TODOS LOS OJOS

Me eligieron precisamente a mí para el trabajo. A mí, que a menudo me adentraba en la zonas frontera, desde las que, escondido, contemplaba con la mirada perdida el mar o el parque. Eso no se podía hacer en la zona de los privilegiados. Primero, porque no había parques, y segundo, porque nadie lo hacia, y hubiera llamado la atención de forma peligrosa.
Los otros, los marginados, disfrutaban aún del mar que, por momentos, levantaba una brisa fresca que azotaba la cara, aunque las más de las veces devolviera un pestilente hedor a ciénaga. En los distritos donde todavía reinaba la paz gobernada por un poder corrupto vivíamos ordenadamente, en bloques inmensos de pisos-colmena minúsculos. Pero nadie tenía relación con nadie. No había miradas a los ojos. No había caricias ni roces.
Así se había determinado por la Ley deProhibición del Contacto Físico de 2038, aquella ley qe vino a poner orden al caos existente.
 El mundo estaba dividido en zonas, en las que los privilegiados a los que se había marcado con un pasaporte-chip en el cuello, debían vivir sólo para ellos, con la única libertad de poder traspasar la frontera hacia otras zonas, en busca de pequeños pedazos de vida.
 Por supuesto nadie les garantizaba la seguridad, no había policía en aquellas zonas, ni nada parecido a una ley, más allá de la ley del más fuerte. Las zonas fronteras estaban dominados por poderosos grupos encargados de la prostitución y el tráfico de drogas, que eran pagados por el propio gobierno para  garantizar hasta cierto punto la seguridad de los habitantes, pero más allá de las zonas fronteras, en el corazón de las zonas marginales, no había nada, o al menos eso se decía. Por supuesto aquellas tenían un poderoso atractivo, y se decía que eran el refugio de los antiguos soñadores y los poetas. Había quien decía en cambio, que hacía mucho tiempo que habían sido exterminados.
 En mi mundo de privilegiados, donde el el único privilegio era seguir vivo, necesitábamos irremediablemente pedazos de vida ajena para llenar el vacio de la  nuestra. Todos éramos yonquis.  Las zonas fronteras grantizaban sexo y drogas, así como la posibilidad de muerte y la destrucción, que eran también todo hay que decirlo, un poderoso atractivo.
 Para los más cobardes existía la telerrealidad llevada al extremo. Todos los canales de televisión dedicaban gran parte de su programación a la vida en directo. Yo trabajaba de esa industria, como gran parte de la población. Era cámara de televisión, y aún teniendo un rumbo, era consciente de estar completamente perdido. Hacía con mi objetivo lo que no podía con mis ojos, mirar a la gente. Todos con las cabezas agachadas, sin hacer contacto visual. Quizás por eso por mi anhelo de mirar a otras personas, de no sentirme solo, había aceptado el reto de trabajar un nuevo proyecto, un nuevo reality show llamado “todos los ojos”.
Debíamos ser sólo observadores, agazapados como si grabáramos aquellos viejos documentales en la sabana africana, permanecer en un lado de la cámara, sin conmoverse por nada. La consigna principal del trabajo era no intervenir, pero por si acaso, por si las cosas se torcían me entregaron una pistola. La metí en el bolsillo de mi chaqueta y pude comprobar como descompensaba mi peso, y me hacía inclinarme ligeramente a un lado. También me dieron un salvoconducto de clase A añadido a mi pasaporte-chip, que me permitía entrar y salir de donde quisiera y me daba cierta protección, incluso en aquel lugar. De todas formas el hecho de trabajar en un reality me abría muchas puertas, y resultaba apasionante, tanto a un lado como a otro de la frontera.
 Me dieron mi objetivo en una carpeta de color manila: Una foto en blanco y negro de una muchacha. Junto a la foto se adjuntaba el informe previo de una prostituta llamada Justine Basset. Por supuesto era una muchacha muy bonita ya que si no, no hubiera sido seleccionada. Sus rasgos confirmaban el informe de un origen en algún país del este, Rusia al parecer. Tras una primera infancia en un hospicio, había sido adoptada por una pareja inglesa que había muerto en un tiroteo pocos años después. La custodia de Justine pasó a las manos de un tío demasiado afectuoso que cuando se cansó de ella la había dejado en la calle, sin mucho más que su cuerpo.
