MEJILLONES AL CURRY

El niño estaba en el fondo de un oscuro pozo, llorando, muerto de frío. Le castañeaban los dientes. Tenía la ropa empapada por su propio vómito. Pero dejémosle unos momentos. Dejemos una chincheta sujetando el instante, y  movamos las manillas del reloj hacia atrás, para entender cómo los finos hilos del azar tejen el destino.

Burdeos. Sur de Francia. El paisaje estaba lleno de hermosos viñedos. Olor a rosas. Una nueva fiesta en el Chateaux. Gente encorbatada. Trajes oscuros.
El niño entornó la puerta, pensando que tal vez podría llegar al jarrón de extrañas figuras que había en el salón sin que toda esa gente reparara en él. Como era bajito, incluso para su edad, no sería difícil. En la escuela siempre le llamaban enano. “Tengo que esconder el gomitao” se dijo. Cada vez llamaba con más insistencia a su boca, desde las profundidades de su estómago.
En el salón había un jarrón lo suficientemente grande como para guardar la pasta naranja. Pero el salón estaba lleno de gente extraña. Es que estaba harto de que la casa se llenara de toda esa gente. Todos se empeñaban en pellizcarle la cara, y en alborotarle el pelo. Mientras su madre siempre le regañaba por todo. “Tienes que portarte bien”, le decía. Siempre se reducía todo a que se portara bien. El problema era que no sabía cuando se estaba portando bien y cuando se portaba mal. Siempre escuchaba que era un niño “poblemático”.
 
