Espejos

Y dicen que es tu reflejo
lo que ves ante tus ojos,
pero no es más
que lo que tus ojos quieren ver.
Y piensas que lo bonito
es ese cuerpo en la marquesina,
pero no es más
que lo que quieren que pienses.
Y crees que ese número rojo sobre ese papel
te define como persona,
pero no es más
que lo que nos han enseñado a creer.
Y sientes que no vales.
Sientes que no eres suficiente.
Te haces pequeña.
Quieres desaparecer…
Pero no es más
que lo que tú misma te has permitido sentir.
No dejes que te digan cómo ser,
qué creer,
qué pensar.
Es hora de volar.
Volar libres.

“Guía de comunicación no sexista”

Instituto Cervantes, Guía de Comunicación no sexista. Primera edición, talleres gráficos de Top Printer Plus, S.L.L (Móstoles, Madrid): Editorial Aguilar, Santillana Ediciones Generales, S.L., 2011. 260 páginas, ISBN: 978-84-03-10203-3.

La Guía de Comunicación no Sexista ha sido escrita por el Instituto Cervantes, una institución pública creada por España en 1991 para la enseñanza y promoción de la lengua española, así como para la difusión de la cultura hispanoamericana y española. Hay centros de la institución por los cinco continentes, algunas de sus sedes se encuentran en Madrid y en el lugar de nacimiento de Miguel de Cervantes, Alcalá de Henares.

Como su propio nombre indica, este libro es una guía que presenta alternativas dentro de nuestro lenguaje para una comunicación que no sea sexista. Como guía, no tiene ningún hilo argumental, de hecho, se puede saltar de capítulo según el que más interese. Su objetivo principal es aconsejar sobre diferentes alternativas para que la comunicación no apoye la sociedad sexista que aún no se ha resuelto. El Instituto Cervantes sostiene que el lenguaje es reflejo de la sociedad que habitamos, por ello, crea esta guía para que se empiecen a utilizar otros recursos a los comunes y de esa manera avanzar hacia una sociedad no sexista. Además, este libro da otras alternativas distintas a, por ejemplo, el desdoblamiento o la barra inclinada, que son los más utilizados por los preocupados por una sociedad no sexista, pero no siempre los más adecuados al contexto.