La particularidad de Justine era su ceguera, provocada por las palizas que había recibido de algún cliente, o quizás de algún desaprensivo que se había aprovechado de la pobre prostituta adolescente tirada en una esquina.
Quizás por ello, pensé yo, le venía bien un protector. La fotografía borrosa de un hombre corpulento, que vigilaba como un perro guardián que todo fuera bien con los clientes. A cambio ella le entregaba una buena parte del dinero que ganaba. Este hombre aparecía en el informe como el Sr. X, ya que el programa no buscaba desenmascarar a ningún criminal, era sencillamente uno de los otros, un señor X cualquiera, que se gobernaba por una ley diferente, y por lo tanto sobre el que no había jurisdicción.
Justine vivía en un piso antiguo, en la zona del puerto. Un distrito frontera. Esos barrios en los que se mezclaban personas de ambos mundos, y que se llenaban de gentes en busca de calmar sus ansias.
La productora había habilitado un piso justo encima del de Justine. Todo estaba perfectamente equipado, lleno de pantallas que no dejaban lugar a ningún punto ciego dentro de su pequeña habitación. Todo estaba lleno de micrófonos, con los que se podría escuchar el latido de corazón de un ratón.
La primera impresión al ver a Justine fue ya intensa, no se como describirla. No me extrañó que la seleccionaran, ya que tenía cierto aire de inocencia, de evasión incluso. Desde la primera noche, noté como me hechizaba, cómo me afectaba.   Era como la luz de una luciérnaga en la noche. Parpadeante y resplandeciente en medio de la oscuridad. Parecía más joven sobre aquella colcha gastada, con una bata raída sobre su pijama. Tras unos momentos de calma, se arrodilló en el suelo, e hizo lo que la vería hacer cada día a partir de entonces. Metió los dedos entre las tablas de la madera, y extrajo una de ellas, bajo la que había una bolsa. De la bolsa de tela oscura de la que la muchacha sacó una caja de madera, que en tiempos seguro había estado recubierta de pintura brillante, pues aún quedaban manchas rojas en la tapa. Cuando abrió aquella caja, la habitación se llenó de música, mientras al compás, una  bailarina diminuta giraba sobre unas zapatillas de ballet. Tal vez, pensé, sólo le quedaba eso de su antigua vida.
Justine se quedó mirando la caja abierta, poniendo sus ojos apagados exactamente allí donde la muñeca giraba. Y entonces, fue la primera vez que escuché su voz como un murmullo,  “A tí, sí te veo”.
Después, mientras la música del lago de los cisnes iba perdiendo velocidad, haciéndose lenta y quebradiza, como ella misma, cerró los ojos y se durmió.
Ese fue mi primer contacto. Nada me hizo borrar de mi mente esa inocencia que descubrí esa noche, esa belleza en medio de la oscuridad. Día tras día, noche tras noche. Verla siempre a merced de cualquier hombre que pudiera pagarla. Yo sólo esperaba ese momento íntimo, el más íntimo de todos, en la que la vería en medio de la noche abrir su caja de música. Me quedaba mirando a la bailarina, y al verla girar, mi corazón también giraba.
Justine bajaba a tientas buscando un muelle cercano, sin perro lazarillo, sin que nadie la ayudara, siempre guiándose con sus manos contra la pared de la calle, llenas de heridas. Yo siempre iba detrás, a distancia, en la furgoneta, fumando un cigarrillo tras otro.
El Sr. X también estaba cerca, vigilando. Me repetía constantemente como un mantra que no podía intervenir, y durante un tiempo no lo hice. Tuve que soportar cada día como el muelle se llenaba de hombres que huían de sus sábanas frías buscando compañía.