Su madre. La buscó con la mirada entre toda esa gente del salón. Y la encontró en un rincón, riendo ruidosamente, siempre reía así cuando había invitados, pero cuando no había nadie nunca lo hacía. De hecho, nunca sonreía.
Salió al jardín, pasó por debajo de la verja. Y ahí estaba rodeado de viñedos. Qué mal se encontraba. “Si pudiera hacer un agujero, y esconderlo dentro…”, se dijo.
Cecilia estaba harta de aquellas fiestas de su marido. Se aburría enormemente, aunque no lo parecía. Su sonrisa forzada, sus ojos pintados, el carmín rojo en sus labios. Había ido a la peluquería y había supervisado personalmente la cena. Y ella misma había hecho su especialidad, mejillones al curry. Y lo había hecho pensando que por fin, era la última vez que cocinaba para su marido, y para toda esa gente. Mejillones, vino blanco, curry…
Lo tenía todo preparado, y Fran la recogería junto a la carretera a las diez y cuarto, justo durante el discurso siempre aburrido de su marido. Las palmaditas en la espalda de los unos a los otros. Los brindis con los vinos. Las catas. Antes de que los cristales de las copas tintinearan por todo el Chateaux. Lo que empezó con un brindis por los novios, terminaría con ese otro brindis.
Desde el principio siempre pensó que se equivocaba al aceptar la proposición de matrimonio. En realidad no le amaba, nunca le amó. Y había aceptado la proposición de enterrarse en vida en el campo, con él. Y luego el niño. El pequeño niño que siempre le recordaba con los rasgos mezclados de ambos el error que había cometido.
Las maletas las había dejado en el jardín, escondidas, tan solo esperando que ella las recogiera, y atravesara los apenas trescientos metros desde la verja del viñedo hasta la puerta del Chateaux donde Fran la rescataría de una vida insípida, en la que los días se sucedían uno a uno sin descansar, sin tregua, y sin ninguna emoción o sobresalto.
No miraría atrás. Como si pudiera pudieran enterrar una vida entera. Enterrarla en el olvido para siempre. ¡Cómo se había equivocado!, ahora lo sabía. Sabía que era un alma inquieta, y que no podía amar a Jean Claude, porque ya lo había intentado. Lo había intentado durante años.  Y ahora, debía huir en la noche como si fuera un ladrón. Huía en la noche, llevándose consigo como botín, su propia vida.
Hablaba con la gente como si fuera una sonámbula. Las palabras iban y venían, pero Cecilia sólo pensaba en su liberación. En Fran. Entró en la cocina un segundo tratando de reponerse entre tanta falsedad y entonces lo vio. El taburete apoyado contra la encimera, y sobre ella, la fuente de mejillones al curry, según la receta tradicional de su abuela. “Hazlos con cariño, le había dicho, y tu vida será una balsa de aceite”. Y lo había sido. Pero quien hubiera dicho que una balsa de aceite no podía también hundirse hasta el mismo fondo del olvido. Era el plato perfecto para acompañar al vino blanco.
Ese año su aroma era insuperable. En aquel lugar, lo único que tenía sabor era el vino.
Las conchas estaban rebañadas, no quedaba a penas carne. El taburete acusaba claramente al niño. Ese mocoso siempre haciendo de las suyas. Le tenía que haber enviado a un internado, era pequeño, difícil. Antes de irse para siempre le iba a regañar tanto, que el niño recordaría siempre a su madre como una mujer regañona, vestida con un vestido de negra seda.
El niño en el jardín vio a lo lejos el pozo. Sólo tenía que levantar la tapa, e inclinarse. Y además, así, nadie descubriría que se había comido todos los mejillones.
Así se inclinó sobre el pozo y empezó a vomitar, con tanta fuerza, que no pudo evitar caerse detrás, y hasta el fondo del pozo.
Cecilia salió al jardín llamado al niño, pero nadie respondía. Su carroza de cristal esperaría hasta las diez y cuarto, tan solo. Junto a la carretera. Fran le había dicho “ni un minuto más te esperaré, princesa. Si no estás me marcharé sin tí, y nunca más nos veremos”. Y ahora ese niño “¿dónde se había metido?”. ¡Iba a matarlo! El reloj parecía resonar con fuerza en su cabeza. Eran ya diez toques. Era el momento. Y ella escuchaba a penas un sollozo a lo lejos.
Salió a los viñedos, levantando la verja. Ese olor a rosas que ya tenía metido dentro. Cómo lo odiaba porque era falso, era mentira. Tardes en el viñedo, con el sol regalando sus últimos rayos, y Jean Claude a su lado. Y Jean Claude sin saber a penas que ella existía. Sin mirarla, sin abrazarla, sin preguntarle si necesitaba algo para hacer de su vida algo diferente a una vida indiferente, insípida, y carente de significado
Fran. Fran era un buen hombre. Había venido a vendimiar. Y desde el principio Cecilia se permitió ciertos coqueteos. ¡Qué importaba ya lo que pudiera ocurrir! Jean Claude no sabía amarla, si es que todavía la amaba. Besos en el olvido. Una buena cosecha se preparaba, todos lo sabían. Y Cecilia sonreía por dentro, porque por una vez se sentía viva. “Sí que sería una buena cosecha, por fin”. Ahora todos esos recuerdos aparecieron atormentándola. Chateaux Clement, ¿por qué?. “Fran vino para salvarme, para liberarme, como en los cuentos”. Como los cuentos que nunca había leído al niño. A su hijo.
  Llamó corriendo a Jean Claude, que empezaba su discurso “mis queridos invitados, esta noche es una noche de celebración. Es una noche especial porque cada nueva cosecha lo es…”. Cecilia le cortó.
- Jean Claude, hay un problema, el niño está en el pozo
-  ¿Qué dices?
- Han sido los mejillones
  Y el niño estaba en el pozo, y ese era el momento. Un pequeño imperdible. Un pequeño apunte en su vida. Una anécdota tal vez insignificante. Llamaron a los bomberos, y mientras esperaban, los minutos se clavaban en el alma de Cecilia. Tenía un nudo en el estómago. “El niño está bien, márchate”, se decía. Pero sus pies no la obedecían. “Fran se irá sin mí, le perderé. ¿Cuándo tendré una nueva oportunidad de huir?”. Miraba a Jean Claude y ya no sabía lo que debía hacer…
“Los malditos mejillones, por esto es por lo que decía mi abuela que la vida sería una balsa de aceite? Nunca pasará nada, en mi vida nunca pasará nada”, gritaba en silencio desde las profundidades de su alma. Mientras, todos a su alrededor, la miraban. “Que gran mujer”. “Qué gran madre”.  “Que entereza”. Los pensamientos se cruzaban atravesando el viento.
Toda esa gente. Trajes oscuros. Mentes idénticas, arrojando idénticas preguntas. “¿Un descuido?”. “Con los niños pequeños, ya se sabe”. “Ese niño es un mal bicho”. Pero era sólo un niño. Un niño pequeño. Un pequeño niño.
Ya nada podía hacerse. Las diez y media pasadas. Fran se habría marchado. ¡Cuántos años iguales a éste, al anterior! Cuantas fiestas en el jardín, cuantas sonrisas y caricias falsas vendrían después de esa noche. ¡Cuánto sacrificio, cuanta resignación!. “Igual que mi madre. Igual que mi abuela. Es como los mejillones, la receta tradicional de la familia, compuesta por miedo, y unas gotas de autocompasión, ¿por qué no de veneno?”. 
Al niño le sacaron a las doce en punto. Asustado. Temblando. Las manos arañadas de tratar de escalar por las duras piedras que resbalaban. “Me portaré bien, mamá.  Te lo prometo”. Le había dicho al mismísimo silencio.
Salió del agujero negro, del pozo cubierto por una repugnante capa naranja, y un olor a curry casi insoportable. Descompuesto. Ese fue su segundo nacimiento y el verdadero. Y cómo la primera vez, le pusieron en brazos de su madre, de Cecilia.
Otro niño quedó atrapado para siempre en la oscuridad del pozo, con la cabeza inclinada hacia atrás, mirando la escena desde abajo. Mientras André era abrazado fuertemente por su madre, que le limpiaba con sus lágrimas, sin dejarle espacio a penas para respirar, manchándose el precioso vestido negro de seda de esa pasta naranja fluorescente. 
Y en el ambiente flotaba el insistente olor de las rosas, que casi ocultaba el fuerte olor a curry de la receta tradicional de la familia.
 