El libro cuenta con cuatro partes en las que explica las distintas posibilidades de comunicación al referirse a un conjunto de personas formado por hombres y mujeres en los diferentes niveles del lenguaje. La primera parte, “género y sexismo lingüístico en el nivel gramatical”, aporta en primer lugar las características teóricas del genérico en castellano, así como explica el uso del masculino genérico, cuándo es normativo utilizarlo y cuándo se puede omitir. Lo más interesante de esta primera parte es ver cómo no siempre el masculino genérico hace una distinción sexista entre géneros y cómo, cuando si sucede, se puede evitar usando otras alternativas como el desdoblamiento, pronombres relativos que no presentan cambios de género o incluso cambiar el orden de las palabras dándole prioridad al femenino. Para concluir, en esta primera parte hace especial referencia a la importancia de la concordancia del artículo, sin bien es posible la reducción del mismo, es conveniente prestar atención a esa concordancia.
En la segunda parte, “género y sexismo en el nivel léxico-semántico”, da alternativas a aquellos términos que, por tradición, tienen su genérico en masculino como el genérico “hombre” o ciertas profesiones. Como una alternativa posible, destaca la utilización de sustantivos colectivos o abstractos. Es importante prestar atención a esta parte, explica el Instituto Cervantes que, a o largo de la historia, es cierto que algunas profesiones eran llevadas a cabo casi exclusivamente por hombres y que, hasta hace más bien poco tiempo, muchas de ellas no eran realizadas por mujeres y al revés. Algunas de estas profesiones pueden ser “médico”, “azafata”, “concejal”, etc. Aquí explica la feminización del término masculino, así como la masculinización del sustantivo femenino. Sostiene que se deben utilizar términos como “médica”, “azafato” o, incluso, “matrón” ya que la nuestra es una lengua viva y, como tal, poco a poco nosotros mismos hacemos la lengua y se van estandarizando términos según evolucionamos, por ello que el lenguaje sea reflejo de la sociedad en la que habitamos. No obstante, en esta parte también incluye aquellos sustantivos comunes en cuanto al género como los compuestos o los que aluden a la persona que toca un instrumento, para estos sostiene que se debe utilizar el articulo correspondiente al género de la persona a la que se refiere. Para terminar, a lo largo de esta parte el libro hace notar que, algunos términos que son posibles de emplear, la Academia de la Lengua no los ha aceptado aún, lo que hace más evidente que la lengua no es solo una norma escrita sobre el papel, sino un instrumento que las personas utilizan para comunicarse y que, como tal, debe reflejar las necesidades de las mismas.
La tercera parte, “género y sexismo en el discurso”, está dedicada a todas las alternativas posibles para hacer de un discurso, sea del ámbito que sea, un texto sin evidencias de sexismo. En primer lugar comenta los diferentes fenómenos dentro del discurso que pueden ser sexistas, aquí hace hincapié en que “el sexismo no está en el lenguaje, sino en la persona” (pág. 111) , es decir, el castellano tiene recursos suficientes para que la comunicación no sea sexista y que, si no se utilizan, es por voluntad propia o desconocimiento. Continúa con una serie de criterios para la naturalidad del discurso y, sobre todo, la coherencia del mismo. Es en esta parte donde más destaca la pertinencia o no del desdoblamiento (dependiendo del contexto y de la longitud del mensaje) y las varias alternativas que existen al masculino genérico. Por último, considera realmente importante los distintos ámbitos del discurso y las diferentes recomendaciones para cada uno. Por ejemplo, en el ámbito de la educación es importante realizar una comunicación no sexista tanto en el material didáctico como en el discurso del profesorado, ya que, el principio para conseguir, tanto una sociedad como una comunicación no sexistas, reside en la educación. De la misma manera, proporciona recomendaciones para un buen discurso en el ámbito de los actos sociales públicos, algo muy actual por todos los discursos de políticos que se escuchan casi diariamente. Es interesante en esta parte cómo, para hacer evidente en qué consiste un buen discurso no sexista, incluye ejemplos de discursos reales que realizaron importantes personajes de nuestra sociedad.
En la cuarta y última parte, “género y sexismo a través de la imagen”, se explica que la comunicación abarca más allá de la gramática, la sintaxis, los discursos orales y escritos, etc. También se da comunicación y también puede ser sexista a través de la imagen, por ello dedica esta parte a una serie de estrategias para un trato más igualitario. Primero destaca la importancia de que exista una conexión entre lenguaje e imagen, entre mensaje verbal y no verbal y que, ambos, reflejen una igualdad entre los personajes que aparezcan. Así mismo dedica un capítulo a los estereotipos y roles, destacando la necesidad de un trato igualitario en el ámbito social y profesional, académico y educativo, así como, sobre todo, en la publicidad. Gran parte de la comunicación sexista viene dada por la cantidad de anuncios que se proyectan, por ello, el Instituto Cervantes considera que es más que necesario que aquí se proporcione un trato igualitario entre productos y personajes de los anuncios, evitando unos estereotipos y roles que han perseguido a la sociedad a lo largo de su historia.
Para terminar, me ha resultado interesante como, al final del libro, incluyen un anexo con un listado de oficios, profesiones y cargos relacionados con todo tipo de ámbitos, reflejando los posibles términos en masculino y femenino de los mismos, por ejemplo “música-músico”, “sastre-sastra”, “abad-abadesa”, “edil-edila”, etc.

Lo más interesante de esta guía es que, a partir de la propia lengua, proporciona un gran número de alternativas. Es decir, afirma que no es necesario inventarse nuevas fórmulas para construir un lenguaje no sexista, sino que dentro del propio castellano existen distintos recursos que hacen posible la comunicación y el trato igualitario entre géneros. Pone el acento en temas como la importancia del contexto, de la concordancia entre artículo, sustantivo y adjetivo, la utilización correcta de las profesiones, la naturalidad a la hora de utilizar recursos no sexistas y la importancia de prestar un poco de atención a esas alternativas para colaborar en una comunicación más igualitaria. 
La defensa del castellano, de que el hablante hace a la lengua y no solo la habla y de que una comunicación no sexista es posible, son algunas de las características de esta guía. Es sencilla, está estructurada y puede ser útil en cualquier momento que se necesite consultar una situación o un contexto determinado y qué es posible utilizar en cada caso. Es un tema mucho más grande que solo el desdoblamiento o inventarse un genérico utilizando la “x” (todxs*), abarca una serie de recomendaciones más que suficientes para un lenguaje correcto e igualitario. Al ser una Institución que defiende y difunde la lengua castellana, no se sale de las normas de la misma, es decir, no propone soluciones incorrectas gramaticalmente e intenta hacer natural el uso de las que si lo son. También es cierto que, algunos de estos recursos que propone la guía, puedan resultar confusos, extraños o complicados de utilizar. Quizá esto sea tan solo por no estar acostumbrado a su uso, si desde pequeños enseñan a utilizar un masculino genérico y, por ejemplo, un uso generalizado de “hombre”, es más complicado a la hora de usar términos distintos (que no nuevos) para las mismas expresiones u oraciones.
Por todo ello considero que esta guía es muy útil, porque no solo atiende a la norma, sino que también proporciona un uso natural, teniendo en cuenta los distintos contextos y la evolución de la sociedad, de una comunicación no sexista. Prestar un poco más de atención a la hora de comunicarnos, utilizar un lenguaje no sexista, es solo el principio para conseguir una sociedad que trate de la misma manera a hombres y a mujeres.

