En un pequeño rincón, en un jardín, en un lugar llamado Indiana, el niño Abraham me trajo envuelto en una tela, y me colocó despacio en el agujero que hizo con sus propios dedos. Me sentí arropado y pensé que era un buen lugar para echar raíces.
El jardín era de la señora Pierce, una mujer madura, que dedicaba su vida a ese pequeño rincón de hierbas verdes y menudas salpicadas por flores de colores. ¡Esas campanillas que repiqueteaban en el aire agitando su color violeta, marcaban el paso del tiempo como si fuesen su condena!
Pasaba el día trabajando en el jardín, con sus guantes manchados, y las tardes, las pasaba en el porche suspirando. Mirando el camino de arena, viendo cómo las imágenes se distorsionaban en sus ojos hasta dibujar las sombras que en su cabeza pintaba. O quizás fuese la edad que no perdonaba. Eso debía ser, porque muchas veces ella susurraba su nombre al distinguir una figura oscura avanzar más allá de la cerca. “Sam, Sam”, decía ella, pero por mucho que estiraba mis ramas para mirar el camino, no conseguía ver nada.
Aquella mujer, peinada hacia atrás, con el pelo estirado y ya canoso sujeto con una pinza, con ese vestido con el que aguardaba a aquel que nunca llegaba, lloró sobre mí tantas veces regando mi corazón de madera con sus lágrimas, que me llegó muy dentro y absorbí su esencia.
Aquella mujer siempre olía a flores de lavanda recién cortadas, a jabón y a tarta de manzana. Siempre esperando en aquel porche que abrazaba la casa, la señora Pierce no tenía a nadie que la abrazara. Y a cambio ella se llevaba al corazón con fuerza una fotografía amarillenta y emborronada.
Pero el tiempo giraba y giraba, y la señora Pierce envejeció, esperando eternamente la llegada de aquel hombre que debía ayudarle en su jardín. Ya no salía casi nunca más allá del porche, y a su cuerpo encorvado, y a su mirada siempre ausente, ahora se añadía la pena de ver su precioso jardín perdido para siempre. La naturaleza volvía a reivindicar lo que había sido suyo, y las ramas y la maleza, se abrieron paso, en cada rincón de aquel pequeño mundo, mi mundo, destrozándolo.
Y así, un día, cuando la señora Pierce se mecía dulcemente, muy despacio en el porche, con la luz del crepúsculo filtrándose entre las ramas de los árboles, se durmió plácidamente para siempre, dejando que aquella fotografía se escapara de sus dedos muertos arrebatada por la brisa que la posó con cuidado en mi copa para que pudiera ver aquel rostro moreno, el rostro de Sam.
El silencio se rompió por culpa de un búho que se movía curioso por mis ramas, y la fotografía se perdió.
Entonces imaginé la razón por la que se habían separado: él tenía la piel negra, oscura, ¡y ella era tan pálida! Tal vez blanco y negro no iban bien juntos.
Comprendí que la vida es frágil y extraña. Y yo estaba atado, encadenado, condenado a seguir mirando desde arriba, aunque no lo quisiera. Cada vez más alto, los años giraban sobre mi espalda, dibujando círculos, y yo quería ser cada vez más y más alto para ver mejor detrás de la cerca y ver cómo el mundo giraba.
Pero las cosas que ví, me estremecieron. Una guerra cruenta se levantó, y el fuego y la pólvora, la muerte y la desesperación se adueñaron de todo. La guerra era lejana, pero aún así, penetraba dentro de mí de forma extraña. Cuántos gritos escuché. Casacas azules. Casacas grises. ¿Qué importaba? Gritos que parecían rayos contra mi corteza de olmo, empañada por la ceniza que cayó sobre mí como si fuese nieve negra. Todo mi cuerpo temblaba. Y después, sólo recuerdo silencio. Silencio durante mucho, mucho tiempo.
Después de tantas marcas solitarias en mi corteza llegaron los Scott, con esos dos niños que iba a ser tan importantes. Jack era un muchacho al que le gustaba subirse a mis ramas. Construyó una pequeña casa, en la que hacer realidad sus sueños. Promesas incumplidas que nunca llegaron a ser más que eso.
Su hermana, Sarah, fue mi favorita desde el primer día. Ese día en el que llegó siendo niña y al tocar mi tronco y agarrarse a mis ramas, tratando de aspirar mi aroma, susurró “hueles a lavanda”. ¡Claro, que sí, mi pequeña niña, olía a lavanda!
Sarah, era pequeña pero sabía leer y escribir. Leía poesía en voz alta, primero las de otros, y luego empezó a leer las suyas. Yo temblaba de emoción con sus palabras, con su modulación y sus acentos.
“¿Cuánta gente ha pisado este jardín, y que vidas han llevado?” se preguntaba, inventándose todas aquellas historias.
O aquellos versos sobre Indiana que empezaban así “Indiana es tierra de Indios y de maizales”, pero que ya no recuerdo.
Imaginaba a todos los indios pisando la hierba, con sus pies descalzos, y según hablaba, me parecía verlos a mi lado. Y ya no me sentí solo, sino que me sentí acompañado.
Si un árbol viejo puede enamorarse, yo lo hice en ese instante.
Pero los años, siempre los años pasaron, y Jack que ahora era el tutor de Sarah, había crecido tratando de alcanzar mis ramas, y decidió casarla. Recuerdo los gritos en el porche, y cómo ella lloraba. El viento me traía una mezcla de su fragancia de rosas, con un toque salado de las lágrimas, y los pájaros cantaban tal vez tratando de tapar con su sonido, todos esos llantos y gritos en el abismo.