M.S.

BIENVENIDO A OLVIDO

Llegó a Olvido el niño y nadie le dijo que era un recuerdo olvidado porque a nadie vio. Aquel parque con cemento en el suelo era el mundo entero. No recordaba nada antes, ni nada después. La piel rugosa del balón naranja contra sus dedos infantiles, y Lucy que llegaba una vez más con los ojos llorosos.
 
-          Me marcho esta tarde, no volveremos a vernos. Pero quiero que me recuerdes, y que guardes esto- le dijo entre sollozos la niña, poniendo en sus manos una canción, una partitura. – ahora es tuya, y recuerda que la música lo puede todo. Recuerda que igual que las notas se elevan del pentagrama, se expanden y llenan el aire, si los dos nos rodeamos de música volaremos alto, y nos encontraremos. Y ya nunca nos separaremos.
 
Un pequeño beso. Una despedida con la cara mojada por el llanto. Y el mundo se paró. Se paró la música, ahogada por el silencio. Y sonó la canción de amor.
 
Aun no lo sabía, pero aquel beso salado, aquella despedida que le atormentó al principio, que se le clavó como una aguja, cicatrizó.
En algún lugar de la mente, la llave giró en su cerradura, con un suave chirrido. Ya nunca saldría Lucy, ya nunca escucharía su voz.
 
A partir de ese instante, Lucy viviría sí, pero viviría muy lejos, y tendría otra vida, y al mismo tiempo viviría en el Olvido noche y día. Día y noche, en aquella  eterna despedida.
 
En otro lugar, más allá de la puerta cerrada, más allá de las murallas de la memoria, allí dónde las cosas son recordadas, un hombre anciano postrado en su cama, descansa. Los ojos cerrados hacia sus recuerdos. A su alrededor tubos, cables, le conectan todavía con el mundo. Igual que los pentagramas mantienen viva la melodía, los cables mantienen el ritmo de su corazón.
 
Y mientras, los dos niños en el cemento viajan por un túnel del tiempo, y navegan por esos cables recorriendo cada rincón de su cuerpo.
 
De nuevo se oyen golpes a lo lejos, el latido del corazón se confunde con el balón del niño golpeando el cemento gris. Los dedos contra la piel rugosa, naranja. Se oye el golpe del balón, y como un eco, los golpes de su corazón. Es como un ritmo, una canción.
 
El hombre mira la luz brillante a su alrededor, y al fondo ve al niño pequeño. ¿Era él mismo ese muchacho cubierto de pecas? ¿Ese muchacho de pelo rojizo? A penas podía recordar nada. Algunos detalles que iban y venían, y le golpeaban la cabeza.
 
Con un balón en sus manos, ese recuerdo debe ser anterior a todo. “¿Existió una vida anterior a la música? ¿Antes de que sus notas ahogaran cualquier otra voz?”
 
Y entonces, en esa realidad borrosa se da cuenta de que el niño no está solo. Una niña con los ojos tapados con sus finos dedos, oculta sus lágrimas. Ahora lo recuerda. “¿No es esa Lucy? ¡Cómo podría haber olvidado este momento!”
Y la niña se quita las manos de la cara, y el anciano se quita el velo que le cubre la memoria.
 
- Te juro, Lucy- le dijo el niño- que seré famoso, vendrán de todo el mundo a escuchar mi música. Pondrán mi nombre a calles y a plazas, e incluso a este parque, que será para siempre el nuestro. La música nos unirá de nuevo. Cuando sea famoso, ¿volverás a mí?
 
Pero la vida tenía notas discordantes. Y fue girando en su órbita de aplausos y de gloria. Los años se sucedieron, las canas plateadas hicieron brillar su rojo pelo. Y la música acalló el sonido de su corazón y lo envolvió de silencio.
 
¿Acaso no había sido Lucy su musa inconsciente? ¿Aquella que le había susurrado notas en el corazón? Aquella melodía que le regaló. Esa cancioncilla infantil, que creía recordar, y empezó a tararear el anciano en aquella fría habitación de hospital. Aquellas notas escritas de forma nerviosa por una niña tantos años atrás, en una partitura que olvidó en algún lugar.
 
Pero no había nadie que le cogiera la mano, nadie que le escuchara aquel último susurro, aquella última melodía. Estaba sólo. Sólo era una marioneta que mantenían con vida aquellos cables, aquellos hilos.
 Esa melodía que fue la primera. ¿Cómo empezaba aquella canción de amor…?
 ”Viviré eternamente en tu recuerdo, y pensaré en ti, y te echaré de menos…”
 
“¿Qué fue de ti, pequeña musa de ojos verdes? ¿Acaso volviste a mí? ¡Cuanto brillo, cuanto resplandor hay en tu recuerdo más incluso que en una canción! Temo que volvieras a mi, y que no supiera verte de nuevo”.
 
