaron a encajar los versos.
Y empecé a ver fragmentos de tu imagen frente a mí, entrelíneas. Radiante y hermosa, aunque aún desdibujada, como si yo fuera un escultor que con mi mente te modelaba.
Estabas apoyada en el muro. Leyendo en voz alta, anhelante, soñadora, con los ojos cerrados, con las puntas de tu pelo agitado por el viento, el resto retenido por tu gorro rojo de lana.
Hablabas de una rosa roja, perfecta y hermosa, crecida en mitad del cemento. Y yo no podía pensar más que entre aquellos muros tú eras la rosa, tan distinta a los tuyos.
Claro está que tú no me mirabas, yo era un soldado. Era un enemigo, y bien te habían dicho que de mi y de todo lo mío, te alejaras.
La noche preparó la coartada. Penetré dentro de tu mundo como los otros, invadiéndolo con nuestras armas. Tanta gente que estaba escondida, poco después muerta en una esquina, acribillada.
Yo temblaba, no quería mirar hacía tu ventana. Sabía que una mirada serviría para condenarte. Y cuando te vi escondida, abrazada a tus cuadernos como un pajarillo asustado, me quedé paralizado. Quise apartar la mirada, pero no pude. Llevaste tu dedo a los labios suplicando mi silencio, pero ellos, los otros, te encontraron.
Al verte rodeada, asustada, entre gemidos rasgaste tus palabras, rasgaste tu legado para que no pudieran robarte lo que más amabas, y sobre un lecho de palabras te llevaron a rastras. Pensé que me moría cada vez que alguien te empujaba ¿Pero qué podía hacer yo? Da igual, el caso es que no hice nada.
Me guardé en la chaqueta un fragmento con tu nombre pisoteado por las botas de un soldado, el resto quedó embarrado y muerto, olvidado por siempre en el gueto.
Acaricié dulcemente mi tesoro, como si fuera una parte de ti, y de esa forma nunca estuve más cerca de rozarte que en aquel momento, en el que escuchaba tus gemidos y acariciaba tu nombre por ti misma escrito.
Ayer, cuando encontré tu manuscrito fragmentado, noté más ligeras las cadenas, como si no me rozaran. ¿Olvidaste también tus cadenas? No creo que pudieras olvidarlas.
Recuerdo como escribías “libertad” en la arena del patio, al modo de los antiguos cazadores prehistóricos que otorgaban cualidades mágicas a lo que plasmaban en sus cuevas. ¿A dónde van las palabras que lleva el mar? ¿A dónde los susurros perdidos entre las hojas de un bosque? Pensé entonces que si las palabras muertas llegaran a algún sitio existiría una historia del mundo paralela, y en esa historia, tal vez quien sabe si todo podría tener un final distinto.
Y así busque en cada rincón del mundo y más allá del mundo. Si existe un lugar, un castillo errante donde se amontone aquello que se ha perdido. Donde las almas olvidadas descansen esperando ser recordadas, si existe ese lugar, ese lugar será mi destino.
Entonces pude ver con claridad, aquellas palabras nunca leídas, escritas con los dedos en la arena de Auschwitz.
- Ayúdame, por favor, ayúdame- Imploraste.
Mientras, yo tenía tu nombre guardado en mi bolsillo. La guerra terminará pronto. Será liberada.
Pero me engañaba.
La última noche desperté en mitad de una pesadilla, el aire era demasiado pesado y no era fácil respirar. Más allá del cristal de la ventana la niebla era densa, mezclada con las almas de los cuerpos que se amontonaban.
Allí te vi, aún hermosa, pero tirada en el cemento como una rosa marchitada. Muy pronto allí sólo quedarían cenizas y olor a carne quemada.
Y al fin hoy, en el Archivo de las Palabras que no Importan completé la última pieza y al hacerlo, pude ayudarte a salir de aquella niebla.
Allí estabas, tal y como te recordaba, tan perfecta. Y supe que en algún lugar, al otro lado de este mundo, más allá de las fronteras, alguien pronto encontraría tus manuscritos y serías redescubierta.
Te volví a ver un instante, con toda tu luz, tal y como juré que te recordaría.
- Debes prepararte para partir- te dije con lágrimas en los ojos, apartando mi mirada, aún sabiendo que aquella sería la última vez que te vería, pesaba más la vergüenza en la balanza.
Me miraste confusa, te llevaste el dedo a los labios, suplicando mi silencio, como en aquel otro momento, y entonces, escuché tus palabras como un eco mientras se apagaban:
- Vendrás conmigo,- me dijiste- ¿Es que aún no lo entiendes? Si debo ser recordada es por ti, porque tú siempre fuiste la rosa.

 M.S.

UN BANDIDO COMO TÚ

¡Cuánto tiempo ha pasado desde aquellos días!, lo veo todo borroso, no tanto por los años transcurridos, sino porque entonces el viento del desierto no tenía barrera y se metía en los ojos, arañándolos como minúsculas uñas. Eran tiempos salvajes, e indómitos en los que yo admiraba tu retrato clavado a las paredes del pueblo, cómo si no te hubieras clavado más a en mi piel que a aquella pared desconchada. No sé por qué yo miraba el fondo de tus ojos, e intuía que no eras cómo los otros.
 Nada que ver con esa sombra que ahora veo frente a mí, mientras pierde la mirada ya sentenciada en el interior de la celda, y ese rostro tan distinto al que aparece en mi memoria. Un rostro surcado con el arado del tiempo y sembrado de barba blanca. La luz de la luna, deja tu figura pintada con las sombras de las rejas oscuras. Y yo, con mi estrella en el pecho, me quedo sin palabras. Cómo si se las llevara el viento antes de ser pronunciadas, y antes de devolverme cada grano, las esparciera por el valle, atormentándome con esas imágenes fantasmales que forman.
Viniste a matar a un hombre, y llegaste como en mis sueños volando en una nube de arena, a lomos de aquel caballo negro al que alentabas con tus espuelas. Te ví llegar al pueblo calzando tus botas de cuero, tu rostro cubierto por un pañuelo, y tus ojos, escondidos por la sombra de tu sombrero.
Todos estaban aterrorizados con la noticia de tu llegada: “William Quick, el famoso bandido, el maldito, llegará con la luna llena”. Un duelo, un duelo de tantos, en una ciudad perdida en la frontera.
Todas las sombras temblaban. Todas, menos aquella pegada a ese desgraciado, a ese hombre muerto que aún respiraba, cuando apareció la luna llena apaciguando el horizonte. La luna era su reflejo pálido y asustado, desfigurado, anunciando su muerte con luz clara. Pobre iluso desgraciado, sólo una muesca más en tu revolver.
Era un peligroso bandido, eso seguro. Tantos crímenes gravados en sus manos, que habían tapizado la arena de púrpura antes de que tú hubieras llegado. Ni el sheriff ni los otros tenían el valor de hacerle frente, demasiados bandidos errando por los caminos como para jugarse la vida con esos dados.
Los tiempos han cambiado el paisaje, pero no el corazón de los hombres, … y yo,… yo entonces sólo era un niño, con muchos pájaros en la cabeza, que soñaba con ser un héroe.
Mientras miraba como dabas de nuevo tus últimos pasos clavando la bota a la arena, eran profundas las huellas pues todo ese peso caía sobre tus hombros, y se metía hasta el fondo de tu conciencia.
El viento llegaba y recorría el pueblo con su cuerpo, sin reposarlo siquiera, dejando que la arena enterrara en el olvido tantas leyendas, como tumbas sin marca ni huella. Yo miraba la escena a salvo, detrás de un pequeño y reciente agüjero de bala, que había en la pared de la posada. Tenía que ponerme de puntillas, estirando bien el cuerpo, como si estuviera tumbado, clavándome las astillas, pero no me importaba, aquella era mi ventana al mundo para contemplar el que yo creía mi futuro.
Y mientras Caronte esperaba, miraste al otro a los ojos, como antes, otras veces, habías mirado a otros muchos. Pasó una eternidad en un instante cómo si ambos en ese momento pensarais en lo más importante. Unos metros os separaban, los dos a veinte pasos y a una bala de la muerte. Un escalofrío. ¡Supongo que nunca pensaste en las veces que recorriste el camino de arena y lo convertirte en sangre! En aquel momento, los revólveres salieron rápidos de las fundas, al contacto con los dedos. Como si fuesen buitres carroñeros que volaban en busca de la muerte, disparando balas como graznidos, que cortaron el viento, y que me robaron  el aliento, apuñalando mi oído. Olor a pólvora y gritos.
Me dolían los pies, me dolían los dedos de estar de puntillas. Sentí un calambre en mis piernas. Y cuando vi, cuando vi que tu cuerpo caía desplomado, salí corriendo hacia tí, pensando que morirías en mis brazos ¡En los brazos de un muchacho desconocido, que tanto te había admirado!
Pero al llegar a tu lado, con mi corazón en los puños, comprobé que tu herida no era profunda, y que en ella no cabía aún tu vida, ni mi llanto. Y al mirar, al mirar al otro le ví tendido en un charco de sangre y arena, y supe que el villano había caído por tus manos.
-  ¿Está bien, señor?- y me sonreíste al levantarte. Me alborotaste el pelo sucio, cubierto de tierra, y con tu voz grave me dijiste:
-  Apártate de mi camino, pequeño.- y pusiste una moneda de oro en mi mano-  Odiame a mí, y odia todo lo mío. Soy sólo un bandido.- y te alejaste aún herido, desvaneciéndote de nuevo en el polvo del que habías aparecido, dejando todas esas huérfanas huellas, que muy pronto serian tapadas por el viento y la arena.
Unas gotas de sangre unidas al polvo, atestiguaban lo que allí había ocurrido. Sangre tuya, sangre de aquel al que segaste la vida manchaban el camino. Y una mancha roja arropaba en silencio la moneda, que parecía susurrarme aquellas palabras, que entonces, me dije para dentro “un día seré un héroe, como tú”.
Pero los años cabalgan por caminos inciertos, separándose de los sueños. Y aquel día resultó que no sólo mataste a ese cobarde, sino que por cada ojo escondido que había contemplado aquella hazaña, dejaste un rastro de sangre por camino,  que multiplicó al bandido que yacía muerto y semienterrado por el viento, que lo multiplicó por cada estrella suspendida, que tiritaba en el cielo. ¿Qué es verdad, lo que fue o lo que se recuerda? ¿Cuántos bandidos murieron aquel día? “Una gesta inigualable”, dirían.
¿Y en cuántos lugares ocurrió lo mismo? ¿A cuántos niños compraste? Compraste tu mito, con tus balas y tus monedas. ¿No debería caer todo esto, del lado de bueno de la balanza? Deberían recibirte con un aplauso en el estrado, en lugar de con una soga en el cadalso. Dímelo tú, bandido. Dime a cuantos salvaste la vida aquellos días furiosos.
Todas esos rostros hechos de arena, que se confunden en el horizonte. Todas esas huellas, que ni el tiempo, ni el viento han borrado.Todos esa sangre que derramaste al cortar sus venas. Todas esas palabras que llegan a mis oídos.
Miro tus ojos brillantes, y aún en el fondo, me parece que no eres como los otros, que eres un hombre bueno. Por qué si no, nadie se atrevió a cobrar la recompensa hasta ahora, que los tiempos han cambiado tanto, que son tan distintos… Estos tiempos en los que no hace falta pronunciar tu nombre.
El tiempo no ha borrado el rojo de tu sangre en la moneda. Ese rojo que  me quema en el bolsillo, esta moneda que me pesa tanto que cuando mañana con la luz del alba tus pecados cuelguen de un hilo para ser medidos y pesados, antes de enterrarlos en el polvo, tal vez mi estrella plateada y mi moneda pesarán más que tus pecados.
Y tus ojos oscuros como dos balas, entre una nube de arena  me perseguirán y serán mi condena. Te unirás a las sombras que te rodean y a la tormenta de arena, que hace tanto tiempo ya enterró todos mis sueños.
Vete lejos de mí. Vete y déjame con mi cobardía. Pero si me miras, perdóname. Perdóname, por no encontrar dentro de mí el valor para ser,  un bandido como tú.

