AYER, EN EL ARCHIVO DE LAS PALABRAS QUE NO IMPORTAN

Ayer, en el Archivo de las Palabras que no Importan encontré tu nombre, como una certeza que te atrapa y ya nunca te suelta. Había llegado allí después de una eternidad esperando junto a los muros infranqueables de la fortaleza que se abriera una grieta lo suficientemente gruesa para permitirme entrar y rescatarte, devolviéndote más allá de las fronteras donde habitan para siempre los recuerdos.
Conocía las normas que existían para que el portón se abriera:
-No estar vivo.
-Que nadie vivo pudiera recordarme.
-Que tuviera alguna cuenta pendiente con el Olvido.
Quizás no era un candidato para entrar, pues hice cosas que pudieran ser recordadas, aunque como soldado sin nombre no había sido más que un trazo escrito a lápiz en una página de la historia del mundo, perfectamente borrable. Sólo un canto rodado arrojado por las olas contra un muro.
Finalmente alguna piedra pareció moverse, dejándome entrar por un hueco, y una vez dentro no fue difícil robar un uniforme que me confundiera con el resto. Los Olvidados son gente apática, que muchas veces abrazaron el Olvido voluntariamente, por lo que rara vez reaccionan. El lado malo es que tampoco existe amistad o compañerismo, nadie necesita nada. No traté de buscarte allí dentro, sabía que para liberarte sólo existía una llave, debía encontrar tus palabras.
Me entregué al trabajo de buscar en la arena, metiendo las manos hasta el fondo. Buscar entre los papeles rotos que el tiempo fue amontonando y tratar de encajarlos, como si tú fueras un puzzle que debían reconstruir mis manos.
Recordaba tu caligrafía que evocaba a cada instante, pero no encontraba correspondencia entre todos aquellos fragmentos embarrados y pisoteados después de tanto tiempo. Llegué a pensar que no lo conseguiría. Fui excavando como si fuese tu tumba. Mis uñas estaban negras, y mi mente enloquecida. Te encontraré me decía, te devolveré a la vida.
Al fin, encontré tu nombre escrito. Encontré aquel fragmento con tu letra que me acompañó toda mi vida. Y a partir de ahí, empezaron a surgir las palabras y empezaron a encajar los versos.
Y empecé a ver fragmentos de tu imagen frente a mí, entrelíneas. Radiante y hermosa, aunque aún desdibujada, como si yo fuera un escultor que con mi mente te modelaba.
Estabas apoyada en el muro. Leyendo en voz alta, anhelante, soñadora, con los ojos cerrados, con las puntas de tu pelo agitado por el viento, el resto retenido por tu gorro rojo de lana.
Hablabas de una rosa roja, perfecta y hermosa, crecida en mitad del cemento. Y yo no podía pensar más que entre aquellos muros tú eras la rosa, tan distinta a los tuyos.
Claro está que tú no me mirabas, yo era un soldado. Era un enemigo, y bien te habían dicho que de mi y de todo lo mío, te alejaras.
La noche preparó la coartada. Penetré dentro de tu mundo como los otros, invadiéndolo con nuestras armas. Tanta gente que estaba escondida, poco después muerta en una esquina, acribillada.
Yo temblaba, no quería mirar hacía tu ventana. Sabía que una mirada serviría para condenarte. Y cuando te vi escondida, abrazada a tus cuadernos como un pajarillo asustado, me quedé paralizado. Quise apartar la mirada, pero no pude. Llevaste tu dedo a los labios suplicando mi silencio, pero ellos, los otros, te encontraron.
Al verte rodeada, asustada, entre gemidos rasgaste tus palabras, rasgaste tu legado para que no pudieran robarte lo que más amabas, y sobre un lecho de palabras te llevaron a rastras. Pensé que me moría cada vez que alguien te empujaba ¿Pero qué podía hacer yo? Da igual, el caso es que no hice nada.
Me guardé en la chaqueta un fragmento con tu nombre pisoteado por las botas de un soldado, el resto quedó embarrado y muerto, olvidado por siempre en el gueto.
Acaricié dulcemente mi tesoro, como si fuera una parte de ti, y de esa forma nunca estuve más cerca de rozarte que en aquel momento, en el que escuchaba tus gemidos y acariciaba tu nombre por ti misma escrito.
Ayer, cuando encontré tu manuscrito fragmentado, noté más ligeras las cadenas, como si no me rozaran. ¿Olvidaste también tus cadenas? No creo que pudieras olvidarlas.
Recuerdo como escribías “libertad” en la arena del patio, al modo de los antiguos cazadores prehistóricos que otorgaban cualidades mágicas a lo que plasmaban en sus cuevas. ¿A dónde van las palabras que lleva el mar? ¿A dónde los susurros perdidos entre las hojas de un bosque? Pensé entonces que si las palabras muertas llegaran a algún sitio existiría una historia del mundo paralela, y en esa historia, tal vez quien sabe si todo podría tener un final distinto.
Y así busque en cada rincón del mundo y más allá del mundo. Si existe un lugar, un castillo errante donde se amontone aquello que se ha perdido. Donde las almas olvidadas descansen esperando ser recordadas, si existe ese lugar, ese lugar será mi destino.
Entonces pude ver con claridad, aquellas palabras nunca leídas, escritas con los dedos en la arena de Auschwitz.
- Ayúdame, por favor, ayúdame- Imploraste.
Mientras, yo tenía tu nombre guardado en mi bolsillo. La guerra terminará pronto. Será liberada.
Pero me engañaba.
La última noche desperté en mitad de una pesadilla, el aire era demasiado pesado y no era fácil respirar. Más allá del cristal de la ventana la niebla era densa, mezclada con las almas de los cuerpos que se amontonaban.
Allí te vi, aún hermosa, pero tirada en el cemento como una rosa marchitada. Muy pronto allí sólo quedarían cenizas y olor a carne quemada.
Y al fin hoy, en el Archivo de las Palabras que no Importan completé la última pieza y al hacerlo, pude ayudarte a salir de aquella niebla.
Allí estabas, tal y como te recordaba, tan perfecta. Y supe que en algún lugar, al otro lado de este mundo, más allá de las fronteras, alguien pronto encontraría tus manuscritos y serías redescubierta.
Te volví a ver un instante, con toda tu luz, tal y como juré que te recordaría.
- Debes prepararte para partir- te dije con lágrimas en los ojos, apartando mi mirada, aún sabiendo que aquella sería la última vez que te vería, pesaba más la vergüenza en la balanza.
Me miraste confusa, te llevaste el dedo a los labios, suplicando mi silencio, como en aquel otro momento, y entonces, escuché tus palabras como un eco mientras se apagaban:
- Vendrás conmigo,- me dijiste- ¿Es que aún no lo entiendes? Si debo ser recordada es por ti, porque tú siempre fuiste la rosa.