Y ahora él contempla con los ojos cerrados el momento más importante de su vida, sin recordar nada más. Fuera, la prensa espera, quizá impaciente. Están deseando volver a sus casas. El día es frío detrás de las ventanas. Llenarán los periódicos de noticias que muy pronto serán olvidadas. “Sólo la música pervive, Lucy, mi pequeña niña”.
Ahora, en las brumas eternas que le envuelven sólo brillan las lágrimas de Lucy, pequeñas semicorcheas en el viento, pequeñas estrellas en el cielo. Y ya no existe la música, sólo el latido de su corazón, Y se lleva las manos al pecho, y busca el corazón que late con fuerza en su interior.
 
Pero se da cuenta de que no hay ningún sonido. Que los latidos son los golpes del balón. Del balón naranja contra el cemento gris. La única música que queda allí.

M.S.

ZAPATOS MOJADOS

Llego con lágrimas en los ojos a la puerta de embarque. Mi aspecto es grotesco con estos zapatos mojados. La gente me mira. No me importa. No puedo sacarme esa última imagen de mi cabeza. Los dos juntos por última vez bajo la lluvia, despidiéndonos para siempre. Y la bolsa de papel marrón rompiéndose, dejando que las manzanas rojas rueden por la acera cubierta de charcos. 
La atención de la gente pronto se desvía hacia ella. Yo tampoco puedo dejar de mirarla con su kimono azul con flores, su tez pintada de blanco, y su pelo negro y fino recogido en un moño. Por un momento al mirarla dejo de pensar en él, y en mi misma, abandonada como mi propio paraguas. Olvidado para siempre. Retorcido en cualquier esquina.
 
Entro en la cabina del avión, haciendo ruido al andar con mis zapatos mojados. Estoy ridícula. ¡Es que nadie más que yo se ha mojado con esta lluvia! Miro mi tarjeta de embarque, y  busco mi número de asiento con la mirada, y me doy cuenta de que me toca sentarme al lado de ella. De aquella mujer salida de otro tiempo. Mi asiento es de ventanilla, así que trato de pasar a su lado sin mojar su kimono.
 
Nos abrochamos los cinturones de seguridad. Masco chicle, nerviosa. Noto toda la presión del despegue sobre mi cuerpo, pero en seguida estamos en el aire, flotando en el vacío. Alcanzamos la altitud deseada. El vuelo será de seis horas y quince minutos. Saco de mi bolsa de plástico los calcetines que he comprado en el aeropuerto, y me quito los zapatos, y los calcetines ejecutivos, que parece que se han fundido hace rato con mi piel mojada, formando una masa amorfa. Me pongo los calcetines nuevos, me quedaré descalza. ¿En seis horas se secarán los malditos zapatos?
 
Alguien llama a la azafata. La geisha a mi lado pide un té, y saca de una bolsa de seda una taza de porcelana. Introduce el agua caliente dentro de la taza, y después la gira varias veces  sobre la palma de su mano. Me llega el olor a té, aunque tal vez me sugestiono. Sólo es una bolsita de hornimans. Creo que tengo fiebre. ¿En qué estaría pensando al traerme estos zapatos conmigo? Supongo que en él. Y todo para nada.
 
Traen la comida o la cena. Ya no lo sé. No soy capaz de comer nada. Si al menos tuviera una de esas manzanas que rodaron por el suelo esta mañana, justo antes de que él me dejara. La geisha se levanta con un movimiento lento, que hace que vuelva a fijarme en ella, dejando a un lado mis pensamientos. Vuelve a coger su bolsa de seda, y saca dos manzanas. Con una sonrisa pintada en su cara me ofrece una. No le gusta comer sola, me dice. Y yo asiento y se lo agradezco.
 
Muerdo la manzana, y en cada bocado, me siento más tranquila. Más reconfortada. “Manzanas que caen, semillas germinan”, dice la geisha, y yo sonrío. Creo que empiezo a comprenderlo.
Llegamos al aeropuerto de Madrid-Barajas. La temperatura exterior es de 25 º C. El tiempo es soleado. Mis zapatos milagrosamente están secos, y ya no me siento desconsolada.
Bajo del avión, dejando tras de mí las últimas horas, como en un sueño. Y miro por última vez a esa etérea mujer, salida de un intemporal jardín japonés. Tomando el té eternamente, bajo las ramas de un árbol cargado de manzanas.

M.S.

ZAPATOS MOJADOS

Para Elena

Llego con lágrimas en los ojos a la puerta de embarque. Mi aspecto es grotesco con estos zapatos mojados. La gente me mira. No me importa. No puedo sacarme esa última imagen de mi cabeza. Los dos juntos por última vez bajo la lluvia, despidiéndonos para siempre. Y la bolsa de papel marrón rompiéndose, dejando que las manzanas rojas rueden por la acera cubierta de charcos.
La atención de la gente pronto se desvía hacia ella. Yo tampoco puedo dejar de mirarla con su kimono azul con flores, su tez pintada de blanco, y su pelo negro y fino recogido en un moño. Por un momento al mirarla dejo de pensar en él, y en mi misma, abandonada como mi propio paraguas. Olvidado para siempre. Retorcido en cualquier esquina.