La veía a través de la pantalla de las cámaras bajo aquellos cuerpos, y me mordía los labios con fuerza, mi corazón temblaba. Mi corazón ardía. Cada día era diferente, pasaban a recogerla en aquella camioneta, expuesta en el muelle como si fuese el pescado, aún vivo pero agonizante, mientras los marineros y los encorbatados pasaban revista y miraban de arriba a abajo la competencia. La elegían a ella muchas veces. De hecho, siempre. No podía estar en el muelle sin ser ella la elegida. Siempre subía a aquella habitación del hotelucho del muelle, y siempre me tocaba contemplar la misma escena. Bueno, quizás no siempre lo mismo. Cada día era diferente. Cada día aparecía un personaje siniestro. Uno la golpeaba, mientras yo me mordía el labio y me hacía sangre. “No puedes intervenir”, me repetía. Era como si me golpearan a mí. Era como si me humillaran a mí.
 Muchas veces, miraba al suelo, sin poder mirarla a los ojos, y otras acariciaba su imagen en la pantalla. La besaba y le decía que un día, un día conseguiría liberarla. 
Recordé aquellas viejas fotografías antiguas de niños fusilados en cualquier conflicto armado del mundo. En cualquier revuelta. Esos instantes de muerte recogidos por cámaras multipremiadas, y por su parecido, me sentí asqueado.
Una tarde cualquiera, cuando el crepúsculo acariciaba el muelle del puerto, un marinero se interesó por la muchacha, nada más verla fue directo hacia ella. Era un marinero del barco чайка. La saludó en su propio idioma, por lo que supuse que la conocía de otras veces, quizás de su pasado en su país de origen, o quizás por otras veces. Fueron hasta el hotel, juntos. Todas las habitaciones del motel del puerto tenían instaladas cámaras, por lo que pude seguirla como cada día a distancia, incómodamente sentado en la parte de atrás de la furgoneta. La veía como siempre,  callada, dócil y servicial. Sin embargo, por primera vez, levantó la voz, no para discutir,su tono era de ruego, ahogado, un sollozo.  Me quedé quieto esperando la reacción de aquel hombre, que sentado sobre la cama movía la cabeza en señal de negación sin decir poco más que algún monosílabo, que yo no podía interpretar.
No entendía lo que estaba pasando. Pero sentí una sacudida dentro de mí y dejé la furgoneta allí donde estaba y fui corriendo hasta el hotel. Subí por la escalera desvencijada nervioso. El hombre ya se había ido, y tras la puerta sólo escuchaba los sollozos ahogados de Justine. Llamé a la puerta, y noté como los golpes contra aquel material tan poco consistente del que estaba hecha acallaban los sollozos de Justine. No puedes intervenir, no puedes intervenir, me repetía dentro como si fuesen los latidos de mi corazón y aún sabiendo que estaba a punto de hacerlo. Nadie ayuda a nadie. ¿Es que no te acuerdas?
Apenas unos segundos de silencio, y  la puerta se abrió, y allí estaba ella. Por mucho que hubiera hecho zoom sobre su rostro infinidad de veces, nada era comparable a verla tan cerca. Sin poder evitarlo la abracé, y noté como su cuerpo se tensaba y trataba levemente de zafarse de mi abrazo. Sin conseguirlo. !Era tan pequeña entre mis brazos!
Y después, noté como ella se abandonaba al mismo abrazo fundiéndose con mi cuerpo. No, estaba seguro, nunca nadie la había abrazado así. Recuerdo como noté que de sus ojos apagados brotaban lágrimas, a pesar de que su rostro estaba apoyado en uno de mis hombros, con la mirada hacia el suelo. Noté mi camisa algo humedecida por su llanto. Me sentí extraño, como si tuviera un nudo dentro de mí. Entonces le dije aquellas palabras como en susurro “no te preocupes, estoy contigo, siempre estoy contigo,tú no me ves, pero yo te veo, no va a pasarte nada, yo lo arreglaré todo”, y la besé la frente.
Ella me miró, como si en realidad pudiera verme, y sonrió, acariciándome la mejilla, tratando de verme con sus dedos. Sus manos estaban ásperas. No dijo nada, pero cuando me dejó en aquella escalera dispuesta a volver al muelle en busca de clientes miró hacia atrás y sonrió.  Siempre a su lado.