 M.S.

UN BANDIDO COMO TÚ

¡Cuánto tiempo ha pasado desde aquellos días!, lo veo todo borroso, no tanto por los años transcurridos, sino porque entonces el viento del desierto no tenía barrera y se metía en los ojos, arañándolos como minúsculas uñas. Eran tiempos salvajes, e indómitos en los que yo admiraba tu retrato clavado a las paredes del pueblo, cómo si no te hubieras clavado más a en mi piel que a aquella pared desconchada. No sé por qué yo miraba el fondo de tus ojos, e intuía que no eras cómo los otros.
 Nada que ver con esa sombra que ahora veo frente a mí, mientras pierde la mirada ya sentenciada en el interior de la celda, y ese rostro tan distinto al que aparece en mi memoria. Un rostro surcado con el arado del tiempo y sembrado de barba blanca. La luz de la luna, deja tu figura pintada con las sombras de las rejas oscuras. Y yo, con mi estrella en el pecho, me quedo sin palabras. Cómo si se las llevara el viento antes de ser pronunciadas, y antes de devolverme cada grano, las esparciera por el valle, atormentándome con esas imágenes fantasmales que forman.
Viniste a matar a un hombre, y llegaste como en mis sueños volando en una nube de arena, a lomos de aquel caballo negro al que alentabas con tus espuelas. Te ví llegar al pueblo calzando tus botas de cuero, tu rostro cubierto por un pañuelo, y tus ojos, escondidos por la sombra de tu sombrero.
Todos estaban aterrorizados con la noticia de tu llegada: “William Quick, el famoso bandido, el maldito, llegará con la luna llena”. Un duelo, un duelo de tantos, en una ciudad perdida en la frontera.
Todas las sombras temblaban. Todas, menos aquella pegada a ese desgraciado, a ese hombre muerto que aún respiraba, cuando apareció la luna llena apaciguando el horizonte. La luna era su reflejo pálido y asustado, desfigurado, anunciando su muerte con luz clara. Pobre iluso desgraciado, sólo una muesca más en tu revolver.
Era un peligroso bandido, eso seguro. Tantos crímenes gravados en sus manos, que habían tapizado la arena de púrpura antes de que tú hubieras llegado. Ni el sheriff ni los otros tenían el valor de hacerle frente, demasiados bandidos errando por los caminos como para jugarse la vida con esos dados.
Los tiempos han cambiado el paisaje, pero no el corazón de los hombres, … y yo,… yo entonces sólo era un niño, con muchos pájaros en la cabeza, que soñaba con ser un héroe.
Mientras miraba como dabas de nuevo tus últimos pasos clavando la bota a la arena, eran profundas las huellas pues todo ese peso caía sobre tus hombros, y se metía hasta el fondo de tu conciencia.
El viento llegaba y recorría el pueblo con su cuerpo, sin reposarlo siquiera, dejando que la arena enterrara en el olvido tantas leyendas, como tumbas sin marca ni huella. Yo miraba la escena a salvo, detrás de un pequeño y reciente agüjero de bala, que había en la pared de la posada. Tenía que ponerme de puntillas, estirando bien el cuerpo, como si estuviera tumbado, clavándome las astillas, pero no me importaba, aquella era mi ventana al mundo para contemplar el que yo creía mi futuro.
Y mientras Caronte esperaba, miraste al otro a los ojos, como antes, otras veces, habías mirado a otros muchos. Pasó una eternidad en un instante cómo si ambos en ese momento pensarais en lo más importante. Unos metros os separaban, los dos a veinte pasos y a una bala de la muerte. Un escalofrío. ¡Supongo que nunca pensaste en las veces que recorriste el camino de arena y lo convertirte en sangre! En aquel momento, los revólveres salieron rápidos de las fundas, al contacto con los dedos. Como si fuesen buitres carroñeros que volaban en busca de la muerte, disparando balas como graznidos, que cortaron el viento, y que me robaron  el aliento, apuñalando mi oído. Olor a pólvora y gritos.
Me dolían los pies, me dolían los dedos de estar de puntillas. Sentí un calambre en mis piernas. Y cuando vi, cuando vi que tu cuerpo caía desplomado, salí corriendo hacia tí, pensando que morirías en mis brazos ¡En los brazos de un muchacho desconocido, que tanto te había admirado!
Pero al llegar a tu lado, con mi corazón en los puños, comprobé que tu herida no era profunda, y que en ella no cabía aún tu vida, ni mi llanto. Y al mirar, al mirar al otro le ví tendido en un charco de sangre y arena, y supe que el villano había caído por tus manos.
-  ¿Está bien, señor?- y me sonreíste al levantarte. Me alborotaste el pelo sucio, cubierto de tierra, y con tu voz grave me dijiste:
-  Apártate de mi camino, pequeño.- y pusiste una moneda de oro en mi mano-  Odiame a mí, y odia todo lo mío. Soy sólo un bandido.- y te alejaste aún herido, desvaneciéndote de nuevo en el polvo del que habías aparecido, dejando todas esas huérfanas huellas, que muy pronto serian tapadas por el viento y la arena.
Unas gotas de sangre unidas al polvo, atestiguaban lo que allí había ocurrido. Sangre tuya, sangre de aquel al que segaste la vida manchaban el camino. Y una mancha roja arropaba en silencio la moneda, que parecía susurrarme aquellas palabras, que entonces, me dije para dentro “un día seré un héroe, como tú”.
Pero los años cabalgan por caminos inciertos, separándose de los sueños. Y aquel día resultó que no sólo mataste a ese cobarde, sino que por cada ojo escondido que había contemplado aquella hazaña, dejaste un rastro de sangre por camino,  que multiplicó al bandido que yacía muerto y semienterrado por el viento, que lo multiplicó por cada estrella suspendida, que tiritaba en el cielo. ¿Qué es verdad, lo que fue o lo que se recuerda? ¿Cuántos bandidos murieron aquel día? “Una gesta inigualable”, dirían.
¿Y en cuántos lugares ocurrió lo mismo? ¿A cuántos niños compraste? Compraste tu mito, con tus balas y tus monedas. ¿No debería caer todo esto, del lado de bueno de la balanza? Deberían recibirte con un aplauso en el estrado, en lugar de con una soga en el cadalso. Dímelo tú, bandido. Dime a cuantos salvaste la vida aquellos días furiosos.
Todas esos rostros hechos de arena, que se confunden en el horizonte. Todas esas huellas, que ni el tiempo, ni el viento han borrado.Todos esa sangre que derramaste al cortar sus venas. Todas esas palabras que llegan a mis oídos.
Miro tus ojos brillantes, y aún en el fondo, me parece que no eres como los otros, que eres un hombre bueno. Por qué si no, nadie se atrevió a cobrar la recompensa hasta ahora, que los tiempos han cambiado tanto, que son tan distintos… Estos tiempos en los que no hace falta pronunciar tu nombre.
El tiempo no ha borrado el rojo de tu sangre en la moneda. Ese rojo que  me quema en el bolsillo, esta moneda que me pesa tanto que cuando mañana con la luz del alba tus pecados cuelguen de un hilo para ser medidos y pesados, antes de enterrarlos en el polvo, tal vez mi estrella plateada y mi moneda pesarán más que tus pecados.
Y tus ojos oscuros como dos balas, entre una nube de arena  me perseguirán y serán mi condena. Te unirás a las sombras que te rodean y a la tormenta de arena, que hace tanto tiempo ya enterró todos mis sueños.
Vete lejos de mí. Vete y déjame con mi cobardía. Pero si me miras, perdóname. Perdóname, por no encontrar dentro de mí el valor para ser,  un bandido como tú.