Entro en la cabina del avión, haciendo ruido al andar con mis zapatos mojados. Estoy ridícula. ¡Es que nadie más que yo se ha mojado con esta lluvia! Miro mi tarjeta de embarque, y  busco mi número de asiento con la mirada, y me doy cuenta de que me toca sentarme al lado de ella. De aquella mujer salida de otro tiempo. Mi asiento es de ventanilla, así que trato de pasar a su lado sin mojar su kimono.

Nos abrochamos los cinturones de seguridad. Masco chicle, nerviosa. Noto toda la presión del despegue sobre mi cuerpo, pero en seguida estamos en el aire, flotando en el vacío. Alcanzamos la altitud deseada. El vuelo será de seis horas y quince minutos. Saco de mi bolsa de plástico los calcetines que he comprado en el aeropuerto, y me quito los zapatos, y los calcetines ejecutivos, que parece que se han fundido hace rato con mi piel mojada, formando una masa amorfa. Me pongo los calcetines nuevos, me quedaré descalza. ¿En seis horas se secarán los malditos zapatos?

Alguien llama a la azafata. La geisha a mi lado pide un té, y saca de una bolsa de seda una taza de porcelana. Introduce el agua caliente dentro de la taza, y después la gira varias veces  sobre la palma de su mano. Me llega el olor a té, aunque tal vez me sugestiono. Sólo es una bolsita de hornimans. Creo que tengo fiebre. ¿En qué estaría pensando al traerme estos zapatos conmigo? Supongo que en él. Y todo para nada.

Traen la comida o la cena. Ya no lo sé. No soy capaz de comer nada. Si al menos tuviera una de esas manzanas que rodaron por el suelo esta mañana, justo antes de que él me dejara. La geisha se levanta con un movimiento lento, que hace que vuelva a fijarme en ella, dejando a un lado mis pensamientos. Vuelve a coger su bolsa de seda, y saca dos manzanas. Con una sonrisa pintada en su cara me ofrece una. No le gusta comer sola, me dice. Y yo asiento y se lo agradezco.

Muerdo la manzana, y en cada bocado, me siento más tranquila. Más reconfortada. “Manzanas que caen, semillas germinan”, dice la geisha, y yo sonrío. Creo que empiezo a comprenderlo.
Llegamos al aeropuerto de Madrid-Barajas. La temperatura exterior es de 25 º C. El tiempo es soleado. Mis zapatos milagrosamente están secos, y ya no me siento desconsolada.
Bajo del avión, dejando tras de mí las últimas horas, como en un sueño. Y miro por última vez a esa etérea mujer, salida de un intemporal jardín japonés. Tomando el té eternamente, bajo las ramas de un árbol cargado de manzanas.

M.S.

A FONDO

Tira al sable. Y lo hace bastante bien. Todos los días cuando cojo el autobús y voy a entrenar pienso en él con su chaquetilla blanca, de algodón y poliéster, que le queda tan bien.

Llego cansada de todo el día de trabajo y con ganas de que desaparezcan todas las preocupaciones. Quiero perderme en el tiempo y en el espacio durante una hora. Que nadie me encuentre, ser otra persona. Ponerme una careta y batirme en duelo.

Antes de llegar, siempre pienso en todo lo que tengo que hacer al día siguiente, pero una vez que cruzo el umbral de la puerta todo se me olvida.

Primero el calentamiento. Tenemos que estirar esos músculos. Tocamos el suelo sin flexionar las rodillas, estirándonos todo lo que podemos. No puedo evitar mirarle con el rabillo del ojo, y que al hacerlo nuestras miradas se crucen un instante. Desviamos los dos a la vez tímidamente la mirada, para volver a mirarnos un momento después. Esta vez más intensamente. La mantenemos unos segundos y sonreímos. “Hoy tenemos un duelo a muerte“. Me dice. Yo sonrío, y noto cómo sube el color a mis mejillas. Tal vez no se note por el ejercicio.

Los dos somos bastante flexibles, y físicamente estamos muy preparados. Él es técnicamente bastante mejor que yo, pero nadie lo diría en la pista porque lo cierto es que nos adaptamos perfectamente. Él sabe que yo sé, que me deja ganar.

No puedo apartar mi mirada de sus muslos, mientras nos sentamos en las colchonetas y me dice que tiene agujetas del otro día en esa zona, y que necesitaría un buen masaje en la parte interior. Sonrío como una tonta mientras bajo la mirada tratando de concentrarme en un punto fijo.

Él parece darse cuenta y llama mi atención preguntándome por el fin de semana, mientras nuestra entrenadora dice que empecemos con las abdominales. Superiores, inferiores, laterales, posteriores….

Al hacer las posteriores de nuevo mi mirada se fija en él. No puedo apartarla, al ver como se estira, dejando que sus músculos se peguen a su camiseta. Ni muy desarrollados, ni poco. En su punto justo.