 Tenía la grabación de la conversación que revisaba una y otra vez pero era en ruso, y no sabía ruso, por lo que no podía podía entenderlo. Por la noche, cuando Justine extrajo la tabla del suelo y cogió con sus dedos la caja de música, como hacía cada noche, tenía una sonrisa especial, y entonces dijo:
- Si me oyes, si me ves… debes hacerlo esta noche… él vive en el cuarto distrito hacia el norte, en la calle 8ª , deja el coche en un callejón de atrás. Es el sitio perfecto. Nadie investiga la muerte de nadie, pero menos de un criminal.
Y escribió con lápiz de labios la dirección en un cristal. “Por favor, hazlo esta noche. Si quieres ayudarme, libérame”. Y el zoom cayó en sus ojos.
Así que era eso, Justine le había pedido a aquel hombre enorme, compatriota suyo, que la liberara, a lo que el hombre se había negado. Verla como un animalillo indefenso doblada sobre ella misma, teniendo como único centro del universo su esperanza puesta en un desconocido… ¿cómo podía dejarla desamparada? ¿Quién hubiera tenido corazón para no apretar el gatillo?
 No había tenido deseos de matar a nadie hasta ese momento. Odiaba a aquel hombre que mantenía cautiva a Justine, pero hasta ese momento no había pensado en matarle. Sin embargo en en ese momento nada ni nadie me hubiera persuadido de que no era del todo justicia matarle. Y además estaba el abrazo de Justine, su piel contra la mía. Nunca había sentido un contacto con nadie tan profundo. Algo parecido a lo que debía ser un sentimiento, cuando éstos estaban permitidos. Yo había estado con mujeres, claro, pero aquella inocencia de su piel me había transtornado, convirtiendome en otra persona. Notaba una unión espiritual con ella, como un cordón invisible del que ella tiraba. Comprendí que haría lo que fuera por liberarla, a cualquier precio.
Salí de la casa, y me dirigí a mi furgoneta. La noche era bastante fría y me costó arrancar el coche. Podía haberlo pensado mejor, pero no podía. Tenía que sacar a Julstine de aquel mundo. Pero llevarla a dónde.
Llegué hasta el callejón, y en la oscuridad esperé el momento propicio. ¿Las cosas que pensé en aquellas horas de vigilia? No lo sé. Sé que tenía fija en mi mente tan solo la imagen de Justine, tenía que liberarla. Y cuando al fin apareció el coche del Sr. X y descendió, rocé la pistola que estaba en el bolsillo de la chaqueta, deformado por el peso, y al acercarme vacié el cargador. Fue así de fácil.

Y esa es la historia, la razón por la que han encerrado en este agujero. Un antiguo cine de las afueras convertido en cárcel de seguridad media. Nadie me hubiera condenado por un crimen cometido más allá de las fronteras de mi mundo, pero estaba por alguna rázón lo habían grabado todo. Daba igual que el muerto no le importara a nadie realmente. Daba igual que aquel lugar  tuviera tanta ley como futuro. De hecho, el delito que me imputaron no era asesinato ni homicidio, sino sabotaje de programa de televisión. Y decidieron  que dado que era un caso mediático debían dar ejemplo. Y me encerraron allí, dónde pudiera estar vigilado día y noche, miles de cámaras sobre mí, miles de ojos me perseguían, aunque yo no pudiera verlos.
Al principio, me rebelé, no lo entendía, pero al tiempo lo entendí todo. Repasé mentalmente todas las pruebas que me hicieron antes de acepar el trabajo. Todas las entrevistas. Ellos sabían que me enamoraría de Justine, ¿que me enamoraría? Aún me suena extraño pensarlo. Ellos previeron todo. Por eso me eligieron. Desde el principio era yo el que era perseguido, vigilado, el protagonista de la historia, mientras ellos me observaban, mientras ellos lo grababan todo. Mientras ellos guíaban cada paso que daba. Todo era parte del show.
 ¿Y Justine? No puedo ni imaginar si lo era también parte de aquello o también era una víctima, pero no me importa.
Hace unos días recibí un paquete por correo, una caja de música. Pasé mi mano por la tapa descolorida, y la abrí, dejando que la música de Chaikovski llenara mi pequeña celda. Una pequeña plataforma giraba, pero sobre ella no había ninguna bailarina. Y comprendí, que ella ya no estaba cautiva. Si cierro los ojos, veo su imagen, y en mi mente la veo a ella girar, y pienso “ahora sí te veo”.