 M.S.

LA MALA HIERBA

Empezar a hablar de Denis hablando sobre mi mismo, puede parecer presuntuoso, pero creo que es necesario.. Para empezar Denis y yo crecimos juntos como espigas de un mismo campo que el viento agita suavemente en la misma dirección, pero incluso así, el sol parecía haber beneficiado a Denis con sus mejores rayos dotándole de belleza, talento y simpatía, mientras que a mi, como mala hierba, me había dejado en la sombra. Si yo existía en el mundo, sólo era para engrandecer  a Denis en comparación. En todo había sido siempre el mejor sin ni siquiera pretenderlo. Siempre el preferido de todos en la escuela y luego en la universidad. E incluso cuando ambos empezamos a escribir, mientras mis escritos no eran más que una sucesión de palabras sin sentido ni trascendencia, él había sido adulado y reconocido como una promesa de las letras con su primera novela “el príncipe maldito”.

En parte yo me sentía ese principe maldito, oculto desde el nacimiento, ese hombre talentoso que muere sin que nadie nunca se fije en él. Y Denis era el rey coronado, con su corte de bufones alrededor. Y lo más dificil para mí, es que era un rey amado por su pueblo. Todos los que le conocían sentían un anhelo constante de estar junto a él. El odio es un sentimiento extraño, porque puede esperar para siempre anidando cual oruga o crisálida hasta el momento de convertirse en mariposa. No es fácil saber qué despierta el rugido del odio en su cueva, pero en mi caso sé con certeza que fue Eunice.
Eunice era la criatura más irreal en su perfección que yo había contemplado, exceptuando al propio Denis, y me enamoré de ella al instante.
No pude resignarme a contemplar cómo me era arrebatada. Tal vez fuese sólo la gota de agua que faltaba para desbordar el mar. Desesperado y enfermo de celos, fui a ver a un brujo que se anunciaba en las páginas de un periódico. No sé si creía o no en la brujería, pero pensé que valía la pena intentar un encantamiento por doscientos dólares. Aunque fuera el último dinero del que disponía. El brujo puso en mis manos un amuleto, una extraña flor llamada “Rosa de Jericó” originaria de Asia y de África, que tenía, según me dijo, propiedades mágicas.
-          La flor es inmortal, pero con una inmortalidad intermitente, sus ramas sólo se abren a la vida cuando se sumergen en agua
Pasando por alto la incongruencia de la existencia de una inmortalidad intermitente, comenzamos con un ritual de vudú, con pelo del propio Denis que le había robado de su chaqueta,  y cuando terminamos conduje hasta el West Side, deseoso de entregarle el amuleto. Hacia pocos meses que vivía en aquel ático, que le había dejado su editor .
 
 Me precipité escaleras arriba hacia el ático, nervioso, en contraste con el inocente y tranquilo semblante que encontré al abrir la puerta. Él estaba imponente, con un traje oscuro.  Puse el amuleto en sus manos, y al hacerlo sentí el roce de su piel caliente contra la mía. Por un instante nos miramos el uno al otro y sentí que me encontraba ante un espejo, aunque fuera distorsionado. Me dio las gracias distraidamente  con su encantadora sonrisa, y le expliqué que para atraer la fortuna debía sumergirlo en agua, y esperar a que recobrara la vida, pero creo que no me escuchó. Por un momento me arrepentí. Pero en seguida vi a Eunice en la terraza, sola, bebiendo una copa de vino blanco, y aquello me animó. Detrás de ella, centelleaba la ciudad sobre el Hudson como si fuese un hada que atrajera a las luciérnagas. Fui hacia ella hechizado, mientras Denis decía algo ininteligible y se escabullía hacia el pequeño despacho en el que escribía.
 
Saludé a Eunice, y la hice sonreír. Pensé que podía ser el efecto del hechizo. Una invitación para algo más. Aprovechando la oportunidad de estar solos, me acerqué a ella,atraído por el efecto que debía estar haciendo el vino en sus labios.
El pulso de Denis parecía agitado desde la habitación contigua, si atendemos al repiqueteo de sus dedos contra las teclas de la máquina de escribir que bombeaba sus palabras envolviendo con sonido acompasado el aire que respirábamos. Denis se había puesto a escribir así de pronto, lo que no era una actitud extraña en él.
Me tiré al vacío y traté de besar a Eunice. Ella se retiró, asqueada, y me dijo que me odiaba. Me amenazo entre susurros, apretando fuertemente los dientes.  Me dijo que si no quería que Denis se enterara de aquello no debía volver a verla.
 
Me marché. Dejé la ciudad. Puede parecer exagerado, pero preferí poner tierra de por medio. Tal vez aquella era la excusa que necesitaba para romper con todo mi pasado, e iniciar una nueva vida. Alejarme de aquella parte de mi mismo. Alejarme de Denis. Recogí todas mis cosas y me marche hacia el oeste. Conduje varios días, hasta que encontré una cabaña donde vivir, y un trabajo a partir del que empezar de nuevo.
No dí señales de vida, más que alguna postal a mi familia. Unos años después, volví a escribir. Pura basura, ahora me doy cuenta.
Envié el manuscrito a muchas editoriales, y fuíamablemente rechazado una tras otra, hasta que finalmente me llamaron de una pequeña editorial de Nueva York. Así fue como volví a la ciudad en el tercer aniversario de mi extraña partida, con mis esperanzas de nuevo llenas hasta rebosar. La ciudad no parecía haber cambiado y me parecía ver a Denis en cada escaparate, y al doblar cada esquina. No pensaba en ella, en Eunice. Mi pasión por ella se había evaporado. Por eso mi corazón dio un vuelco cuando la vi sentada, esperándome, en el despacho de la editora. Eunice, era mi editora.
-Hola- me dijo, sin muestra de sorpresa- !Cuánto tiempo!
-Hola.- dije yo, recordando aquella noche funesta en la que había intentado besarla.- ¿Qué es de Denis?-
- Denis murió. Murió hace un tiempo. ¿Nadie te lo ha dicho?
- Nadie tiene mi dirección.
 
 
Y Eunice me contó lo que había ocurrido en mi ausencia. Lo que sigue a continuación, es un relato de los hechos tal y como me los confió Eunice, excluyendo de ellos mis intervenciones en el relato, mis preguntas, sus llantos, y esas pequeñas aproximaciones de sus manos a su rostro, tratando de tapar con ellos su vergüenza, como  breve telón del drama:
 ”Todo cambió. Cuando tú te marchaste. Denis cambió. Al principio no parecía que fuera algo definitivo. La verdad que trataba de no estar preocupado porque tú no le respondieras. Pensaba que te había ofendido de alguna manera, y no lograba entenderlo. Se puso en contacto con tus padres, pero Mary le dijo que no sabía donde estabas pero que le habías dicho necesitabas soledad. Pareció tranquilizarse, pero creo que en el fondo, le preocupaba mucho. Un día que paseábamos por el Soho, pasamos por una tienda de antigüedades, y como la boda de Antoine estaba cerca, entramos. Sobre una repisa había una flor extraña en un recipiente con agua, como una mandrágora sumergida, y él pareció acordarse de algo, pues por su rostro pareció cruzarse un recuerdo, que le arrugó la frente. Luego supe que pensó en ti.  La última noche le habías regalado una de esas flores.
Me pareció un poco trastornado entonces, pero nada que me preparara para lo que sucedería más tarde. Volvió a casa corriendo, debía encontrar aquella flor, como si tu te hubieras encarnado en aquel objeto, y al perderte, al olvidarte en algún rincón, te hubiera perdido para siempre.
Traté de decirle que era una locura. Que las personas no habitan en las cosas inanimadas, pero él decía que existía una metafísica de las cosas, algo intangible que las rodea y les da significado.
Recordaba a menudo aquella noche en el  ático. ¿Dónde habría dejado aquella flor? Se decía, en una mesa, en una esquina, en un cajón, olvidada eternamente. Nunca la encontró.
Empezó a recopilar las historias místicas que encontraba sobre la rosa, y una cosa aparentemente banal, se convirtió en obsesión. Parecía que ahora que no estabas tú, él se hubiera vaciado de sí mismo.
No quiero culparte a ti, en realidad, fue mi culpa. Yo te dije que te quería fuera de mi vida, de nuestra vida. No me gustabas.
Ni siquiera le pude contarle la verdad sobre nuestro encuentro en la terraza. Cuando él me dijo que para él, eráis como cuchillas de un mismo trineo, que se apoyan la una en la otra, con la huella del pasado recorrido tras ellas, debí decirle lo engañado que estaba contigo. Debí decirle que hubieras sido capaz de traicionarle. Pero no lo hice, y le traicioné de esa forma yo también.
Dejé que llenara la casa de todas aquellas estrafalarias flores,  y no sé cómo se volvió completamente loco. Esa pequeña línea de cordura que todavía le tenía atado al mundo, se rompió.
Dejó el trabajo, o le invitaron a irse. Dejó de comer, de asearse. Siempre en su jardín de flores muertas y renacidas.
Creo que entonces sólo tú podrías haberle salvado. 
 En cualquier caso, murió, y tendrías que haberle visto, tumbado, y desnudo como un recién nacido rodeado de aquellas flores retorcidas, en el centro de un jardín de  muerte. Tiramos toda aquella porquería. y le vestimos, con su mejor traje. Te acordarás de él seguro, aquel traje oscuro que llevaba la última vez que le viste, en el ático, aquella noche que fue el principio del fin.
Lo más irónico fue que al ponerle la chaqueta ahí estaba, la maldita flor que que le habías regalado aquella noche, en el bolsillo izquierdo.
Todo el tiempo había estado allí. Eterna,  esperando su momento, con una eternidad intermitente, cómo tú le habías dicho”.
 
