El niño estaba en el fondo de un oscuro pozo, llorando, muerto de frío. Le castañeaban los dientes. Tenía la ropa empapada por su propio vómito. Pero dejémosle unos momentos. Dejemos una chincheta sujetando el instante, y movamos las manillas del reloj hacia atrás, para entender cómo los finos hilos del azar tejen el destino.
Burdeos. Sur de Francia. El paisaje estaba lleno de hermosos viñedos. Olor a rosas. Una nueva fiesta en el Chateaux. Gente encorbatada. Trajes oscuros.
El niño entornó la puerta, pensando que tal vez podría llegar al jarrón de extrañas figuras que había en el salón sin que toda esa gente reparara en él. Como era bajito, incluso para su edad, no sería difícil. En la escuela siempre le llamaban enano. “Tengo que esconder el gomitao” se dijo. Cada vez llamaba con más insistencia a su boca, desde las profundidades de su estómago.
En el salón había un jarrón lo suficientemente grande como para guardar la pasta naranja. Pero el salón estaba lleno de gente extraña. Es que estaba harto de que la casa se llenara de toda esa gente. Todos se empeñaban en pellizcarle la cara, y en alborotarle el pelo. Mientras su madre siempre le regañaba por todo. “Tienes que portarte bien”, le decía. Siempre se reducía todo a que se portara bien. El problema era que no sabía cuando se estaba portando bien y cuando se portaba mal. Siempre escuchaba que era un niño “poblemático”.
Su madre. La buscó con la mirada entre toda esa gente del salón. Y la encontró en un rincón, riendo ruidosamente, siempre reía así cuando había invitados, pero cuando no había nadie nunca lo hacía. De hecho, nunca sonreía.
Salió al jardín, pasó por debajo de la verja. Y ahí estaba rodeado de viñedos. Qué mal se encontraba. “Si pudiera hacer un agujero, y esconderlo dentro…”, se dijo.
Cecilia estaba harta de aquellas fiestas de su marido. Se aburría enormemente, aunque no lo parecía. Su sonrisa forzada, sus ojos pintados, el carmín rojo en sus labios. Había ido a la peluquería y había supervisado personalmente la cena. Y ella misma había hecho su especialidad, mejillones al curry. Y lo había hecho pensando que por fin, era la última vez que cocinaba para su marido, y para toda esa gente. Mejillones, vino blanco, curry…
Lo tenía todo preparado, y Fran la recogería junto a la carretera a las diez y cuarto, justo durante el discurso siempre aburrido de su marido. Las palmaditas en la espalda de los unos a los otros. Los brindis con los vinos. Las catas. Antes de que los cristales de las copas tintinearan por todo el Chateaux. Lo que empezó con un brindis por los novios, terminaría con ese otro brindis.
Desde el principio siempre pensó que se equivocaba al aceptar la proposición de matrimonio. En realidad no le amaba, nunca le amó. Y había aceptado la proposición de enterrarse en vida en el campo, con él. Y luego el niño. El pequeño niño que siempre le recordaba con los rasgos mezclados de ambos el error que había cometido.
Las maletas las había dejado en el jardín, escondidas, tan solo esperando que ella las recogiera, y atravesara los apenas trescientos metros desde la verja del viñedo hasta la puerta del Chateaux donde Fran la rescataría de una vida insípida, en la que los días se sucedían uno a uno sin descansar, sin tregua, y sin ninguna emoción o sobresalto.
No miraría atrás. Como si pudiera pudieran enterrar una vida entera. Enterrarla en el olvido para siempre. ¡Cómo se había equivocado!, ahora lo sabía. Sabía que era un alma inquieta, y que no podía amar a Jean Claude, porque ya lo había intentado. Lo había intentado durante años. Y ahora, debía huir en la noche como si fuera un ladrón. Huía en la noche, llevándose consigo como botín, su propia vida.
Hablaba con la gente como si fuera una sonámbula. Las palabras iban y venían, pero Cecilia sólo pensaba en su liberación. En Fran. Entró en la cocina un segundo tratando de reponerse entre tanta falsedad y entonces lo vio. El taburete apoyado contra la encimera, y sobre ella, la fuente de mejillones al curry, según la receta tradicional de su abuela. “Hazlos con cariño, le había dicho, y tu vida será una balsa de aceite”. Y lo había sido. Pero quien hubiera dicho que una balsa de aceite no podía también hundirse hasta el mismo fondo del olvido. Era el plato perfecto para acompañar al vino blanco.
Ese año su aroma era insuperable. En aquel lugar, lo único que tenía sabor era el vino.
Las conchas estaban rebañadas, no quedaba a penas carne. El taburete acusaba claramente al niño. Ese mocoso siempre haciendo de las suyas. Le tenía que haber enviado a un internado, era pequeño, difícil. Antes de irse para siempre le iba a regañar tanto, que el niño recordaría siempre a su madre como una mujer regañona, vestida con un vestido de negra seda.