M.S.

TODOS LOS OJOS

Me eligieron precisamente a mí para el trabajo. A mí, que a menudo me adentraba en la zonas frontera, desde las que, escondido, contemplaba con la mirada perdida el mar o el parque. Eso no se podía hacer en la zona de los privilegiados. Primero, porque no había parques, y segundo, porque nadie lo hacia, y hubiera llamado la atención de forma peligrosa.
Los otros, los marginados, disfrutaban aún del mar que, por momentos, levantaba una brisa fresca que azotaba la cara, aunque las más de las veces devolviera un pestilente hedor a ciénaga. En los distritos donde todavía reinaba la paz gobernada por un poder corrupto vivíamos ordenadamente, en bloques inmensos de pisos-colmena minúsculos. Pero nadie tenía relación con nadie. No había miradas a los ojos. No había caricias ni roces.
Así se había determinado por la Ley deProhibición del Contacto Físico de 2038, aquella ley qe vino a poner orden al caos existente.
El mundo estaba dividido en zonas, en las que los privilegiados a los que se había marcado con un pasaporte-chip en el cuello, debían vivir sólo para ellos, con la única libertad de poder traspasar la frontera hacia otras zonas, en busca de pequeños pedazos de vida.
Por supuesto nadie les garantizaba la seguridad, no había policía en aquellas zonas, ni nada parecido a una ley, más allá de la ley del más fuerte. Las zonas fronteras estaban dominados por poderosos grupos encargados de la prostitución y el tráfico de drogas, que eran pagados por el propio gobierno para  garantizar hasta cierto punto la seguridad de los habitantes, pero más allá de las zonas fronteras, en el corazón de las zonas marginales, no había nada, o al menos eso se decía. Por supuesto aquellas tenían un poderoso atractivo, y se decía que eran el refugio de los antiguos soñadores y los poetas. Había quien decía en cambio, que hacía mucho tiempo que habían sido exterminados.
En mi mundo de privilegiados, donde el el único privilegio era seguir vivo, necesitábamos irremediablemente pedazos de vida ajena para llenar el vacio de la  nuestra. Todos éramos yonquis.  Las zonas fronteras grantizaban sexo y drogas, así como la posibilidad de muerte y la destrucción, que eran también todo hay que decirlo, un poderoso atractivo.
Para los más cobardes existía la telerrealidad llevada al extremo. Todos los canales de televisión dedicaban gran parte de su programación a la vida en directo. Yo trabajaba de esa industria, como gran parte de la población. Era cámara de televisión, y aún teniendo un rumbo, era consciente de estar completamente perdido. Hacía con mi objetivo lo que no podía con mis ojos, mirar a la gente. Todos con las cabezas agachadas, sin hacer contacto visual. Quizás por eso por mi anhelo de mirar a otras personas, de no sentirme solo, había aceptado el reto de trabajar un nuevo proyecto, un nuevo reality show llamado “todos los ojos”.
Debíamos ser sólo observadores, agazapados como si grabáramos aquellos viejos documentales en la sabana africana, permanecer en un lado de la cámara, sin conmoverse por nada. La consigna principal del trabajo era no intervenir, pero por si acaso, por si las cosas se torcían me entregaron una pistola. La metí en el bolsillo de mi chaqueta y pude comprobar como descompensaba mi peso, y me hacía inclinarme ligeramente a un lado. También me dieron un salvoconducto de clase A añadido a mi pasaporte-chip, que me permitía entrar y salir de donde quisiera y me daba cierta protección, incluso en aquel lugar. De todas formas el hecho de trabajar en un reality me abría muchas puertas, y resultaba apasionante, tanto a un lado como a otro de la frontera.
Me dieron mi objetivo en una carpeta de color manila: Una foto en blanco y negro de una muchacha. Junto a la foto se adjuntaba el informe previo de una prostituta llamada Justine Basset. Por supuesto era una muchacha muy bonita ya que si no, no hubiera sido seleccionada. Sus rasgos confirmaban el informe de un origen en algún país del este, Rusia al parecer. Tras una primera infancia en un hospicio, había sido adoptada por una pareja inglesa que había muerto en un tiroteo pocos años después. La custodia de Justine pasó a las manos de un tío demasiado afectuoso que cuando se cansó de ella la había dejado en la calle, sin mucho más que su cuerpo.