Aquellas palabras de Eunice me estremecieron. Necesitaba pensar y me marché. No sabía si sentía culpabilidad, pues ¿qué había hecho yo? Si, yo había deseado un gran mal a Denis por Eunice. ¿Por Eunice realmente? ¿Y ella? Ella pensaba que era la culpable de todo, y no podía vivir con ello, por eso al ver mi nombre en el sobre con el manuscrito, supo que para poder redimirse debía ayudarme a publicar mi novela.
 
Ayudándome a mi, le ayudaba a él, y de nuevo, si yo tenía éxito sería por el.  En cambio yo, ¿cómo podría encontrar redención?
 
M.S.

LA MALA HIERBA

Empezar a hablar de Denis hablando sobre mi mismo, puede parecer presuntuoso, pero creo que es necesario. Para empezar Denis y yo crecimos juntos como espigas de un mismo campo que el viento agita suavemente en la misma dirección, pero incluso así, el sol parecía haber beneficiado a Denis con sus mejores rayos dotándole de belleza, talento y simpatía, mientras que a mi, como mala hierba, me había dejado en la sombra. Si yo existía en el mundo, sólo era para engrandecer  a Denis en comparación. En todo había sido siempre el mejor sin ni siquiera pretenderlo. Siempre el preferido de todos en la escuela y luego en la universidad. E incluso cuando ambos empezamos a escribir, mientras mis escritos no eran más que una sucesión de palabras sin sentido ni trascendencia, él había sido adulado y reconocido como una promesa de las letras con su primera novela “el príncipe maldito”.

En parte yo me sentía ese principe maldito, oculto desde el nacimiento, ese hombre talentoso que muere sin que nadie nunca se fije en él. Y Denis era el rey coronado, con su corte de bufones alrededor. Y lo más dificil para mí, es que era un rey amado por su pueblo. Todos los que le conocían sentían un anhelo constante de estar junto a él. El odio es un sentimiento extraño, porque puede esperar para siempre anidando cual oruga o crisálida hasta el momento de convertirse en mariposa. No es fácil saber qué despierta el rugido del odio en su cueva, pero en mi caso sé con certeza que fue Eunice.
Eunice era la criatura más irreal en su perfección que yo había contemplado, exceptuando al propio Denis, y me enamoré de ella al instante.
No pude resignarme a contemplar cómo me era arrebatada. Tal vez fuese sólo la gota de agua que faltaba para desbordar el mar. Desesperado y enfermo de celos, fui a ver a un brujo que se anunciaba en las páginas de un periódico. No sé si creía o no en la brujería, pero pensé que valía la pena intentar un encantamiento por doscientos dólares. Aunque fuera el último dinero del que disponía. El brujo puso en mis manos un amuleto, una extraña flor llamada “Rosa de Jericó” originaria de Asia y de África, que tenía, según me dijo, propiedades mágicas.
-          La flor es inmortal, pero con una inmortalidad intermitente, sus ramas sólo se abren a la vida cuando se sumergen en agua
Pasando por alto la incongruencia de la existencia de una inmortalidad intermitente, comenzamos con un ritual de vudú, con pelo del propio Denis que le había robado de su chaqueta,  y cuando terminamos conduje hasta el West Side, deseoso de entregarle el amuleto. Hacia pocos meses que vivía en aquel ático, que le había dejado su editor .
 
 Me precipité escaleras arriba hacia el ático, nervioso, en contraste con el inocente y tranquilo semblante que encontré al abrir la puerta. Él estaba imponente, con un traje oscuro.  Puse el amuleto en sus manos, y al hacerlo sentí el roce de su piel caliente contra la mía. Por un instante nos miramos el uno al otro y sentí que me encontraba ante un espejo, aunque fuera distorsionado. Me dio las gracias distraidamente  con su encantadora sonrisa, y le expliqué que para atraer la fortuna debía sumergirlo en agua, y esperar a que recobrara la vida, pero creo que no me escuchó. Por un momento me arrepentí. Pero en seguida vi a Eunice en la terraza, sola, bebiendo una copa de vino blanco, y aquello me animó. Detrás de ella, centelleaba la ciudad sobre el Hudson como si fuese un hada que atrajera a las luciérnagas. Fui hacia ella hechizado, mientras Denis decía algo ininteligible y se escabullía hacia el pequeño despacho en el que escribía.
 
Saludé a Eunice, y la hice sonreír. Pensé que podía ser el efecto del hechizo. Una invitación para algo más. Aprovechando la oportunidad de estar solos, me acerqué a ella,atraído por el efecto que debía estar haciendo el vino en sus labios.
El pulso de Denis parecía agitado desde la habitación contigua, si atendemos al repiqueteo de sus dedos contra las teclas de la máquina de escribir que bombeaba sus palabras envolviendo con sonido acompasado el aire que respirábamos. Denis se había puesto a escribir así de pronto, lo que no era una actitud extraña en él.
Me tiré al vacío y traté de besar a Eunice. Ella se retiró, asqueada, y me dijo que me odiaba. Me amenazo entre susurros, apretando fuertemente los dientes.  Me dijo que si no quería que Denis se enterara de aquello no debía volver a verla.
 
Me marché. Dejé la ciudad. Puede parecer exagerado, pero preferí poner tierra de por medio. Tal vez aquella era la excusa que necesitaba para romper con todo mi pasado, e iniciar una nueva vida. Alejarme de aquella parte de mi mismo. Alejarme de Denis. Recogí todas mis cosas y me marche hacia el oeste. Conduje varios días, hasta que encontré una cabaña donde vivir, y un trabajo a partir del que empezar de nuevo.
No dí señales de vida, más que alguna postal a mi familia. Unos años después, volví a escribir. Pura basura, ahora me doy cuenta.
Envié el manuscrito a muchas editoriales, y fuíamablemente rechazado una tras otra, hasta que finalmente me llamaron de una pequeña editorial de Nueva York. Así fue como volví a la ciudad en el tercer aniversario de mi extraña partida, con mis esperanzas de nuevo llenas hasta rebosar. La ciudad no parecía haber cambiado y me parecía ver a Denis en cada escaparate, y al doblar cada esquina. No pensaba en ella, en Eunice. Mi pasión por ella se había evaporado. Por eso mi corazón dio un vuelco cuando la vi sentada, esperándome, en el despacho de la editora. Eunice, era mi editora.
-Hola- me dijo, sin muestra de sorpresa- !Cuánto tiempo!
-Hola.- dije yo, recordando aquella noche funesta en la que había intentado besarla.- ¿Qué es de Denis?-
- Denis murió. Murió hace un tiempo. ¿Nadie te lo ha dicho?
- Nadie tiene mi dirección.
 
 
Y Eunice me contó lo que había ocurrido en mi ausencia. Lo que sigue a continuación, es un relato de los hechos tal y como me los confió Eunice, excluyendo de ellos mis intervenciones en el relato, mis preguntas, sus llantos, y esas pequeñas aproximaciones de sus manos a su rostro, tratando de tapar con ellos su vergüenza, como  breve telón del drama:
 ”Todo cambió. Cuando tú te marchaste. Denis cambió. Al principio no parecía que fuera algo definitivo. La verdad que trataba de no estar preocupado porque tú no le respondieras. Pensaba que te había ofendido de alguna manera, y no lograba entenderlo. Se puso en contacto con tus padres, pero Mary le dijo que no sabía donde estabas pero que le habías dicho necesitabas soledad. Pareció tranquilizarse, pero creo que en el fondo, le preocupaba mucho. Un día que paseábamos por el Soho, pasamos por una tienda de antigüedades, y como la boda de Antoine estaba cerca, entramos. Sobre una repisa había una flor extraña en un recipiente con agua, como una mandrágora sumergida, y él pareció acordarse de algo, pues por su rostro pareció cruzarse un recuerdo, que le arrugó la frente. Luego supe que pensó en ti.  La última noche le habías regalado una de esas flores.
Me pareció un poco trastornado entonces, pero nada que me preparara para lo que sucedería más tarde. Volvió a casa corriendo, debía encontrar aquella flor, como si tu te hubieras encarnado en aquel objeto, y al perderte, al olvidarte en algún rincón, te hubiera perdido para siempre.
Traté de decirle que era una locura. Que las personas no habitan en las cosas inanimadas, pero él decía que existía una metafísica de las cosas, algo intangible que las rodea y les da significado.
Recordaba a menudo aquella noche en el  ático. ¿Dónde habría dejado aquella flor? Se decía, en una mesa, en una esquina, en un cajón, olvidada eternamente. Nunca la encontró.
Empezó a recopilar las historias místicas que encontraba sobre la rosa, y una cosa aparentemente banal, se convirtió en obsesión. Parecía que ahora que no estabas tú, él se hubiera vaciado de sí mismo.
No quiero culparte a ti, en realidad, fue mi culpa. Yo te dije que te quería fuera de mi vida, de nuestra vida. No me gustabas.
Ni siquiera le pude contarle la verdad sobre nuestro encuentro en la terraza. Cuando él me dijo que para él, eráis como cuchillas de un mismo trineo, que se apoyan la una en la otra, con la huella del pasado recorrido tras ellas, debí decirle lo engañado que estaba contigo. Debí decirle que hubieras sido capaz de traicionarle. Pero no lo hice, y le traicioné de esa forma yo también.
Dejé que llenara la casa de todas aquellas estrafalarias flores,  y no sé cómo se volvió completamente loco. Esa pequeña línea de cordura que todavía le tenía atado al mundo, se rompió.
Dejó el trabajo, o le invitaron a irse. Dejó de comer, de asearse. Siempre en su jardín de flores muertas y renacidas.
Creo que entonces sólo tú podrías haberle salvado. 
 En cualquier caso, murió, y tendrías que haberle visto, tumbado, y desnudo como un recién nacido rodeado de aquellas flores retorcidas, en el centro de un jardín de  muerte. Tiramos toda aquella porquería. y le vestimos, con su mejor traje. Te acordarás de él seguro, aquel traje oscuro que llevaba la última vez que le viste, en el ático, aquella noche que fue el principio del fin.
Lo más irónico fue que al ponerle la chaqueta ahí estaba, la maldita flor que que le habías regalado aquella noche, en el bolsillo izquierdo.
Todo el tiempo había estado allí. Eterna,  esperando su momento, con una eternidad intermitente, cómo tú le habías dicho”.
 