Terminamos las abdominales, sudorosos y jadeantes. Comentamos cualquier tontería y nos vamos a los vestuarios a ponernos el equipo.

Descuelgo con la pértiga la chaquetilla con mis iniciales. Me la pongo sobre el protector de plástico. Y me subo la cremallera con mis manos hasta arriba ajustando bien la chaquetilla al cuerpo. En el cuarto de al lado, él estará haciendo lo mismo, pienso.

Cojo el sable, la careta y el guante, y salgo a la pista. Anhelante.

La pista cuatro es sólo para nosotros. Le veo al otro lado, en su línea de guardia y distingo bien su rostro a través de la careta. No puedo evitar sentir como me sube la adrenalina y cómo me emociono al verle, con su mirada borrosa fija sobre mí.

Me está esperando, me dice. Y me dirijo nerviosa, a mi línea de guardia a colocarme. Oigo su voz, que con autoridad grita ” en guardia“. Y me coloco, con la pierna derecha adelantada, la izquierda atrasada, y ambas muy flexionadas.

Listos. Adelante”. Y salgo lentamente hacia él, y voy cambiando el ritmo. Marcha. Marcha, y él hace un fondo estirando bien el brazo. Rompo y paro en cuarta. Respondo a la cabeza con un fondo. Parada y respuesta de él al travesón. 1-0.

Me dice que sea mucho más agresiva y que le de mucho más fuerte. Que me olvide de su sable. Y que le busque a él. Yo me estiro todo lo que puedo tratando de acercarme lo máximo a él, buscando su flanco, pero él mete su sable por debajo de mi brazo y me da en el mío. 2-0.

Me doy cuenta de que no estoy tirando bien. Los nervios me están traicionando. Necesito un cambio de estrategia.  

En guardia“, digo, mientras nuestras miradas permanecen fijas, y pienso cómo puedo sorprenderle.

Listos“, y concentrados más intensamente si cabe el uno en el otro, ponemos todo el cuerpo en tensión, preparándolo para el ataque, cómo si fuéramos animales a punto de saltar sobre nuestra presa.

Adelante“. Y marchamos deprisa, impacientes por deshacer el espacio que todavía existe entre nosotros. ¡Estamos tan cerca, y a la vez, tan lejos!.

Nos estiramos los dos todo lo que podemos, como si estuviéramos en un espejo, y nos damos fuerte al travesón. “Ataque simultáneo. Nada hecho“.

Volvemos a ponernos en posición. “En guardia, listos, adelante“. Y salimos de forma explosiva,  con las sonrisas en los labios y en los ojos, sabiendo que no tenemos que desviarlas al estar resguardadas del peligro, detrás de nuestras caretas.

Las gotas de sudor, empiezan a deslizarse suavemente por la cara. El pelo, se sale de la coleta, y queda suelto dentro de la careta, acercándose a mis ojos, entorpeciendo mi vista. Paramos un momento. Él me ayuda a quitarme la careta. Y nuestros dedos protegidos por el guante se tocan.  Sólo un instante. Él me sujeta la careta, mientras me ato el pelo, y me ayuda a ajustarme de nuevo el cuello de la chaquetilla, que parece haberse desabrochado por el ejercicio.

Ahora sí que estamos cerca. Muy cerca. Tan cerca, que me roza el cuello con los dedos, y parece susurrarme algo que no entiendo. Pero nos separamos y cada uno vuelve a su línea de guardia, sabiendo que un momento después volveremos juntos al centro de la pista.

En guardia. Listos. Adelante“. Salimos a la vez. Hago un paso resbalado húngaro y un fondo. Nuestros sables se entrelazan, buscándose, interponiéndose entre nosotros. Robándonos nuestro espacio.

Él lo aparta bruscamente y busca mi cuerpo con él, yo retrocedo, pero en el fondo me gustaría no hacerlo, y tenerle mucho más cerca. Desde dónde estoy oigo su respiración entrecortada.

Salto hacia atrás. Ataque fallido suyo. Le dejo corto. Ataque mío a la avanzada. Punto mío. 2-1.

Noto que sonríe tras la careta. ¿Se ha dejado ganar?. Me felicita por el golpe, y me dice “Ahora sí. Sin piedad. Vamos a muerte“.

Seguimos así toda la clase. Ataque simultáneo. Ataque suyo. Parada. Flanco. Cabeza. Figura…

Perdemos la cuenta de los puntos que llevamos. En realidad no importa quien gana y quien pierda cada punto. Tengo la sensación de estar jugándome algo mucho más importante.

Finalmente, la manecilla traidora del reloj de la pared es la que nos gana y nos vuelve a la realidad, recordándonos que tenemos una vida después de entrenar. Una vida en la que no hay duelos ni entrenamientos.

Nos acercamos lentamente, alargando el momento lo máximo que podemos, estirándolo como si fuera un fondo.

Nos damos la mano como saludo, con la mano desnuda. Y dejamos por unos segundos nuestras manos se reconozcan, lentamente. No podemos evitar que las emociones nos embarguen, mientras nos miramos y nos regalamos esos momentos, dejando que poco a poco nuestra respiración vaya recobrando su ritmo normal.