 M.S.

BIENVENIDO A OLVIDO

Llegó a Olvido el niño y nadie le dijo que era un recuerdo olvidado porque a nadie vio. Aquel parque con cemento en el suelo era el mundo entero. No recordaba nada antes, ni nada después. La piel rugosa del balón naranja contra sus dedos infantiles, y Lucy que llegaba una vez más con los ojos llorosos.
 
-          Me marcho esta tarde, no volveremos a vernos. Pero quiero que me recuerdes, y que guardes esto- le dijo entre sollozos la niña, poniendo en sus manos una canción, una partitura. – ahora es tuya, y recuerda que la música lo puede todo. Recuerda que igual que las notas se elevan del pentagrama, se expanden y llenan el aire, si los dos nos rodeamos de música volaremos alto, y nos encontraremos. Y ya nunca nos separaremos.
 
Un pequeño beso. Una despedida con la cara mojada por el llanto. Y el mundo se paró. Se paró la música, ahogada por el silencio. Y sonó la canción de amor.
 
Aun no lo sabía, pero aquel beso salado, aquella despedida que le atormentó al principio, que se le clavó como una aguja, cicatrizó.
En algún lugar de la mente, la llave giró en su cerradura, con un suave chirrido. Ya nunca saldría Lucy, ya nunca escucharía su voz.
 
A partir de ese instante, Lucy viviría sí, pero viviría muy lejos, y tendría otra vida, y al mismo tiempo viviría en el Olvido noche y día. Día y noche, en aquella  eterna despedida.
 