Aquellas palabras de Eunice me estremecieron. Necesitaba pensar y me marché. No sabía si sentía culpabilidad, pues ¿qué había hecho yo? Si, yo había deseado un gran mal a Denis por Eunice. ¿Por Eunice realmente? ¿Y ella? Ella pensaba que era la culpable de todo, y no podía vivir con ello, por eso al ver mi nombre en el sobre con el manuscrito, supo que para poder redimirse debía ayudarme a publicar mi novela.
 
Ayudándome a mi, le ayudaba a él, y de nuevo, si yo tenía éxito sería por el.  En cambio yo, ¿cómo podría encontrar redención?
 
M.S.

BORDADOS

Mis hermanas y yo cosíamos por la tarde en el cuarto azul, hasta que la luz de las ventanas hacía que los ojos se volvieran torpes, como envueltos en una nebulosa muy parecida a la niebla que había tras las ventanas. La rutina diaria incluía cuando el tiempo lo permitía un paseo por el pueblo o por los páramos, pero irremediablemente, la tarde pertenecía a la costura. Mis hermanas sacaban sus cestillos y se afanaban en hacer bordados para su futuro ajuar. Ese ajuar que nunca llegaba el momento de utilizar, y que empezábamos a pensar que nunca llegaría.  
 
Yo me sentaba junto a la ventana, en un pequeño escritorio y también cosía, pero cosía palabras. Cada uno de los puntos de mi labor era una palabra, un adjetivo, un adverbio… Cada palabra se encadenaba a la siguiente haciendo un hermoso dibujo, como parte indisoluble de aquellos relatos que en las noches de invierno leía a mis hermanas y que nos cubrían con un manto de esperanza hasta entrar en calor. 
 
Ahora trabajaba en la historia de Micaela Roberts, una joven huérfana. Había sido criada por una anciana, que veía en ella el mismo espíritu que tenía de niña. Esta señora le había hablado del mar y de aquel verano extraño, en el que se convirtió en lo que era, una aventurera. Aunque habían pasado muchos años desde que ella se hizo a la mar, todavía cuando miraba el suelo, le parecía que se movía bajo sus pies, a causa del agua. 
 
“Si me hubieras visto Micaela, surcando el mar en un barco de vela. El pirata Michael no era lo que se dice un hombre honrado, pero que me aspen si he visto hombre más bueno. La mitad de mi vida la viví en aquel barco, el Espíritu del Mar, y allí morí, con el cuerpo de mi amado Michael en mis brazos, el barco balanceándose, y aquellos hombres abordándolo. Tenía un dinero guardado, y lo recogí y compré esta granja, luego llegaste tú, como escupida del mar, como un trofeo, como un regalo. La hija que nunca tuve. Te llamé Micaela por él” 
 
Micaela creció con el amor al mar y al agua salada en cada rincón de su cuerpo. Sentía la llamada del mar, de las olas que rompían con fuerza contra las rocas. No tenía miedo de nada. Siempre supo que ella quería ser bucanera, como lo había sido su madre adoptiva. 
 
-         No sabes lo que dices, muchacha.- decía la señora Roberts, tal vez pensando que había exagerado las virtudes de la vida en el mar, y poco las incomodidades de las mareas.  
Un día Micaela se echó a la mar con su barco de remos, sin atender a razones. En mitad de su paseo empezó a llover copiosamente. Hasta que su pequeña barquita pintada de color azul acabó por zozobrar. Micaela no nadaba demasiado bien, y luchó con todas sus fuerzas contra la inmensidad de las olas, tratando de aferrarse a la vida.  
 
Sin embargo, sus brazos, sus piernas, cada vez estaban más cansados y adormecidos por el frío mar que la mecía. A punto estaba de perder el conocimiento cuando unos brazos aguerridos la cogieron de los hombros y la levantaron como si fuera tan sólo una muñeca.  
Ella no recordaba como había sido su rescate. De hecho pensó que había muerto, hasta que abrió los ojos al sol y tuvo que volver a cerrarlos.  
 
Le dolía la cabeza, y tenía una fuerte sensación de mareo. Debía estar viva. Nunca oyó de fantasmas con nauseas. Su salvador no era un pirata como había pensado.
Era sólo un pescador. Micaela, disimuló cierta decepción, ya que por lo demás el chico era lo que siempre había querido… 
 
- Me parece que viene alguien- me interrumpió Susan, apartando por un momento sus ojos de la labor. 
No me importaba que mis hermanas estuvieran a mí alrededor mientras escribía, pero me ponía furiosa, si oía pasos desconocidos en el pasillo. No me gustaban mucho las visitas porque tenían la costumbre de interrumpirme en mi momento de mayor creatividad, cuando estaba inmersa en un duelo, o en un momento íntimo, o como en este caso en el momento del rescate de Micaela. El momento era importante, conocía a su salvador y a la vez al hombre que amó desde el primer momento, un honrado y pobre pescador.
 
Ahora debía dejar a la pareja, con sus sentimientos recién nacidos en el barco pesquero, mientras atendía a los visitantes. Dejar el manuscrito tapado con la labor, y mientras ofrecía un té y una sonrisa, mirar de soslayo a la historia, y en silencio pensar un poco ella, mientras las palabras que se podían decir, eran dichas en el salón, y las otras, las silenciosas, se quedaban en los labios apenas rozaban la taza de porcelana. Quizás, Micaela Roberts se quedara inmersa también en sus pensamientos, mirando a Matthew Cole, cuando pensaba que él no estaba mirando. Quizás ella tenía también una vida silenciosa e interior, o quizás con los ojos chispeantes y borrosos se fijara en su rostro curtido o en su camisa humeda por la brisa marina.

 
“Se miraron unos momentos a penas. Ambos apartaron la mirada. Tímidos. Nerviosos. ¿Podía ser que dos personas fueran reunidas en el mar de esa manera? Ya había pasado con la señora Roberts, y ahora, con Micaela.
-          No seré bucanera. Seré su esposa, y estaré contenta- se dijo en silencio la muchacha”
 
Así fue como aquel día en el que Micaela fue rescatada por Matthew Cole, el pobre y bonachón Cole,  recibí a Arthur Honneyline. Como Cole, Arthur Honneyline, el hijo del Squire, había venido a salvarme de alguna manera. A hacerme una proposición.
Cada día era lo mismo, Arthur era una buena compañía. Era apuesto, culto y siempre nos traía noticias divertidas de pueblo, a mí y a mis hermanas. Mentiría si no dijera que me agradaba su compañía. Pero más allá de eso no quería pensar nada. 
 
Susan, que bordaba preciosos tapices, con los que decorar la casa, o Mary, tan buena, tan honrada. Dos buenas esposas, esperando eternamente en el salón, sin mucho más que hacer a parte de esperar y bordar. 
Yo no escuchaba. No era una buena elección para Arthur, así que cuando me dijo que deseaba tener una entrevista a solas conmigo y salimos al jardín, con los páramos llamándome a lo lejos, supe que debía rechazarle. Por el camino pensaba en Micaela, oculta bajo la costura, y pensaba en Matthew Cole, y fui vislumbrando su declaración de amor.
 
“-   Soy pobre, Micaela. Pobre, pero trabajador. No puedo ofrecerte mucho, pero todo lo mío es tuyo.  
Y Micaela, y la señora Roberts, se abrazaron y lloraron de felicidad, cuando le despidieron en la puerta, y le vieron marchar. Las nubes llegaban a lo lejos en ese instante, y al momento, la calma del día se transformó. Las ramas se retorcían, y un chillido enloquecedor precedió a la gran tormenta.”
 
-          Querida.- Honneyline cortó el torbellino de pensamientos de mi cabeza como un portazo corta el espíritu del viento- No puedes saber lo mucho que he sufrido desde hace años, pero ya está todo arreglado. Desde el principio, para mí, no ha habido nadie más que tú. Ya sé que pensarás que es una locura, pero solía llegar hasta los páramos y agazaparme cuando sólo era un muchacho. Y te veía jugar con tus hermanas, junto a la casa, con las piernas arañadas por el brezo, con el rostro manchado por el viento. Siempre eras tú, la más valiente, la más hermosa. Y siempre supe que me casaría contigo. 
 
Le dejé hablar como en sueño, pero bien sabía yo que lo que pretendía era impensable. No podía casarme con él. Era imposible. En realidad no podía casarme con nadie. Supongo que hay personas que han nacido para estar cosidas al alma de otras personas. Pero yo no.
 
¿Qué pensaría de mí Arthur si supiera mi secreto?, me pregunté. Si supiera que escribo noches enteras cuentos de piratas, a la luz de las velas. No soy una buena esposa, para él. ¿Y si fuera todo diferente? !Si pudiera amarle sin renunciar a mi vida, a mi arte!
¿Realmente escribir es tan importante? 
 
Si al menos, él hubiera elegido a Susan o a Mary… yo le tendría cerca, como un buen amigo. Tan sólo sería la cuñada excéntrica. Pero ¿cómo rechazar su propuesta, cuando el alma está partida en dos? Cómo arrojar una parte al olvido, y encarar el destino con resignación.   ¿Podría dar una puntada sin hilo? ¿Podría cortar el hilo, y hacer un nudo en el corazón?
¿Si no lo hacía cuanto tiempo podríamos vivir así, de una pequeña renta, tres mujeres solas? Siempre habíamos dicho que una al menos debía casarse. Y debía casarse bien. No podía fallarles. No podría mirarlas a  la cara mientras los inviernos se sucedían marcando su piel, y los años pasaban como las hojas de un libro sin ser leídas. 
 