No lo queremos ver

He llegado a la conclusión de que el egoísmo ha invadido nuestra sociedad. Vivimos felices en nuestra pequeña burbuja que abarca tan solo nuestros seres más cercanos. Mientras que esa burbuja no se dañe, nos da igual que, día tras día, la burbuja de otra persona se rompa.
Este intento de metáfora viene porque no acabo de entender qué es lo que tiene que pasar más para que veamos que no ha dejado de existir esa sociedad machista que hemos creado, ¿o es que no lo queremos ver?
Todos los días, sino en nuestra propia piel, en la de una amiga, prima, hermana… vemos como volvemos con miedo a casa de noche, somos juzgadas por nuestra forma de vestir, de pensar… Pasamos por alto cosas bajo frases como: “¿no queríais libertad de expresión? pues podrán deciros lo que quieran por la calle”, “vas muy fresca, tápate”, “si es que si vais provocando normal que os pasen cosas”, “si yo estoy a favor de la igualdad , pero no puedes negar que hombres y mujeres son diferentes”.
Y no es solo eso, no es que entres gratis en las discotecas solo por ser mujer o que los hombres te digan por la calle cuatro burradas, es lo que estamos enseñando a nuestros niños, a los más pequeños de las familias, esos que aprenden la mayor parte de las cosas por imitación.

El otro día salía de trabajar y, esperando un semáforo, alguien me dio un azote en el culo. Con toda mi rabia me giré para gritar al baboso, pero para mi sorpresa vi ante mis ojos a tres niños de unos diez años y uno de ellos que salía corriendo. Sin saber que decir, sin palabras, volví a girarme y entonces, otro azote. Ya muy enfadada me giré gritando y vi a los mismos niños que salían corriendo mientras me hacían burla.
No se muy bien explicaros qué es lo que pensé en ese momento, estaba completamente alucinada. Solo sentí que ya no solo tenía que estar pendiente de los hombres, sino también de los niños. Muchos diréis algo así como: “¡qué graciosos!”, “no te puedes enfadar, son niños nada más, no lo hacen con ninguna intención”.
Pero yo os planteo una pregunta, ¿os imagináis a una niña de diez años (o de los que sean) tocándole descaradamente el culo a un hombre por la calle, alguna vez os ha pasado, serían capaces?.
Si la respuesta es no, no se qué más tiene que pasar para que veáis la sociedad en la que vivimos. Vivir sin querer ver está muy bien, pero no dejemos que nuestros niños y niñas vivan todas las situaciones a las que nos enfrentamos nosotras, pero también vosotros, no lo olvidéis. El feminismo es para ellas y ellos.

No lo queremos ver

He llegado a la conclusión de que el egoísmo ha invadido nuestra sociedad. Vivimos felices en nuestra pequeña burbuja que abarca tan solo nuestros seres más cercanos. Mientras que esa burbuja no se dañe, nos da igual que, día tras día, la burbuja de otra persona se rompa.
Este intento de metáfora viene porque no acabo de entender qué más tiene que pasar para que veamos que no ha dejado de existir esa sociedad machista que hemos creado, ¿o es que no lo queremos ver?.
Todos los días, sino en nuestra propia piel, en la de una amiga, prima, hermana… vemos cómo volvemos con miedo a casa de noche, somos juzgadas por nuestra forma de vestir, de pensar… Pasamos por alto situaciones bajo frases como: “¿no queríais libertad de expresión? pues podrán decir lo que quieran por la calle”, “vas muy fresca, tápate”, “si es que si vais provocando normal que os pasen cosas”, “si yo estoy a favor de la igualdad , pero no puedes negar que hombres y mujeres son diferentes”.
Y no es solo eso, no es que entres gratis en las discotecas solo por ser mujer o que los hombres te digan por la calle cuatro burradas, es lo que estamos enseñando a nuestros niños, a los más pequeños de las familias, esos que aprenden la mayor parte de las cosas por imitación.