La particularidad de Justine era su ceguera, provocada por las palizas que había recibido de algún cliente, o quizás de algún desaprensivo que se había aprovechado de la pobre prostituta adolescente tirada en una esquina.
Quizás por ello, pensé yo, le venía bien un protector. La fotografía borrosa de un hombre corpulento, que vigilaba como un perro guardián que todo fuera bien con los clientes. A cambio ella le entregaba una buena parte del dinero que ganaba. Este hombre aparecía en el informe como el Sr. X, ya que el programa no buscaba desenmascarar a ningún criminal, era sencillamente uno de los otros, un señor X cualquiera, que se gobernaba por una ley diferente, y por lo tanto sobre el que no había jurisdicción.
Justine vivía en un piso antiguo, en la zona del puerto. Un distrito frontera. Esos barrios en los que se mezclaban personas de ambos mundos, y que se llenaban de gentes en busca de calmar sus ansias.
La productora había habilitado un piso justo encima del de Justine. Todo estaba perfectamente equipado, lleno de pantallas que no dejaban lugar a ningún punto ciego dentro de su pequeña habitación. Todo estaba lleno de micrófonos, con los que se podría escuchar el latido de corazón de un ratón.
La primera impresión al ver a Justine fue ya intensa, no se como describirla. No me extrañó que la seleccionaran, ya que tenía cierto aire de inocencia, de evasión incluso. Desde la primera noche, noté como me hechizaba, cómo me afectaba.   Era como la luz de una luciérnaga en la noche. Parpadeante y resplandeciente en medio de la oscuridad. Parecía más joven sobre aquella colcha gastada, con una bata raída sobre su pijama. Tras unos momentos de calma, se arrodilló en el suelo, e hizo lo que la vería hacer cada día a partir de entonces. Metió los dedos entre las tablas de la madera, y extrajo una de ellas, bajo la que había una bolsa. De la bolsa de tela oscura de la que la muchacha sacó una caja de madera, que en tiempos seguro había estado recubierta de pintura brillante, pues aún quedaban manchas rojas en la tapa. Cuando abrió aquella caja, la habitación se llenó de música, mientras al compás, una  bailarina diminuta giraba sobre unas zapatillas de ballet. Tal vez, pensé, sólo le quedaba eso de su antigua vida.
Justine se quedó mirando la caja abierta, poniendo sus ojos apagados exactamente allí donde la muñeca giraba. Y entonces, fue la primera vez que escuché su voz como un murmullo,  “A tí, sí te veo”.
Después, mientras la música del lago de los cisnes iba perdiendo velocidad, haciéndose lenta y quebradiza, como ella misma, cerró los ojos y se durmió.
Ese fue mi primer contacto. Nada me hizo borrar de mi mente esa inocencia que descubrí esa noche, esa belleza en medio de la oscuridad. Día tras día, noche tras noche. Verla siempre a merced de cualquier hombre que pudiera pagarla. Yo sólo esperaba ese momento íntimo, el más íntimo de todos, en la que la vería en medio de la noche abrir su caja de música. Me quedaba mirando a la bailarina, y al verla girar, mi corazón también giraba.
Justine bajaba a tientas buscando un muelle cercano, sin perro lazarillo, sin que nadie la ayudara, siempre guiándose con sus manos contra la pared de la calle, llenas de heridas. Yo siempre iba detrás, a distancia, en la furgoneta, fumando un cigarrillo tras otro.
El Sr. X también estaba cerca, vigilando. Me repetía constantemente como un mantra que no podía intervenir, y durante un tiempo no lo hice. Tuve que soportar cada día como el muelle se llenaba de hombres que huían de sus sábanas frías buscando compañía.