Puede que la pequeña llama de amor, si puede llamarse así, que sentía por Arthur no ardiera lo suficiente como para convencerme, pero el cariño a mis hermanas era mayor. Y así, pensando todo esto, mis labios acertaron a pronunciar un “sí”, que me atravesó el alma al momento. Un “sí” que se convirtió en rayo a lo lejos y partió el barco de Cole en dos, y le dejó a él a la deriva. Muerto. 
 
Me despedí de Honnelyne con un beso. Él se marchó feliz y en silencio. Demasiadas palabras dichas, que debían consolar su alma torturada durante tanto tiempo. Mis hermanas me preguntaron, pero no les dije nada. “Todavía no diré nada” me dije, mientras corría a mi escritorio. Escribiría toda la noche. Sin parar. Se me iría el alma con cada palabra. Aunque las palabras se las llevara el viento. Aunque el manuscrito muriera en casa, en triste silencio. 
 
A Micaela le dirían “el barco nunca llegó a su destino, se perdió entre las olas, entre la tormenta, en un infierno gris de desolación”. Y Micaela desconsolada entrará en el agua decidida y con cada paso su falda mojada se hará más pesada, hasta que ya no pueda tocar el suelo y la falda la arrastre hacia el fondo, donde por fin será consolada.  
 
Y me veo a mi misma rodeada de agua, La falda pesa demasiado. Y sólo puedo pensar en mis hermanas haciendo bordados, mientras yo poco a poco me voy hundiendo, como si yo fuera el hilo, y la aguja me atravesara por el medio y me empujara debajo,  al fondo del mar, en el centro del bordado.  

Los rayos jóvenes del día entraron por la ventana anunciando la mañana, cuando me dormí en mi escritorio. A lo lejos, en los páramos de mi sueño, logré distinguir un barco, logre distinguir una bandera pirata, que ondeaba en la lontananza. ·”Es mi conciencia que busca otro final para la muchacha Micaela”. Un nuevo rescate del mar. Y así entre sueños, doy las últimas puntadas a mi relato, y sólo por la noche, entre las sábanas, veo las velas de un barco, y veo a Micaela en lo alto, que sonríe y me da las gracias, por dejarle vivir surcando los mares a bordo del “Espíritu de mar”. Cuantas historias que no serán escritas vivirá Micaela en el silencio de mi pensamiento !Cuánto llorará a Matthew Cole, el pobre pescador!
 
Y mirará al horizonte, y pensará en él y pensará en sus sueños rotos, y desvanecidos, perdidos para siempre entre la espuma de la marea. Y quien sabe si un día, el mar brillará con la luz de la luna a lo lejos, y se verá la sombra de un barco que se irá acercando, como atraído por un imán. Y desde el mástil en el que se apoyará Micaela, a través del catalejo, sus ojos verán a un hombre apuesto, de anchos hombros, la camisa abierta y húmeda por la brisa del mar. Los ojos, brillantes y borrosos. “No puede ser verdad…”, dirá con el corazón palpitando con fuerza, golpeando el mástil que se tambalea, como agitando su brazo en pleno mar. “Él tiene que verme ahora. Ahora él me verá”, mientras sus lágrimas saladas caen al mar. Las últimas lágrimas que derramará.
 
Ahora, mis hermanas y yo cosemos cada tarde en el cuarto azul. Y Arthur me coge de la mano, mientras por un momento dejo la labor a un lado. Y él, con su traje azul bien abotonado, me dice con ojos brillantes “me encantan, me encantan tus bordados”. Y yo sonrío, y le beso, y a veces pienso en mi  tumba que sólo será visitada por el viento y en mi pluma arrastrada por el mar.

M.S.

BORDADOS

Mis hermanas y yo cosíamos por la tarde en el cuarto azul, hasta que la luz de las ventanas hacía que los ojos se volvieran torpes, como envueltos en una nebulosa muy parecida a la niebla que había tras las ventanas. La rutina diaria incluía cuando el tiempo lo permitía un paseo por el pueblo o por los páramos, pero irremediablemente, la tarde pertenecía a la costura. Mis hermanas sacaban sus cestillos y se afanaban en hacer bordados para su futuro ajuar. Ese ajuar que nunca llegaba el momento de utilizar, y que empezábamos a pensar que nunca llegaría.  
 
Yo me sentaba junto a la ventana, en un pequeño escritorio y también cosía, pero cosía palabras. Cada uno de los puntos de mi labor era una palabra, un adjetivo, un adverbio… Cada palabra se encadenaba a la siguiente haciendo un hermoso dibujo, como parte indisoluble de aquellos relatos que en las noches de invierno leía a mis hermanas y que nos cubrían con un manto de esperanza hasta entrar en calor. 
 
Ahora trabajaba en la historia de Micaela Roberts, una joven huérfana. Había sido criada por una anciana, que veía en ella el mismo espíritu que tenía de niña. Esta señora le había hablado del mar y de aquel verano extraño, en el que se convirtió en lo que era, una aventurera. Aunque habían pasado muchos años desde que ella se hizo a la mar, todavía cuando miraba el suelo, le parecía que se movía bajo sus pies, a causa del agua. 
 
“Si me hubieras visto Micaela, surcando el mar en un barco de vela. El pirata Michael no era lo que se dice un hombre honrado, pero que me aspen si he visto hombre más bueno. La mitad de mi vida la viví en aquel barco, el Espíritu del Mar, y allí morí, con el cuerpo de mi amado Michael en mis brazos, el barco balanceándose, y aquellos hombres abordándolo. Tenía un dinero guardado, y lo recogí y compré esta granja, luego llegaste tú, como escupida del mar, como un trofeo, como un regalo. La hija que nunca tuve. Te llamé Micaela por él” 
 
Micaela creció con el amor al mar y al agua salada en cada rincón de su cuerpo. Sentía la llamada del mar, de las olas que rompían con fuerza contra las rocas. No tenía miedo de nada. Siempre supo que ella quería ser bucanera, como lo había sido su madre adoptiva. 
 
-         No sabes lo que dices, muchacha.- decía la señora Roberts, tal vez pensando que había exagerado las virtudes de la vida en el mar, y poco las incomodidades de las mareas.  
Un día Micaela se echó a la mar con su barco de remos, sin atender a razones. En mitad de su paseo empezó a llover copiosamente. Hasta que su pequeña barquita pintada de color azul acabó por zozobrar. Micaela no nadaba demasiado bien, y luchó con todas sus fuerzas contra la inmensidad de las olas, tratando de aferrarse a la vida.  
 
Sin embargo, sus brazos, sus piernas, cada vez estaban más cansados y adormecidos por el frío mar que la mecía. A punto estaba de perder el conocimiento cuando unos brazos aguerridos la cogieron de los hombros y la levantaron como si fuera tan sólo una muñeca.  
Ella no recordaba como había sido su rescate. De hecho pensó que había muerto, hasta que abrió los ojos al sol y tuvo que volver a cerrarlos.  
 
Le dolía la cabeza, y tenía una fuerte sensación de mareo. Debía estar viva. Nunca oyó de fantasmas con nauseas. Su salvador no era un pirata como había pensado.
Era sólo un pescador. Micaela, disimuló cierta decepción, ya que por lo demás el chico era lo que siempre había querido… 
 
- Me parece que viene alguien- me interrumpió Susan, apartando por un momento sus ojos de la labor. 
No me importaba que mis hermanas estuvieran a mí alrededor mientras escribía, pero me ponía furiosa, si oía pasos desconocidos en el pasillo. No me gustaban mucho las visitas porque tenían la costumbre de interrumpirme en mi momento de mayor creatividad, cuando estaba inmersa en un duelo, o en un momento íntimo, o como en este caso en el momento del rescate de Micaela. El momento era importante, conocía a su salvador y a la vez al hombre que amó desde el primer momento, un honrado y pobre pescador.
 
Ahora debía dejar a la pareja, con sus sentimientos recién nacidos en el barco pesquero, mientras atendía a los visitantes. Dejar el manuscrito tapado con la labor, y mientras ofrecía un té y una sonrisa, mirar de soslayo a la historia, y en silencio pensar un poco ella, mientras las palabras que se podían decir, eran dichas en el salón, y las otras, las silenciosas, se quedaban en los labios apenas rozaban la taza de porcelana. Quizás, Micaela Roberts se quedara inmersa también en sus pensamientos, mirando a Matthew Cole, cuando pensaba que él no estaba mirando. Quizás ella tenía también una vida silenciosa e interior, o quizás con los ojos chispeantes y borrosos se fijara en su rostro curtido o en su camisa humeda por la brisa marina.

 
“Se miraron unos momentos a penas. Ambos apartaron la mirada. Tímidos. Nerviosos. ¿Podía ser que dos personas fueran reunidas en el mar de esa manera? Ya había pasado con la señora Roberts, y ahora, con Micaela.
-          No seré bucanera. Seré su esposa, y estaré contenta- se dijo en silencio la muchacha”
 
Así fue como aquel día en el que Micaela fue rescatada por Matthew Cole, el pobre y bonachón Cole,  recibí a Arthur Honneyline. Como Cole, Arthur Honneyline, el hijo del Squire, había venido a salvarme de alguna manera. A hacerme una proposición.
Cada día era lo mismo, Arthur era una buena compañía. Era apuesto, culto y siempre nos traía noticias divertidas de pueblo, a mí y a mis hermanas. Mentiría si no dijera que me agradaba su compañía. Pero más allá de eso no quería pensar nada. 
 
Susan, que bordaba preciosos tapices, con los que decorar la casa, o Mary, tan buena, tan honrada. Dos buenas esposas, esperando eternamente en el salón, sin mucho más que hacer a parte de esperar y bordar. 
Yo no escuchaba. No era una buena elección para Arthur, así que cuando me dijo que deseaba tener una entrevista a solas conmigo y salimos al jardín, con los páramos llamándome a lo lejos, supe que debía rechazarle. Por el camino pensaba en Micaela, oculta bajo la costura, y pensaba en Matthew Cole, y fui vislumbrando su declaración de amor.
 