El otro día salía de trabajar y, esperando un semáforo, alguien me dio un azote en el culo. Con toda mi rabia me giré para gritar al baboso, pero para mi sorpresa vi ante mis ojos a tres niños de unos diez años y uno de ellos que salía corriendo. Sin saber que decir, sin palabras, volví a girarme y entonces, otro azote. Ya muy enfadada me giré gritando y vi a los mismos niños que salían corriendo mientras me hacían burla.
No se muy bien explicar qué es lo que pensé en ese momento, estaba completamente alucinada. Solo sentí que ya no solo tenía que estar pendiente de los hombres, sino también de los niños. Muchos diréis algo así como: “¡qué graciosos!”, “no te puedes enfadar, son niños nada más, no lo hacen con ninguna intención”.
Pero yo os planteo una pregunta, ¿os imagináis a una niña de diez años (o de los que sean) tocándole descaradamente el culo a un hombre por la calle, alguna vez os ha pasado, serían capaces?.
Si la respuesta es no, no se qué más tiene que pasar para que veáis la sociedad en la que vivimos. Vivir sin querer ver está muy bien, pero no dejemos que nuestros niños y niñas vivan todas las situaciones a las que nos enfrentamos nosotras, pero también vosotros, no lo olvidéis. El feminismo es para ellas y ellos.

Miedo al miedo

¿Qué es el miedo?
Pienso que es algo que se adquiere, que te viene de golpe y por evitar un mal mayor intentas dominarlo y te acomodas. Es cómodo no hablarlo ni intentar solucionarlo si la única consecuencia aparente es una rabieta de vez en cuando o un mal rato, pero es solo eso, una consecuencia aparente.
Es difícil saber cuando llega, cuando se pone todo del revés, patas arriba. Es más bien un proceso, alimentado por adoptar esa postura cómoda que no trae problemas, evitar, ponernos límites.
Pero tener miedo al miedo es una sensación incómoda, que te chupa la energía y te agota, como los dementores, no te deja avanzar ni cumplir tus sueños.
Cuando aparecen esas preguntas, ¿a qué tienes miedo? ¿qué es lo que puede pasar?, realmente no se bien que contestar, no es algo concreto que se pueda decir sin más como “tengo miedo a las arañas”.
Es más complicado que eso, o quizá no, quizá somos nosotros los que lo hacemos más complicado de lo que es, los que cerramos la puerta y dejamos bien controlado nuestro miedo, evitando enfrentarnos a él. Quizá lo ideal sería abrir esa puerta, todas las ventanas y dejarlo ir, echarlo de nuestras vidas porque ¿para qué tener miedo a algo que todavía no ha pasado? ¿para qué tener miedo a un miedo que aún no ha llegado?
No todo se puede controlar, a veces, casi siempre, es mejor dejarse llevar, y si nos asusta alguno de esos miedos simplemente lo enfrentamos, porque hay que darse cuenta que es más divertido vivir sin miedo que vivir evitando un miedo que ni siquiera nos ha asustado aún.
Entonces, ¿cómo lo enfrentamos? ¿cómo enfrentar algo que ni siquiera ha llegado? Son preguntas que suenan absurdas en mi cabeza, si no ha llegado lo primero que debería hacer es esperar a que llegue si es que llega. Entonces, ¿para qué intentar controlarlo todo? ¿para qué anticiparlo todo? Son esas preguntas, esas acciones, las que me hacen tener ese miedo a un miedo que todavía no me ha asustado y que probablemente no me asuste porque, cuanto más positivo pienses, mejor saldrán las cosas. Así que, consiste tan solo en respirar, hacer las cosas pequeñitas, preguntarse “¿qué es lo peor que puede pasar?” y si la respuesta no incluye un trágico accidente mortal, entonces no es tan malo y no hay por qué temerlo, solo lo vivimos.