Su prometido vino entonces, y ella le entregó su vida envuelta en lágrimas y mentiras como engañoso regalo. Ella no le amaba, lo sé. Ella no le amaba. Junto a mi lloró la noche anterior a la boda mientras leía en voz alta aquellos versos, algunos de esos versos que no había tenido el valor de convertir en ceniza para entregarlos al viento. Esos versos suyos, que su esposo no aprobaría. Y allí con la luna como testigo, y con una pequeña pala, Sarah cavó y enterró una caja metálica.
“Aquí guardo mi vida, y entierro mi alma”.
Y la ví alejarse con su velo de novia y ese olor a rosas, que ya nunca me ha abandonado.
Jack se quedó a cargo de la casa. Las deudas, los problemas debían ser profundos, porque sus arrugas surcaban su rostro de líneas anchas y oscuras. Muy distinto del hombre en que se había convertido de aquel otro niño, pues debía ser otro niño, cuyo peso aún sentía en mis ramas. ¿Por qué hay que complicarlo todo? Me decía. Ojalá hubiera podido caminar y sentarme junto a él en el porche, y poder recordarle todas esas cosas, que siempre fueron importantes. Pero no podía, la impotencia ha sido mi vida.
Ni siquiera pude hacer nada cuando él llegó un día con una cuerda que ató a una de mis ramas y a su propio cuello. Hacía muchos años habíamos estado unidos, compartiendo tantos sueños, grabándolos él sobre mi corteza con su pequeña navaja. Y ahora, yo, que todavía tenía sobre mí aquella casa de madera, o lo que quedaba de ella entre mis ramas, le convertí en una marioneta sujetando su hilo, sin poder hacer nada más que sujetar su último aliento. ¿Por qué contemplar tanta tristeza? Mis hojas cayeron desconsoladas, mi grito de dolor despertó a los polluelos que dormían plácidamente en un nido.
Vida y muerte a tan escasa distancia.
Sarah tuvo una hija, Mary, que se hizo sufragista. Su madre no la comprendía. De tanto fingir, acabó por creerse su vida de mentira. Y Mary se marchó, y nunca regresó.
Y tal vez Sarah, en la soledad de aquella casa, a la que el porche abrazaba y que había heredado, al mecerse suavemente y mirar hacía el jardín pensara en aquella caja que había enterrado, y en esa vida que había perdido. En esa pequeña tumba que ella misma se había cavado.
Pensó seguro que era irónico que Jack hubiera muerto justo en aquel lugar, bajo aquellas ramas, mis ramas, donde ella había muerto hacía tantos años.
Sarah se apagó lentamente, como la tarde se apaga, como si fuera una tenue llama, y el aliento la hiciera estremecer hasta borrarla. Ya no me quedaba más dolor en mi salvia blanca.
Ahora, el nuevo inquilino es un hombre corpulento, de piel negra, me estremecí al saber que su nombre era Sam y que le gustaba la jardinería. ¿Por qué el tiempo es tan relativo? Me gustaría decirle a la señora Pierce que tal y como ella esperaba, un hombre llamado Sam de piel oscura, volvió un día, y se sentó en el mismo porche en el que ella consumió su vida. Si hubiera podido llorar lo habría hecho, pero los olmos viejos no lloran, salvo cuando la mañana los cubre de rocío.
Y ví aquel hombre, al otro Sam, remover el suelo con la pala hasta encontrar una vieja caja, de la que sacó unos poemas, que leyó en voz alta, en el porche a la luz de las velas, mientras tomaba una porción de tarta de manzana. “Vida y muerte de Sarah Scott” . “¿Cuánta gente ha pisado este jardín, y que vidas han llevado?”, se preguntaba Sarah. Él conocía a un editor, y se encargaría de hacerle llegar el manuscrito. “Sarah Scott, te harás famosa”, pensó.
Aquello le dio la idea. Abrió un viejo libro de la biblioteca, “Historia de Indiana”. En la primera página, unos trazos infantiles reivindicaban a su propietaria “Mary S.”. Y una nota, escrita mucho después, cuando aquella niña ya habría aprendido a domar su caligrafía “¿Por qué no hay mujeres en este libro?”. Y Sam sonrío, y susurró:
- Yo también sé mucho de eso. Me he sentido siempre ignorado, despreciado, discriminado, pero creo que es hora de salir de detrás de las sombras.
Descorchó una botella de vino, aromatizada con rosas y lavanda, vertió el vino en la copa, y al levantarlo, dejando que la luz del crepúsculo le otorgara un color más oscuro dentro del cristal, pasó varios hojas del libro y el azar quiso que apareciera una fotografía de Abraham Lincoln.
Reconocí en la fotografía la ternura de aquel niño Abraham que tantos años atrás, me habían abrazado, y me sentí conmovido y emocionado.
Y Sam abrió un cuaderno y empezó a escribir “Vida de Abraham Lincoln por Samuel Reddison”. Él siempre había querido escribir, pero nunca, nunca se había atrevido, y ahora que los tiempos estaban cambiando tanto, tal vez tenía una deuda con todos aquellos que habían perdido sus sueños en el camino.
Y yo contemplé la escena a través de mis hojas, que eran como miles de ojos, y pude ver como el jardín volvía a ser lo que había sido un día.
Y casi pude ver al niño Abraham que me colocaba con cuidado en un agüjero hecho con sus manos, en un pequeño jardín, en un lugar llamado Indiana.
Y sonreí al comprender al fin, que el tiempo pasa, y pisa todo a su paso. Sólo quedan los sueños, que revolotean como mariposas en un jardín muerto, hasta que al fin parecen posarse en algún sitio, y se cumplen. Por eso soñar es tan importante.
M.S.