En otro lugar, más allá de la puerta cerrada, más allá de las murallas de la memoria, allí dónde las cosas son recordadas, un hombre anciano postrado en su cama, descansa. Los ojos cerrados hacia sus recuerdos. A su alrededor tubos, cables, le conectan todavía con el mundo. Igual que los pentagramas mantienen viva la melodía, los cables mantienen el ritmo de su corazón.
 
Y mientras, los dos niños en el cemento viajan por un túnel del tiempo, y navegan por esos cables recorriendo cada rincón de su cuerpo.
 
De nuevo se oyen golpes a lo lejos, el latido del corazón se confunde con el balón del niño golpeando el cemento gris. Los dedos contra la piel rugosa, naranja. Se oye el golpe del balón, y como un eco, los golpes de su corazón. Es como un ritmo, una canción.
 
El hombre mira la luz brillante a su alrededor, y al fondo ve al niño pequeño. ¿Era él mismo ese muchacho cubierto de pecas? ¿Ese muchacho de pelo rojizo? A penas podía recordar nada. Algunos detalles que iban y venían, y le golpeaban la cabeza.
 
Con un balón en sus manos, ese recuerdo debe ser anterior a todo. “¿Existió una vida anterior a la música? ¿Antes de que sus notas ahogaran cualquier otra voz?”
 
Y entonces, en esa realidad borrosa se da cuenta de que el niño no está solo. Una niña con los ojos tapados con sus finos dedos, oculta sus lágrimas. Ahora lo recuerda. “¿No es esa Lucy? ¡Cómo podría haber olvidado este momento!”
Y la niña se quita las manos de la cara, y el anciano se quita el velo que le cubre la memoria.
 
- Te juro, Lucy- le dijo el niño- que seré famoso, vendrán de todo el mundo a escuchar mi música. Pondrán mi nombre a calles y a plazas, e incluso a este parque, que será para siempre el nuestro. La música nos unirá de nuevo. Cuando sea famoso, ¿volverás a mí?
 
Pero la vida tenía notas discordantes. Y fue girando en su órbita de aplausos y de gloria. Los años se sucedieron, las canas plateadas hicieron brillar su rojo pelo. Y la música acalló el sonido de su corazón y lo envolvió de silencio.
 
¿Acaso no había sido Lucy su musa inconsciente? ¿Aquella que le había susurrado notas en el corazón? Aquella melodía que le regaló. Esa cancioncilla infantil, que creía recordar, y empezó a tararear el anciano en aquella fría habitación de hospital. Aquellas notas escritas de forma nerviosa por una niña tantos años atrás, en una partitura que olvidó en algún lugar.
 
Pero no había nadie que le cogiera la mano, nadie que le escuchara aquel último susurro, aquella última melodía. Estaba sólo. Sólo era una marioneta que mantenían con vida aquellos cables, aquellos hilos.
 Esa melodía que fue la primera. ¿Cómo empezaba aquella canción de amor…?
 ”Viviré eternamente en tu recuerdo, y pensaré en ti, y te echaré de menos…”
 
“¿Qué fue de ti, pequeña musa de ojos verdes? ¿Acaso volviste a mí? ¡Cuanto brillo, cuanto resplandor hay en tu recuerdo más incluso que en una canción! Temo que volvieras a mi, y que no supiera verte de nuevo”.
 
Y ahora él contempla con los ojos cerrados el momento más importante de su vida, sin recordar nada más. Fuera, la prensa espera, quizá impaciente. Están deseando volver a sus casas. El día es frío detrás de las ventanas. Llenarán los periódicos de noticias que muy pronto serán olvidadas. “Sólo la música pervive, Lucy, mi pequeña niña”.
Ahora, en las brumas eternas que le envuelven sólo brillan las lágrimas de Lucy, pequeñas semicorcheas en el viento, pequeñas estrellas en el cielo. Y ya no existe la música, sólo el latido de su corazón, Y se lleva las manos al pecho, y busca el corazón que late con fuerza en su interior.
 
Pero se da cuenta de que no hay ningún sonido. Que los latidos son los golpes del balón. Del balón naranja contra el cemento gris. La única música que queda allí.

M.S.