Miedo al miedo

¿Qué es el miedo?
Pienso que es algo que se adquiere, que te viene de golpe y por evitar un mal mayor intentas dominarlo y te acomodas. Es cómodo no hablarlo ni intentar solucionarlo si la única consecuencia aparente es una rabieta de vez en cuando o un mal rato, pero es solo eso, una consecuencia aparente.
Es difícil saber cuando llega, cuando se pone todo del revés, patas arriba. Es más bien un proceso, alimentado por adoptar esa postura cómoda que no trae problemas, evitar, ponernos límites.
Pero tener miedo al miedo es una sensación incómoda, que te chupa la energía y te agota, como los dementores, no te deja avanzar ni cumplir tus sueños.
Cuando aparecen esas preguntas, ¿a qué tienes miedo? ¿qué es lo que puede pasar?, realmente no se bien que contestar, no es algo concreto que se pueda decir sin más como “tengo miedo a las arañas”.
Es más complicado que eso, o quizá no, quizá somos nosotros los que lo hacemos más complicado de lo que es, los que cerramos la puerta y dejamos bien controlado nuestro miedo, evitando enfrentarnos a él. Quizá lo ideal sería abrir esa puerta, todas las ventanas y dejarlo ir, echarlo de nuestras vidas porque ¿para qué tener miedo a algo que todavía no ha pasado? ¿para qué tener miedo a un miedo que aún no ha llegado?
No todo se puede controlar, a veces, casi siempre, es mejor dejarse llevar, y si nos asusta alguno de esos miedos simplemente lo enfrentamos, porque hay que darse cuenta que es más divertido vivir sin miedo que vivir evitando un miedo que ni siquiera nos ha asustado aún.
Entonces, ¿cómo lo enfrentamos? ¿cómo enfrentar algo que ni siquiera ha llegado? Son preguntas que suenan absurdas en mi cabeza, si no ha llegado lo primero que debería hacer es esperar a que llegue si es que llega. Entonces, ¿para qué intentar controlarlo todo? ¿para qué anticiparlo todo? Son esas preguntas, esas acciones, las que me hacen tener ese miedo a un miedo que todavía no me ha asustado y que probablemente no me asuste porque, cuanto más positivo pienses, mejor saldrán las cosas. Así que, consiste tan solo en respirar, hacer las cosas pequeñitas, preguntarse “¿qué es lo peor que puede pasar?” y si la respuesta no incluye un trágico accidente mortal, entonces no es tan malo y no hay por qué temerlo, solo lo vivimos.

“Broma de chiquillos”

Como todas las mañanas me levanté, me duché, desayuné y salí por la puerta. Solo que esa mañana no era como una cualquiera, aquella mañana empezaba mi primer año de instituto. Si, esa época en la que no se es ni pequeño ni mayor, pero hay que aparentar ser muy mayor.
Mi nuevo instituto era muy grande y yo no estaba acostumbrada a ver tantos compañeros en una clase, tantos profesores, tantas clases…
Cuando llegamos a aquel edifico tan grande, nos juntaron en uno de los salones de actos a todos los nuevos para darnos la bienvenida y nos fueron llamando uno por uno para asignarnos clase. Cuando dijeron mi nombre, me levanté con una sonrisa de oreja a oreja y fui directa a mi nueva clase, 1ºA.
No todos mis compañeros eran caras nuevas, algunos venían conmigo de mi colegio de primaria, éramos unos treinta en clase, más chicos que chicas, y teníamos un profesor por asignatura, toda una novedad.
Al terminar el día, mi madre nos esperaba a mi y a mi hermana en el cruce que quedaba en frente del instituto, me encantaba que viniese a buscarnos a la salida, el instituto estaba cerca de casa y el camino de vuelta se hacía mucho más entretenido yendo las tres. Le contábamos todas las novedades mientras comíamos, la cantidad de gente que había, nuestros profesores, las clases nuevas…todo.
Esa noche me fui a dormir muy contenta, todos los cambios que íbamos a experimentar me hacían una ilusión tremenda pero, sobre todo, me encantaba la idea de poder hacer nuevos amigos.

A medida que avanzaban los días me daba cuenta de que aprender cosas nuevas me encantaba, los estudios no suponían un problema para mi y los sacaba sin dificultad. Sin embargo, sentía que hacer amigos era un trabajo de chinos, allí la gente rechazaba a muchos por el simple hecho de ser diferentes. De un día para otro, que tu madre o padre te fuese a buscar a la hora de comer no era guay, las mochilas de ruedas ya no molaban y algo tan natural como manchar la camiseta de sudor era motivo de mofa. De un día para otro, el objetivo principal ya no era pasárselo bien y jugar con tus amigos, si no fijarte en qué chico te parecía guapo, criticar a la chica que intentara quitarte a “tu chico” y decir muchas, muchas palabrotas. Eran muchas cosas a tener en cuenta para poder encajar en una clase en la que todos estábamos en igualdad de condiciones, o eso pensaba yo.
Había un chico en mi clase que empezó a acercarse a mi, que me pedía “salir”, ser novios:
- ¿Quieres salir conmigo?- solía preguntarme.
- No gracias, es que no me gustas- era mi respuesta habitual.
La verdad que por aquel entonces el concepto que yo tenía de “novios” era el de darse la manita de vez en cuando y el resto del tiempo cada uno a lo suyo, pero aún así, ese chico no me gustaba. A la tercera o cuarta vez que tuve que responder, dejó de preguntarme.
Llegó el final del curso y las notas fueron muy buenas, además, me eché una “mejor” amiga y conseguí llevarme bastante bien con todos mis compañeros.