La veía a través de la pantalla de las cámaras bajo aquellos cuerpos, y me mordía los labios con fuerza, mi corazón temblaba. Mi corazón ardía. Cada día era diferente, pasaban a recogerla en aquella camioneta, expuesta en el muelle como si fuese el pescado, aún vivo pero agonizante, mientras los marineros y los encorbatados pasaban revista y miraban de arriba a abajo la competencia. La elegían a ella muchas veces. De hecho, siempre. No podía estar en el muelle sin ser ella la elegida. Siempre subía a aquella habitación del hotelucho del muelle, y siempre me tocaba contemplar la misma escena. Bueno, quizás no siempre lo mismo. Cada día era diferente. Cada día aparecía un personaje siniestro. Uno la golpeaba, mientras yo me mordía el labio y me hacía sangre. “No puedes intervenir”, me repetía. Era como si me golpearan a mí. Era como si me humillaran a mí.
Muchas veces, miraba al suelo, sin poder mirarla a los ojos, y otras acariciaba su imagen en la pantalla. La besaba y le decía que un día, un día conseguiría liberarla.
Recordé aquellas viejas fotografías antiguas de niños fusilados en cualquier conflicto armado del mundo. En cualquier revuelta. Esos instantes de muerte recogidos por cámaras multipremiadas, y por su parecido, me sentí asqueado.
Una tarde cualquiera, cuando el crepúsculo acariciaba el muelle del puerto, un marinero se interesó por la muchacha, nada más verla fue directo hacia ella. Era un marinero del barco чайка. La saludó en su propio idioma, por lo que supuse que la conocía de otras veces, quizás de su pasado en su país de origen, o quizás por otras veces. Fueron hasta el hotel, juntos. Todas las habitaciones del motel del puerto tenían instaladas cámaras, por lo que pude seguirla como cada día a distancia, incómodamente sentado en la parte de atrás de la furgoneta. La veía como siempre,  callada, dócil y servicial. Sin embargo, por primera vez, levantó la voz, no para discutir,su tono era de ruego, ahogado, un sollozo.  Me quedé quieto esperando la reacción de aquel hombre, que sentado sobre la cama movía la cabeza en señal de negación sin decir poco más que algún monosílabo, que yo no podía interpretar.
No entendía lo que estaba pasando. Pero sentí una sacudida dentro de mí y dejé la furgoneta allí donde estaba y fui corriendo hasta el hotel. Subí por la escalera desvencijada nervioso. El hombre ya se había ido, y tras la puerta sólo escuchaba los sollozos ahogados de Justine. Llamé a la puerta, y noté como los golpes contra aquel material tan poco consistente del que estaba hecha acallaban los sollozos de Justine. No puedes intervenir, no puedes intervenir, me repetía dentro como si fuesen los latidos de mi corazón y aún sabiendo que estaba a punto de hacerlo. Nadie ayuda a nadie. ¿Es que no te acuerdas?
Apenas unos segundos de silencio, y  la puerta se abrió, y allí estaba ella. Por mucho que hubiera hecho zoom sobre su rostro infinidad de veces, nada era comparable a verla tan cerca. Sin poder evitarlo la abracé, y noté como su cuerpo se tensaba y trataba levemente de zafarse de mi abrazo. Sin conseguirlo. !Era tan pequeña entre mis brazos!
Y después, noté como ella se abandonaba al mismo abrazo fundiéndose con mi cuerpo. No, estaba seguro, nunca nadie la había abrazado así. Recuerdo como noté que de sus ojos apagados brotaban lágrimas, a pesar de que su rostro estaba apoyado en uno de mis hombros, con la mirada hacia el suelo. Noté mi camisa algo humedecida por su llanto. Me sentí extraño, como si tuviera un nudo dentro de mí. Entonces le dije aquellas palabras como en susurro “no te preocupes, estoy contigo, siempre estoy contigo,tú no me ves, pero yo te veo, no va a pasarte nada, yo lo arreglaré todo”, y la besé la frente.
Ella me miró, como si en realidad pudiera verme, y sonrió, acariciándome la mejilla, tratando de verme con sus dedos. Sus manos estaban ásperas. No dijo nada, pero cuando me dejó en aquella escalera dispuesta a volver al muelle en busca de clientes miró hacia atrás y sonrió.  Siempre a su lado.