“-   Soy pobre, Micaela. Pobre, pero trabajador. No puedo ofrecerte mucho, pero todo lo mío es tuyo.  
Y Micaela, y la señora Roberts, se abrazaron y lloraron de felicidad, cuando le despidieron en la puerta, y le vieron marchar. Las nubes llegaban a lo lejos en ese instante, y al momento, la calma del día se transformó. Las ramas se retorcían, y un chillido enloquecedor precedió a la gran tormenta.”
 
-          Querida.- Honneyline cortó el torbellino de pensamientos de mi cabeza como un portazo corta el espíritu del viento- No puedes saber lo mucho que he sufrido desde hace años, pero ya está todo arreglado. Desde el principio, para mí, no ha habido nadie más que tú. Ya sé que pensarás que es una locura, pero solía llegar hasta los páramos y agazaparme cuando sólo era un muchacho. Y te veía jugar con tus hermanas, junto a la casa, con las piernas arañadas por el brezo, con el rostro manchado por el viento. Siempre eras tú, la más valiente, la más hermosa. Y siempre supe que me casaría contigo. 
 
Le dejé hablar como en sueño, pero bien sabía yo que lo que pretendía era impensable. No podía casarme con él. Era imposible. En realidad no podía casarme con nadie. Supongo que hay personas que han nacido para estar cosidas al alma de otras personas. Pero yo no.
 
¿Qué pensaría de mí Arthur si supiera mi secreto?, me pregunté. Si supiera que escribo noches enteras cuentos de piratas, a la luz de las velas. No soy una buena esposa, para él. ¿Y si fuera todo diferente? !Si pudiera amarle sin renunciar a mi vida, a mi arte!
¿Realmente escribir es tan importante? 
 
Si al menos, él hubiera elegido a Susan o a Mary… yo le tendría cerca, como un buen amigo. Tan sólo sería la cuñada excéntrica. Pero ¿cómo rechazar su propuesta, cuando el alma está partida en dos? Cómo arrojar una parte al olvido, y encarar el destino con resignación.   ¿Podría dar una puntada sin hilo? ¿Podría cortar el hilo, y hacer un nudo en el corazón?
¿Si no lo hacía cuanto tiempo podríamos vivir así, de una pequeña renta, tres mujeres solas? Siempre habíamos dicho que una al menos debía casarse. Y debía casarse bien. No podía fallarles. No podría mirarlas a  la cara mientras los inviernos se sucedían marcando su piel, y los años pasaban como las hojas de un libro sin ser leídas. 
 
Puede que la pequeña llama de amor, si puede llamarse así, que sentía por Arthur no ardiera lo suficiente como para convencerme, pero el cariño a mis hermanas era mayor. Y así, pensando todo esto, mis labios acertaron a pronunciar un “sí”, que me atravesó el alma al momento. Un “sí” que se convirtió en rayo a lo lejos y partió el barco de Cole en dos, y le dejó a él a la deriva. Muerto. 
 
Me despedí de Honnelyne con un beso. Él se marchó feliz y en silencio. Demasiadas palabras dichas, que debían consolar su alma torturada durante tanto tiempo. Mis hermanas me preguntaron, pero no les dije nada. “Todavía no diré nada” me dije, mientras corría a mi escritorio. Escribiría toda la noche. Sin parar. Se me iría el alma con cada palabra. Aunque las palabras se las llevara el viento. Aunque el manuscrito muriera en casa, en triste silencio. 
 
A Micaela le dirían “el barco nunca llegó a su destino, se perdió entre las olas, entre la tormenta, en un infierno gris de desolación”. Y Micaela desconsolada entrará en el agua decidida y con cada paso su falda mojada se hará más pesada, hasta que ya no pueda tocar el suelo y la falda la arrastre hacia el fondo, donde por fin será consolada.  
 
Y me veo a mi misma rodeada de agua, La falda pesa demasiado. Y sólo puedo pensar en mis hermanas haciendo bordados, mientras yo poco a poco me voy hundiendo, como si yo fuera el hilo, y la aguja me atravesara por el medio y me empujara debajo,  al fondo del mar, en el centro del bordado.  

Los rayos jóvenes del día entraron por la ventana anunciando la mañana, cuando me dormí en mi escritorio. A lo lejos, en los páramos de mi sueño, logré distinguir un barco, logre distinguir una bandera pirata, que ondeaba en la lontananza. ·”Es mi conciencia que busca otro final para la muchacha Micaela”. Un nuevo rescate del mar. Y así entre sueños, doy las últimas puntadas a mi relato, y sólo por la noche, entre las sábanas, veo las velas de un barco, y veo a Micaela en lo alto, que sonríe y me da las gracias, por dejarle vivir surcando los mares a bordo del “Espíritu de mar”. Cuantas historias que no serán escritas vivirá Micaela en el silencio de mi pensamiento !Cuánto llorará a Matthew Cole, el pobre pescador!
 
Y mirará al horizonte, y pensará en él y pensará en sus sueños rotos, y desvanecidos, perdidos para siempre entre la espuma de la marea. Y quien sabe si un día, el mar brillará con la luz de la luna a lo lejos, y se verá la sombra de un barco que se irá acercando, como atraído por un imán. Y desde el mástil en el que se apoyará Micaela, a través del catalejo, sus ojos verán a un hombre apuesto, de anchos hombros, la camisa abierta y húmeda por la brisa del mar. Los ojos, brillantes y borrosos. “No puede ser verdad…”, dirá con el corazón palpitando con fuerza, golpeando el mástil que se tambalea, como agitando su brazo en pleno mar. “Él tiene que verme ahora. Ahora él me verá”, mientras sus lágrimas saladas caen al mar. Las últimas lágrimas que derramará.
 
Ahora, mis hermanas y yo cosemos cada tarde en el cuarto azul. Y Arthur me coge de la mano, mientras por un momento dejo la labor a un lado. Y él, con su traje azul bien abotonado, me dice con ojos brillantes “me encantan, me encantan tus bordados”. Y yo sonrío, y le beso, y a veces pienso en mi  tumba que sólo será visitada por el viento y en mi pluma arrastrada por el mar.

LUNÁTICA Y DESCABEZADA

Me despierto. Hay luna llena. Subo al desván muy despacio por la escalera de caracol, tratando de que los peldaños de la escalera no crujan bajo mis pies descalzos.
Es curioso como los peldaños sólo crujen por la noche, por más que los pises durante el día no consigues un solo sonido de ellos…

Abro con sigilo la puerta de madera, y miro hacia dentro. Puedo ver con claridad a pesar de la semipenumbra que me envuelve, a pesar de la tenue luz que a penas entra por el tragaluz del techo. Distingo los muebles viejos, las cajas y los baúles que se amontonan por las paredes.

Me siento justo debajo del tragaluz, allí donde la luna refleja en el suelo de madera su propia figura, y las estrellas que tiritan suspendidas en el cielo, se desdoblan dentro proyectándose en la madera.
Me cojo las piernas con mis manos, e inclino la cabeza todo lo que puedo hacia atrás,  mirando al cielo.

Por un instante ocurre algo extraño, el reflejo de la luna se posa sobre mi cara y parece robarme el rostro, cosiendo con su luz su cara a la mía.
La luz de la luna parece entonces entrar con más fuerza, y en su trayectoria veo multitud de puntitos blancos que parecen ir cobrando forma según van cayendo y posándose en el suelo. Justo a mi lado.

Y como por arte de magia aparece frente a mí una muchacha. Al principio su pelo le oculta el rostro, y luego levanta la mirada dejando ver su abrupta y pálida cara.
Sólo por un instante, pero es suficiente.

Después, se acerca a mí en un movimiento rápido, y yo retrocedo instintivamente, arrastrándome por el suelo, en busca de refugio bajo los muebles.
Por mucho que corra, bien sé que no tengo escapatoria. Que estoy atrapada.
Ella parece un animal salvaje en su locura.

Consigue atraparme el pie y tira de él con fuerza, hasta que feroz, lo muerde, o quizás lo atraviesa con un cuchillo porque noto un dolor que me hiela la sangre.
-         No vuelvas a apoderarte de mi cara niña, si vuelves a conjurarme y a apoderarte de ella morirás-  me advierte la muchacha, con mi sangre cayendo en finos hilillos desde su boca, dejando un surco carmesí en su accidentada cara.

 
Y se desvanece, convirtiéndose de nuevo en polvo, que sale por el tragaluz hasta llegar de nuevo al cielo al que pertenece. 
Me quedo sola, en medio de un charco de sangre. El miedo y la excitación me hacen llorar durante horas en la soledad del desván. Nadie me oye. El dolor me impide levantarme.

Por la mañana encuentran mi cuerpo inerte, como una hoja seca, sobre la madera. Tan solo acompañada de mi propia sangre muerta.
La tía Lilly llama al cirujano, temiendo que tenga que amputar el pie. La herida está infectada y llena de un pus amarillento.

Todos piensan que yo misma me he causado la herida, y no pueden disimular cierta mirada de terror hacia la niña huérfana, sonámbula y medio loca de la que se han hecho cargo.
- Sangrías y mucha paciencia.- dictamina el cirujano. – aunque tal vez persista la cojera.

Al principio quise pensar como todos ellos que mi imaginación había sido la causa de todo aquello, y que yo misma me había causado las heridas.
Pero cuando me quitaron la venda, tenía la marca de la luna llena sobre el tobillo.
 Y desde entonces, siempre que la luna se quita su velo de la cara y me mira a los ojos, sé que esta historia es cierta, y  bajo la mirada temerosa de que cumpla su amenaza.

M.S.