El segundo curso del instituto se presentó con muy buenas expectativas, me sentía una veterana, mucho más cómoda entrando por la puerta, subiendo las escaleras, viendo las caras de aquellos que llegaban nuevos.
Según avanzábamos, sin embargo, empezamos a darnos cuenta de que había muchas cosas de aquel centro que dejaban mucho que desear. Mi hermana tuvo serios problemas con su profesora de matemáticas, ¿por qué siempre las matemáticas?.
En cuanto a mi, el chico que me quería como novia siguió insistiendo, y yo seguía diciéndole amablemente que no.
Un día me llegó un mensaje al móvil de un número que no conocía: “kieres salir cnmigo???”, no contesté. Al rato me llegó otro del mismo número: “sbes kien soi???”, tampoco contesté. No necesitaba preguntar quién era para saberlo, sabía perfectamente quien era, lo que no sabía era cómo había conseguido mi número de teléfono.
Al día siguiente le pregunté a mi compañero quién le había dado mi número de teléfono y por qué no paraba de mandarme mensajes:
- Pero, ¿quieres o no quieres?- fue su respuesta.
Al repetirle de nuevo que no, no quería ser su novia, entonces se enfadó mucho y empezó a gritarme que yo era una “puta” que venía de una familia de “putas” donde mi hermana era “puta”, mi madre también y hasta mi abuela era “puta”.
Me quedé paralizada, era el primer día que me insultaban de esa manera y descubrí el daño que podían llegar a hacerme unas pocas palabras en unos pocos segundos y todo por decir “no”.
Al acabar aquel día nefasto, tenía que volver sola a casa y, durante el camino, este chico vino conmigo con la excusa de que tenía que ir a un sitio cerca de donde yo vivía. Sin embargo, cuando llegamos a mi calle, en lugar de irse por su camino, fue hasta mi portal detrás de mi haciendo caso omiso a mis peticiones de que me dejara en paz, vio mi porta y mi piso, cuando entré, al fin se marchó. Todo lo hacía como si fuese tan natural que me hacía pensar que estaba paranoica por sentirme incómoda e intimidada.
El viernes de esa misma semana a eso de las diez y media de la noche alguien llamó al telefonillo:
- Es un compañero de clase que pregunta por ti- me dijo mi madre.
Cuando me puse al telefonillo aquella voz hizo que se me revolviera el estómago:
- ¿Sabes quién soy?
- Si- respondí asustada.
- ¿Bajas a darme un besito?- se escucharon risitas al otro lado del aparato.
Colgué el telefonillo de golpe y le dije a mi madre quién era y lo qué quería, salimos al portal a ver si estaba, pero se había ido..
Empecé a ir con miedo al instituto, miedo a ser insultada, miedo a que alguien se riera de mi, miedo a decir que no.

Un día la profesora de lengua no vino a clase y nadie puso un sustituto, así que estábamos solos unos veinticinco niños de catorce años. Yo tenía que ir al baño porque necesitaba cambiarme, hacía poco que me había venido la regla y era toda una novedad para mi y un tema tabú para todos. Mientras iba al baño vi que este chico venía detrás de mi y, como ya me había seguido una vez, le pregunté desconfiada que dónde iba, el respondió que al baño y no le di más vueltas.
Entonces todo empezó a ir a cámara rápida en mi cabeza, cuando estaba en la cabina del baño, desnuda de cintura para abajo, escuché una voz, esa voz: “Hola, ¿qué haces ahí?”, “¡Huy que mayor que te ha bajado la regla!”, “¿necesitas ayuda?”.
Me asusté tanto que no podía ni subirme los pantalones, miraba todo el rato las rendijas de arriba y abajo de la puerta:
- ¡¿Qué hacéis?! ¡Dejad de grabar!- gritó de repente una compañera desde fuera.
Me quedé paralizada, de repente todo se quedó inmóvil, en silencio, ¿qué habían grabado? ¿quién más estaba en el baño? ¿por qué querrían grabarme?…
No era posible que hubiesen pasado tantas cosas en lo que yo pensaba que eran cinco minutos. Se dejaron de oír voces, así que cogí todo el aire que pude, me subí los pantalones y abrí la puerta despacio por si seguían ahí.
Cuando salí al pasillo me esperaba otra reacción completamente diferente a lo que pasó, a nadie pareció importarle lo que acababa de pasar, todo eran risas. Uno de los chicos, el que grababa, me cogió al salir y me sentó en sus piernas mientras se reía con el otro y me decían que era una broma, que no dijera nada… para mi, toda esa situación estaba pasando ajena a mi, como en un sueño.
Fue tan impactante que no pude contar nada a nadie ese día, ni al siguiente, ni al otro…
Pasado un tiempo lo conté en casa, lo conté como una anécdota, sin pararme mucho en los detalles, como quien cuenta que se tropezó con una piedra. Mi madre si le dio la importancia que tenía, fue cuando me di cuenta que no era un simple tropiezo y que consiguieron hacerme pequeña, destructible, débil.
Para intentar solucionar algo, mi madre habló con la tutora de la clase, que se quedó perpleja con la historia y habló con el chico, pero él negaba todo continuamente. Al enterarse de que lo había contado en el instituto borraron el vídeo y me pidieron grabar otro donde no se viera nada, ¿así que algo se veía? Fue lo que pasó por mi mente en aquel momento. La verdad que yo me sentía completamente fuera de toda esa situación, en un mundo paralelo donde cada vez era más y más pequeña.
Mientras todo esto sucedía a mi alrededor, mis compañeros, sobre todo compañeras, se habían dedicado a recoger firmas en mi contra por “haberme chivado” de sus amigos, no llegaron muy lejos porque mi hermana rompió el papelito en cuanto le pidieron firmar.
El tema pasó a la directora, pero no quiso saber nada de mi, no quiso que le contara la historia, no quiso saber por qué un niño me había estado acosando durante dos años, no quiso saber por qué grababan en su centro donde supuestamente estaba prohibido, no quería saber nada. Solo les pidió a los chicos el vídeo, pero como no lo tenían se fueron como habían llegado, sin castigos, ni expulsiones, nada.
Al año siguiente dejamos ese instituto y olvidé aquella pequeña “broma de chiquillos”.