El niño en el jardín vio a lo lejos el pozo. Sólo tenía que levantar la tapa, e inclinarse. Y además, así, nadie descubriría que se había comido todos los mejillones.
Así se inclinó sobre el pozo y empezó a vomitar, con tanta fuerza, que no pudo evitar caerse detrás, y hasta el fondo del pozo.
Cecilia salió al jardín llamado al niño, pero nadie respondía. Su carroza de cristal esperaría hasta las diez y cuarto, tan solo. Junto a la carretera. Fran le había dicho “ni un minuto más te esperaré, princesa. Si no estás me marcharé sin tí, y nunca más nos veremos”. Y ahora ese niño “¿dónde se había metido?”. ¡Iba a matarlo! El reloj parecía resonar con fuerza en su cabeza. Eran ya diez toques. Era el momento. Y ella escuchaba a penas un sollozo a lo lejos.
Salió a los viñedos, levantando la verja. Ese olor a rosas que ya tenía metido dentro. Cómo lo odiaba porque era falso, era mentira. Tardes en el viñedo, con el sol regalando sus últimos rayos, y Jean Claude a su lado. Y Jean Claude sin saber a penas que ella existía. Sin mirarla, sin abrazarla, sin preguntarle si necesitaba algo para hacer de su vida algo diferente a una vida indiferente, insípida, y carente de significado
Fran. Fran era un buen hombre. Había venido a vendimiar. Y desde el principio Cecilia se permitió ciertos coqueteos. ¡Qué importaba ya lo que pudiera ocurrir! Jean Claude no sabía amarla, si es que todavía la amaba. Besos en el olvido. Una buena cosecha se preparaba, todos lo sabían. Y Cecilia sonreía por dentro, porque por una vez se sentía viva. “Sí que sería una buena cosecha, por fin”. Ahora todos esos recuerdos aparecieron atormentándola. Chateaux Clement, ¿por qué?. “Fran vino para salvarme, para liberarme, como en los cuentos”. Como los cuentos que nunca había leído al niño. A su hijo.
Llamó corriendo a Jean Claude, que empezaba su discurso “mis queridos invitados, esta noche es una noche de celebración. Es una noche especial porque cada nueva cosecha lo es…”. Cecilia le cortó.
- Jean Claude, hay un problema, el niño está en el pozo
- ¿Qué dices?
- Han sido los mejillones
Y el niño estaba en el pozo, y ese era el momento. Un pequeño imperdible. Un pequeño apunte en su vida. Una anécdota tal vez insignificante. Llamaron a los bomberos, y mientras esperaban, los minutos se clavaban en el alma de Cecilia. Tenía un nudo en el estómago. “El niño está bien, márchate”, se decía. Pero sus pies no la obedecían. “Fran se irá sin mí, le perderé. ¿Cuándo tendré una nueva oportunidad de huir?”. Miraba a Jean Claude y ya no sabía lo que debía hacer…
“Los malditos mejillones, por esto es por lo que decía mi abuela que la vida sería una balsa de aceite? Nunca pasará nada, en mi vida nunca pasará nada”, gritaba en silencio desde las profundidades de su alma. Mientras, todos a su alrededor, la miraban. “Que gran mujer”. “Qué gran madre”. “Que entereza”. Los pensamientos se cruzaban atravesando el viento.
Toda esa gente. Trajes oscuros. Mentes idénticas, arrojando idénticas preguntas. “¿Un descuido?”. “Con los niños pequeños, ya se sabe”. “Ese niño es un mal bicho”. Pero era sólo un niño. Un niño pequeño. Un pequeño niño.
Ya nada podía hacerse. Las diez y media pasadas. Fran se habría marchado. ¡Cuántos años iguales a éste, al anterior! Cuantas fiestas en el jardín, cuantas sonrisas y caricias falsas vendrían después de esa noche. ¡Cuánto sacrificio, cuanta resignación!. “Igual que mi madre. Igual que mi abuela. Es como los mejillones, la receta tradicional de la familia, compuesta por miedo, y unas gotas de autocompasión, ¿por qué no de veneno?”.
Al niño le sacaron a las doce en punto. Asustado. Temblando. Las manos arañadas de tratar de escalar por las duras piedras que resbalaban. “Me portaré bien, mamá. Te lo prometo”. Le había dicho al mismísimo silencio.
Salió del agujero negro, del pozo cubierto por una repugnante capa naranja, y un olor a curry casi insoportable. Descompuesto. Ese fue su segundo nacimiento y el verdadero. Y cómo la primera vez, le pusieron en brazos de su madre, de Cecilia.
Otro niño quedó atrapado para siempre en la oscuridad del pozo, con la cabeza inclinada hacia atrás, mirando la escena desde abajo. Mientras André era abrazado fuertemente por su madre, que le limpiaba con sus lágrimas, sin dejarle espacio a penas para respirar, manchándose el precioso vestido negro de seda de esa pasta naranja fluorescente.
Y en el ambiente flotaba el insistente olor de las rosas, que casi ocultaba el fuerte olor a curry de la receta tradicional de la familia.
M.S.