Muy despacio, apartamos la mirada el uno del otro y dejamos que detrás de ellas se separen nuestras manos y después, nuestros cuerpos. Y nos marchamos cabizbajos, buscando refugio en el vestuario. Tardo todavía unos momentos en recobrarme.

Me ducho. Me visto. Y parece que recupero mi vida normal, al contacto con mi ropa de calle.

Subo el equipo con la pértiga y parece que las emociones quedaran también suspendidas en el aire, esperando el día siguiente. Y entonces, vuelvo a pensar en el trabajo. En mi marido. En mis hijos.

Al salir, coincidimos en el ascensor, pero a penas sabemos que decirnos. Miramos al suelo evitando que nuestras miradas se encuentren. Los dos estamos en guardia.

Tensos, temblorosos y torpes. Ambos retrocedemos, dejando espacio entre nosotros. Cada uno a un lado del ascensor, evitando rozarnos.  

Y al salir, nos despedimos nerviosos y distantes hasta el día siguiente. Pensando en lo que podría ocurrir si bajáramos la guardia, y fuéramos por una vez a fondo.

M.S.

 

 

NIEVE

¿Qué es un copo de nieve? Pequeño y suave, y no peludo como Platero, sino helado. Tan frío que puede cortar el viento. Cuchillas envueltas en algodón insinuantes al viento.
Me siento con una manta que me cubre hasta el cuello, y un chocolate caliente que me quema las yemas de los dedos. Miro tras el cristal como la nieve cubre la ciudad, lentamente, envolviéndola en frío y silencio. Me encanta esa sensación de calidez, y me encanta la nieve. Cuando nieva me acuerdo de tantas cosas. Cosas que han pasado realmente y cosas que tal vez nunca pasaron, pero de las que igualmente, me acuerdo. Los recuerdos caen sobre mí como los copos, cubriéndome muy poco a poco.
 
A mi alrededor veo como caen despacio. Veo gente trabajando, echando sal en las calles. Los veo.  Veo hombres que caminan con sus paraguas. Niños que rien divertidos al sentir la nieve sobre ellos. Y me veo a mí misma, como si flotara en el aire, atrapada en  pequeños espejos.
 
Recuerdo mis pequeñas manos apoyadas contra el cristal de la clase, mientras mi reflejo se cubría de pequeños lunares, que iban alfombrando de nieve el patio del colegio. Le pedimos permiso al profe para usar una mesa pequeña como trineo. Y nos deslizamos con ella sin miedo a nada, rodeados de montañas blancas, hechas de sueños. Mientras el sol, salió envidioso entre las nubes con fuerza abrasadora. “Es el aphelio” nos dijo el profe. “Es en enero cuando el sol está tan cerca que incluso puedes ver los hillillos de luz y acariciarlos con los dedos”. Yo pensé que el sol también quería jugar con la nieve, pero ésta se derretía insistentemente entre sus rayos, y se perdía entre sus huecos.
 
Después una guerra de nieve. Cosa importante las guerras de nieve. Una gran bola que estampé en la cara de Mario. Claro, Mario me gustaba. Cómo te gustan los chicos a los nueve años. Nieve por mi cara, o quizás lágrimas. Y un castigo del profe. “No se tira la nieve a tan poca distancia”. Y nieve deshecha que cubría mi cara.
 
Muchos inviernos sin nieve después, y alguna nevada,  la niña se deshizo como si fuera un muñeco de nieve. Crecí, y al crecer se dejan atrás las guerras de nieve, se dejan atrás los juegos en el patio del colegio.
 
Otro copo de nieve. Otro momento flotando en el viento. Me enfadé con mi novio, un novio más que se desvanecía entre mis dedos, como la nieve, como la bruja del este del Mago de Oz, al contacto con el agua. Nieve, agua. Un momento. Un copo de nieve. ¿Qué importa un solo copo de nieve en una nevada? Salí furiosa, con un vestido negro de tirantes, y zapatos de tacón altos. Un frío intenso, y ningún taxi. “Ya se sabe”, pensé, “las cenas de navidad de empresas. La peor fecha para coger un taxi en el centro”. Y entonces, empezó a nevar lentamente, muy lentamente. Perezosa nieve. Al principio me decidí a caminar deprisa pensando que podría ser más rápida que la nieve. Que podría dejarla atrás, fácilmente, igual que había dejado atrás mi infancia. Qué ilusa mentecata era yo. Empezó a cubrirme entera y a deslizarse por mi piel.
 