Cuanto más cerca del 10, mejor.

Mayo de 2016 se ha terminado, ese mes que, junto con Enero, han sido tantas veces comentados, nos hemos quejado de ellos, hemos deseado que se pasaran rápido… Y es que, esos dos meses son los que hacen que me plantee varias cuestiones.
Cuatro meses de clases, de trabajos, de estrés, de enfados, de fiestas… se resumen en un día, en tres horas, en un examen. Te lo juegas todo a pura suerte.
Muchas personas dicen que si has estudiado apruebas, que es la única manera de evaluación, que la evaluación continua no sirve para nada, que si suspende más de la mitad de la clase sigue siendo culpa del alumnado por vago, que no hay otra manera de sacarse un título que haciendo exámenes una y otra vez.
Unos exámenes que consisten en demostrar la capacidad que tienes de retener información. Información que ha ido contándote a lo largo del cuatrimestre un profesor o profesora que no paraba de hablar delante de ti mientras tú pensabas en todo menos en las palabras que salían de su boca.
Una vez mi madre me dijo que el sistema educativo era bulímico y tenía toda la razón. Retienes durante dos días (como máximo) toda la información que has ido recuperando de esa persona que hablaba sin parar delante de ti, para luego soltarla en el examen como si vomitaras para no volverte a acordar posiblemente nunca.
Hablamos mucho de cambiar el sistema, pero realmente la mayoría no son capaces de concebir un sistema educativo sin exámenes, sin mejores ni peores, sin clases magistrales que consisten en soltar información, sin niños sentados sin moverse, sin hablar… Estamos tan acostumbrados a “en clase no se hablar”, “nos se come chicle”, “guarda el móvil o te lo quito”, “estate quieto”, “tenéis que sacar buenas notas para la media”, “hay que ir a la universidad”, “hay que hacer bachillerato”…
Deberíamos centrarnos más en aprender que en memorizar, en clases prácticas con asignaturas que nos sirvan para aplicarlas realmente cuando salgamos ahí fuera que en exprimir al alumnado durante un mes para conseguir esa ansiada media, ese número, porque al final somos un número que, cuanto más cerca del diez, mejor.
Y es que, aunque me queden cinco años de carrera, tengo la sensación de que lo único que voy a tener es un papel que diga que tengo un doble grado maravilloso. ¿Y luego qué? ¿Cómo lo hago? ¿Qué hago?.

Cuanto más cerca del 10, mejor.