MEJILLONES AL CURRY

El niño estaba en el fondo de un oscuro pozo, llorando, muerto de frío. Le castañeaban los dientes. Tenía la ropa empapada por su propio vómito. Pero dejémosle unos momentos. Dejemos una chincheta sujetando el instante, y  movamos las manillas del reloj hacia atrás, para entender cómo los finos hilos del azar tejen el destino.

Burdeos. Sur de Francia. El paisaje estaba lleno de hermosos viñedos. Olor a rosas. Una nueva fiesta en el Chateaux. Gente encorbatada. Trajes oscuros.
El niño entornó la puerta, pensando que tal vez podría llegar al jarrón de extrañas figuras que había en el salón sin que toda esa gente reparara en él. Como era bajito, incluso para su edad, no sería difícil. En la escuela siempre le llamaban enano. “Tengo que esconder el gomitao” se dijo. Cada vez llamaba con más insistencia a su boca, desde las profundidades de su estómago.
En el salón había un jarrón lo suficientemente grande como para guardar la pasta naranja. Pero el salón estaba lleno de gente extraña. Es que estaba harto de que la casa se llenara de toda esa gente. Todos se empeñaban en pellizcarle la cara, y en alborotarle el pelo. Mientras su madre siempre le regañaba por todo. “Tienes que portarte bien”, le decía. Siempre se reducía todo a que se portara bien. El problema era que no sabía cuando se estaba portando bien y cuando se portaba mal. Siempre escuchaba que era un niño “poblemático”.
 
Su madre. La buscó con la mirada entre toda esa gente del salón. Y la encontró en un rincón, riendo ruidosamente, siempre reía así cuando había invitados, pero cuando no había nadie nunca lo hacía. De hecho, nunca sonreía.
Salió al jardín, pasó por debajo de la verja. Y ahí estaba rodeado de viñedos. Qué mal se encontraba. “Si pudiera hacer un agujero, y esconderlo dentro…”, se dijo.
Cecilia estaba harta de aquellas fiestas de su marido. Se aburría enormemente, aunque no lo parecía. Su sonrisa forzada, sus ojos pintados, el carmín rojo en sus labios. Había ido a la peluquería y había supervisado personalmente la cena. Y ella misma había hecho su especialidad, mejillones al curry. Y lo había hecho pensando que por fin, era la última vez que cocinaba para su marido, y para toda esa gente. Mejillones, vino blanco, curry…
Lo tenía todo preparado, y Fran la recogería junto a la carretera a las diez y cuarto, justo durante el discurso siempre aburrido de su marido. Las palmaditas en la espalda de los unos a los otros. Los brindis con los vinos. Las catas. Antes de que los cristales de las copas tintinearan por todo el Chateaux. Lo que empezó con un brindis por los novios, terminaría con ese otro brindis.
Desde el principio siempre pensó que se equivocaba al aceptar la proposición de matrimonio. En realidad no le amaba, nunca le amó. Y había aceptado la proposición de enterrarse en vida en el campo, con él. Y luego el niño. El pequeño niño que siempre le recordaba con los rasgos mezclados de ambos el error que había cometido.
Las maletas las había dejado en el jardín, escondidas, tan solo esperando que ella las recogiera, y atravesara los apenas trescientos metros desde la verja del viñedo hasta la puerta del Chateaux donde Fran la rescataría de una vida insípida, en la que los días se sucedían uno a uno sin descansar, sin tregua, y sin ninguna emoción o sobresalto.
No miraría atrás. Como si pudiera pudieran enterrar una vida entera. Enterrarla en el olvido para siempre. ¡Cómo se había equivocado!, ahora lo sabía. Sabía que era un alma inquieta, y que no podía amar a Jean Claude, porque ya lo había intentado. Lo había intentado durante años.  Y ahora, debía huir en la noche como si fuera un ladrón. Huía en la noche, llevándose consigo como botín, su propia vida.
Hablaba con la gente como si fuera una sonámbula. Las palabras iban y venían, pero Cecilia sólo pensaba en su liberación. En Fran. Entró en la cocina un segundo tratando de reponerse entre tanta falsedad y entonces lo vio. El taburete apoyado contra la encimera, y sobre ella, la fuente de mejillones al curry, según la receta tradicional de su abuela. “Hazlos con cariño, le había dicho, y tu vida será una balsa de aceite”. Y lo había sido. Pero quien hubiera dicho que una balsa de aceite no podía también hundirse hasta el mismo fondo del olvido. Era el plato perfecto para acompañar al vino blanco.
Ese año su aroma era insuperable. En aquel lugar, lo único que tenía sabor era el vino.
Las conchas estaban rebañadas, no quedaba a penas carne. El taburete acusaba claramente al niño. Ese mocoso siempre haciendo de las suyas. Le tenía que haber enviado a un internado, era pequeño, difícil. Antes de irse para siempre le iba a regañar tanto, que el niño recordaría siempre a su madre como una mujer regañona, vestida con un vestido de negra seda.
El niño en el jardín vio a lo lejos el pozo. Sólo tenía que levantar la tapa, e inclinarse. Y además, así, nadie descubriría que se había comido todos los mejillones.
Así se inclinó sobre el pozo y empezó a vomitar, con tanta fuerza, que no pudo evitar caerse detrás, y hasta el fondo del pozo.
Cecilia salió al jardín llamado al niño, pero nadie respondía. Su carroza de cristal esperaría hasta las diez y cuarto, tan solo. Junto a la carretera. Fran le había dicho “ni un minuto más te esperaré, princesa. Si no estás me marcharé sin tí, y nunca más nos veremos”. Y ahora ese niño “¿dónde se había metido?”. ¡Iba a matarlo! El reloj parecía resonar con fuerza en su cabeza. Eran ya diez toques. Era el momento. Y ella escuchaba a penas un sollozo a lo lejos.
Salió a los viñedos, levantando la verja. Ese olor a rosas que ya tenía metido dentro. Cómo lo odiaba porque era falso, era mentira. Tardes en el viñedo, con el sol regalando sus últimos rayos, y Jean Claude a su lado. Y Jean Claude sin saber a penas que ella existía. Sin mirarla, sin abrazarla, sin preguntarle si necesitaba algo para hacer de su vida algo diferente a una vida indiferente, insípida, y carente de significado
Fran. Fran era un buen hombre. Había venido a vendimiar. Y desde el principio Cecilia se permitió ciertos coqueteos. ¡Qué importaba ya lo que pudiera ocurrir! Jean Claude no sabía amarla, si es que todavía la amaba. Besos en el olvido. Una buena cosecha se preparaba, todos lo sabían. Y Cecilia sonreía por dentro, porque por una vez se sentía viva. “Sí que sería una buena cosecha, por fin”. Ahora todos esos recuerdos aparecieron atormentándola. Chateaux Clement, ¿por qué?. “Fran vino para salvarme, para liberarme, como en los cuentos”. Como los cuentos que nunca había leído al niño. A su hijo.
  Llamó corriendo a Jean Claude, que empezaba su discurso “mis queridos invitados, esta noche es una noche de celebración. Es una noche especial porque cada nueva cosecha lo es…”. Cecilia le cortó.
- Jean Claude, hay un problema, el niño está en el pozo
-  ¿Qué dices?
- Han sido los mejillones
  Y el niño estaba en el pozo, y ese era el momento. Un pequeño imperdible. Un pequeño apunte en su vida. Una anécdota tal vez insignificante. Llamaron a los bomberos, y mientras esperaban, los minutos se clavaban en el alma de Cecilia. Tenía un nudo en el estómago. “El niño está bien, márchate”, se decía. Pero sus pies no la obedecían. “Fran se irá sin mí, le perderé. ¿Cuándo tendré una nueva oportunidad de huir?”. Miraba a Jean Claude y ya no sabía lo que debía hacer…
“Los malditos mejillones, por esto es por lo que decía mi abuela que la vida sería una balsa de aceite? Nunca pasará nada, en mi vida nunca pasará nada”, gritaba en silencio desde las profundidades de su alma. Mientras, todos a su alrededor, la miraban. “Que gran mujer”. “Qué gran madre”.  “Que entereza”. Los pensamientos se cruzaban atravesando el viento.
Toda esa gente. Trajes oscuros. Mentes idénticas, arrojando idénticas preguntas. “¿Un descuido?”. “Con los niños pequeños, ya se sabe”. “Ese niño es un mal bicho”. Pero era sólo un niño. Un niño pequeño. Un pequeño niño.
Ya nada podía hacerse. Las diez y media pasadas. Fran se habría marchado. ¡Cuántos años iguales a éste, al anterior! Cuantas fiestas en el jardín, cuantas sonrisas y caricias falsas vendrían después de esa noche. ¡Cuánto sacrificio, cuanta resignación!. “Igual que mi madre. Igual que mi abuela. Es como los mejillones, la receta tradicional de la familia, compuesta por miedo, y unas gotas de autocompasión, ¿por qué no de veneno?”. 
Al niño le sacaron a las doce en punto. Asustado. Temblando. Las manos arañadas de tratar de escalar por las duras piedras que resbalaban. “Me portaré bien, mamá.  Te lo prometo”. Le había dicho al mismísimo silencio.
Salió del agujero negro, del pozo cubierto por una repugnante capa naranja, y un olor a curry casi insoportable. Descompuesto. Ese fue su segundo nacimiento y el verdadero. Y cómo la primera vez, le pusieron en brazos de su madre, de Cecilia.
Otro niño quedó atrapado para siempre en la oscuridad del pozo, con la cabeza inclinada hacia atrás, mirando la escena desde abajo. Mientras André era abrazado fuertemente por su madre, que le limpiaba con sus lágrimas, sin dejarle espacio a penas para respirar, manchándose el precioso vestido negro de seda de esa pasta naranja fluorescente. 
Y en el ambiente flotaba el insistente olor de las rosas, que casi ocultaba el fuerte olor a curry de la receta tradicional de la familia.
 

M.S.