Tenía la grabación de la conversación que revisaba una y otra vez pero era en ruso, y no sabía ruso, por lo que no podía podía entenderlo. Por la noche, cuando Justine extrajo la tabla del suelo y cogió con sus dedos la caja de música, como hacía cada noche, tenía una sonrisa especial, y entonces dijo:
- Si me oyes, si me ves… debes hacerlo esta noche… él vive en el cuarto distrito hacia el norte, en la calle 8ª , deja el coche en un callejón de atrás. Es el sitio perfecto. Nadie investiga la muerte de nadie, pero menos de un criminal.
Y escribió con lápiz de labios la dirección en un cristal. “Por favor, hazlo esta noche. Si quieres ayudarme, libérame”. Y el zoom cayó en sus ojos.
Así que era eso, Justine le había pedido a aquel hombre enorme, compatriota suyo que la liberara, a lo que el hombre se había negado. Verla como un animalillo indefenso doblada sobre ella misma, teniendo como único centro del universo su esperanza puesta en un desconocido… ¿cómo podía dejarla desamparada? ¿Quién hubiera tenido corazón para no apretar el gatillo?
No había tenido deseos de matar a nadie hasta ese momento. Odiaba a aquel hombre que mantenía cautiva a Justine, pero hasta ese momento no había pensado en matarle. Sin embargo en en ese momento nada ni nadie me hubiera persuadido de que no era del todo justicia matarle. Y además estaba el abrazo de Justine, su piel contra la mía. Nunca había sentido un contacto con nadie tan profundo. Algo parecido a lo que debía ser un sentimiento, cuando éstos estaban permitidos. Yo había estado con mujeres, claro, pero aquella inocencia de su piel me había transtornado, convirtiendome en otra persona. Notaba una unión espiritual con ella, como un cordón invisible del que ella tiraba. Comprendí que haría lo que fuera por liberarla, a cualquier precio.
Salí de la casa, y me dirigí a mi furgoneta. La noche era bastante fría y me costó arrancar el coche. Podía haberlo pensado mejor, pero no podía. Tenía que sacar a Julstine de aquel mundo. Pero llevarla a dónde.
Llegué hasta el callejón, y en la oscuridad esperé el momento propicio. ¿Las cosas que pensé en aquellas horas de vigilia? No lo sé. Sé que tenía fija en mi mente tan solo la imagen de Justine, tenía que liberarla. Y cuando al fin apareció el coche del Sr. X y descendió, rocé la pistola que estaba en el bolsillo de la chaqueta, deformado por el peso, y al acercarme vacié el cargador. Fue así de fácil.

Y esa es la historia, la razón por la que han encerrado en este agujero. Un antiguo cine de las afueras convertido en cárcel de seguridad media. Nadie me hubiera condenado por un crimen cometido más allá de las fronteras de mi mundo, pero estaba por alguna rázón lo habían grabado todo. Daba igual que el muerto no le importara a nadie realmente. Daba igual que aquel lugar  tuviera tanta ley como futuro. De hecho, el delito que me imputaron no era asesinato ni homicidio, sino sabotaje de programa de televisión. Y decidieron  que dado que era un caso mediático debían dar ejemplo. Y me encerraron allí, dónde pudiera estar vigilado día y noche, miles de cámaras sobre mí, miles de ojos me perseguían, aunque yo no pudiera verlos.
Al principio, me rebelé, no lo entendía, pero al tiempo lo entendí todo. Repasé mentalmente todas las pruebas que me hicieron antes de acepar el trabajo. Todas las entrevistas. Ellos sabían que me enamoraría de Justine, ¿que me enamoraría? Aún me suena extraño pensarlo. Ellos previeron todo. Por eso me eligieron. Desde el principio era yo el que era perseguido, vigilado, el protagonista de la historia, mientras ellos me observaban, mientras ellos lo grababan todo. Mientras ellos guíaban cada paso que daba. Todo era parte del show.
¿Y Justine? No puedo ni imaginar si lo era también parte de aquello o también era una víctima, pero no me importa.
Hace unos días recibí un paquete por correo, una caja de música. Pasé mi mano por la tapa descolorida, y la abrí, dejando que la música de Chaikovski llenara mi pequeña celda. Una pequeña plataforma giraba, pero sobre ella no había ninguna bailarina. Y comprendí, que ella ya no estaba cautiva. Si cierro los ojos, veo su imagen, y en mi mente la veo a ella girar, y pienso “ahora sí te veo”.

M.S.