Mayo de 2016 se ha terminado, ese mes que, junto con Enero, han sido tantas veces comentados, nos hemos quejado de ellos, hemos deseado que se pasaran rápido… Y es que, esos dos meses son los que hacen que me plantee varias cuestiones.
Cuatro meses de clases, de trabajos, de estrés, de enfados, de fiestas… se resumen en un día, en tres horas, en un examen. Te lo juegas todo a pura suerte.
Muchas personas dicen que si has estudiado apruebas, que es la única manera de evaluación, que la evaluación continua no sirve para nada, que si suspende más de la mitad de la clase sigue siendo culpa del alumnado por vago, que no hay otra manera de sacarse un título que haciendo exámenes una y otra vez.
Unos exámenes que consisten en demostrar la capacidad que tienes de retener información. Información que ha ido contándote a lo largo del cuatrimestre un profesor o profesora que no paraba de hablar delante de ti mientras tú pensabas en todo menos en las palabras que salían de su boca.
Una vez mi madre me dijo que el sistema educativo era bulímico y tenía toda la razón. Retienes durante dos días (como máximo) toda la información que has ido recuperando de esa persona que hablaba sin parar delante de ti, para luego soltarla en el examen como si vomitaras para no volverte a acordar posiblemente nunca.
Hablamos mucho de cambiar el sistema, pero realmente la mayoría no son capaces de concebir un sistema educativo sin exámenes, sin mejores ni peores, sin clases magistrales que consisten en soltar información, sin niños sentados sin moverse, sin hablar… Estamos tan acostumbrados a “en clase no se hablar”, “nos se come chicle”, “guarda el móvil o te lo quito”, “estate quieto”, “tenéis que sacar buenas notas para la media”, “hay que ir a la universidad”, “hay que hacer bachillerato”…
Deberíamos centrarnos más en aprender que en memorizar, en clases prácticas con asignaturas que nos sirvan para aplicarlas realmente cuando salgamos ahí fuera que en exprimir al alumnado durante un mes para conseguir esa ansiada media, ese número, porque al final somos un número que, cuanto más cerca del diez, mejor.
Y es que, aunque me queden cinco años de carrera, tengo la sensación de que lo único que voy a tener es un papel que diga que tengo un doble grado maravilloso. ¿Y luego qué? ¿Cómo lo hago? ¿Qué hago?.

Decidimos

El principal problema de nuestra sociedad es que hemos malentendido el término “feminismo”. Le hemos atribuido un significado de inferioridad respecto a importancia, consideramos que es un tema exclusivamente de la mujer y hemos decidido que, el machismo, micromachismos y lenguaje sexista, no son para tanto.

El primer paso que debemos dar para empezar un verdadero cambio es asumir y aceptar la situación en la que nos encontramos, no solo basta con decir que la mujer se encuentra en inferioridad en relación al hombre, escandalizarnos cada vez que vemos la cifra de asesinatos machistas y poner un puño morado en nuestro perfil de Facebook el 8 de Marzo. Todo eso está muy bien, si también decidimos cambiar situaciones de nuestro día a día.

Uno de los problemas importantes hoy en día es el tema que abarca el lenguaje, hemos decidido hablar tan sumamente bien que no nos damos cuenta del verdadero significado de algunas palabras y expresiones. Nos preocupamos tanto por no cometer errores ortográficos, léxicos y morfosintácticos teniendo en cuenta nuestra academia de la lengua que nos hemos olvidado de respetar y no ofender a la persona que tenemos al lado. Cambiar o, mejor dicho, evolucionar nuestra manera de hablar y nuestra lengua no solo dejaría de perjudicar a la mujer sino también al hombre, y eso es algo que tampoco recordamos. El término feminismo busca una igualdad entre ambos géneros, no la superioridad de uno solo, no busca hacer pasar a la sociedad por otra situación igual pero al revés.

Cuando empleamos palabras como “marica”, “llorica”, “nenaza”, “calientapollas”, “puta” y todos sus sinónimos, etc., o expresiones como “hay que ayudar a mamá en la cocina”, “vas provocando así vestida”, “eres una fresca/guarra”, “papá es que trabaja mucho y vuelve muy cansado”, etc., estamos asumiendo unos roles antiguos y culturales que, si no aceptamos, no cambiaremos jamás. No se trata de cambiar las normas lingüísticas, se trata de hablar de forma diferente, de emplear otras palabras que consigan mantener una igualdad entre ambos géneros para que “nenaza” no sea un insulto y “puta” sirva solo como sinónimo de prostituta, para que usemos un neutro verdaderamente neutro, para que nunca más tengamos que sentirnos inferiores cuando se refieran a todas las personas con un neutro en masculino.

Por ello el lenguaje es tan importante, por eso cargos públicos han empezado a utilizar el masculino y femenino cuando se refieres a todas las personas. Sin embargo, esto no quiere decir que la solución sea desdoblar todas las palabras del diccionario, pero si es un comienzo para evolucionar un lenguaje que tradicional y culturalmente ha infravalorado y desprestigiado a la mujer por el simple hecho de ser mujer.