Ahora que miro a través del cristal, cómo me acuerdo. Me parece sentir los copos sobre mi. Como iban llenándome de puntos blancos. Tenía que caminar despacio, para evitar resbalar con el hielo que se había formado en el suelo. Viendo que no podía caminar, me descalcé, y  dí pequeños pasos, cubiertos mis pies tan sólo por una media fina y negra que trataba infructuosamente de darme calor a mis pies, cada vez más morados. Me empecé a reír. Primero una sonrisa. Y después verdaderas carcajadas, mientras tiritaba de frío, y mis piernas se quedaban heladas. Lo divertido de todo, es que ya no pensaba en él. “No volveré contigo, Ismael”, me hubiera dicho. Y es que ya lo tenía grabado en mi voluntad de hierro al rojo vivo, como un forjador modea a golpes y fuego sus armas.
Y me resbalé, me resbalé mojándome entera, y unas manos cubiertas con guantes de lana, me ayudaron a levantarme.
 
Yo no tenía nada, sólo una torcedura de tobillo. Él, desconocido aún, tenía el coche aparcado y se ofreció a llevarme a casa. “Será imposible coger un taxi esta noche”. Yo accedí. “Me llamo Mario, soy fisioterapeuta. Te haré un hueco mañana en mi agenda, ese tobillo, necesitará rehabilitación intensa”. Y me citó para todos los jueves, y luego para los fines de semana, y luego para todos los días. ¡Y ya no me duele nada!
 
¿Qué importancia tiene la nieve? ¿Para qué nieva, si nevar siempre es tan breve? ¿Cómo se sabe que copo de nieve es el centro de la nevada? Me siento con una manta que me cubre hasta el cuello, y un chocolate caliente que ya lo he dicho, pero me quema las yemas de los dedos. Miro tras el cristal de la bola con Madrid en miniatura viendo caer la nieve aunque sea de mentira, y rozo mis labios con la taza blanca. Y pienso en mis dos Marios. Un círculo perfecto. Aquel niño pequeño al que tiraba bolas de nieve, y aquel otro extraño que ya no lo era, y que me salvo de ella. Porque la nieve es para los niños, y está bien verla, pero a salvo, junto a un cristal, recordando lo que fuimos y lo que somos ahora. ¿Cuantos copos de nieve hay? No lo sé.
 
Pero sé que importa después de todo, un sólo copo de nieve en la nevada. Pues ¿qué somos nosotros sino copos de nieve atravesando el tiempo, siempre a punto de deshacernos? Pero qué importa el final, qué importa desvanecerse en el suelo. Lo maravilloso es deslizarse insinuante en el viento. Aysss, ojala nevara.

M.S.

NIEVE

¿Qué es un copo de nieve? Pequeño y suave, y no peludo como Platero, sino helado. Tan frío que puede cortar el viento. Cuchillas envueltas en algodón insinuantes al viento.
Me siento con una manta que me cubre hasta el cuello, y un chocolate caliente que me quema las yemas de los dedos. Miro tras el cristal como la nieve cubre la ciudad, lentamente, envolviéndola en frío y silencio. Me encanta esa sensación de calidez, y me encanta la nieve. Cuando nieva me acuerdo de tantas cosas. Cosas que han pasado realmente y cosas que tal vez nunca pasaron, pero de las que igualmente, me acuerdo. Los recuerdos caen sobre mí como los copos, cubriéndome muy poco a poco.
 
A mi alrededor veo como caen despacio. Veo gente trabajando, echando sal en las calles. Los veo.  Veo hombres que caminan con sus paraguas. Niños que rien divertidos al sentir la nieve sobre ellos. Y me veo a mí misma, como si flotara en el aire, atrapada en  pequeños espejos.
 
Recuerdo mis pequeñas manos apoyadas contra el cristal de la clase, mientras mi reflejo se cubría de pequeños lunares, que iban alfombrando de nieve el patio del colegio. Le pedimos permiso al profe para usar una mesa pequeña como trineo. Y nos deslizamos con ella sin miedo a nada, rodeados de montañas blancas, hechas de sueños. Mientras el sol, salió envidioso entre las nubes con fuerza abrasadora. “Es el aphelio” nos dijo el profe. “Es en enero cuando el sol está tan cerca que incluso puedes ver los hilillos de luz y acariciarlos con los dedos”. Yo pensé que el sol también quería jugar con la nieve, pero ésta se derretía insistentemente entre sus rayos, y se perdía entre sus huecos.
 
Después una guerra de nieve. Cosa importante las guerras de nieve. Una gran bola que estampé en la cara de Mario. Claro, Mario me gustaba. Cómo te gustan los chicos a los nueve años. Nieve por mi cara, o quizás lágrimas. Y un castigo del profe. “No se tira la nieve a tan poca distancia”. Y nieve deshecha que cubría mi cara.
 
Muchos inviernos sin nieve después, y alguna nevada,  la niña se deshizo como si fuera un muñeco de nieve. Crecí, y al crecer se dejan atrás las guerras de nieve, se dejan atrás los juegos en el patio del colegio.
 
Otro copo de nieve. Otro momento flotando en el viento. Me enfadé con mi novio, un novio más que se desvanecía entre mis dedos, como la nieve, como la bruja del este del Mago de Oz, al contacto con el agua. Nieve, agua. Un momento. Un copo de nieve. ¿Qué importa un solo copo de nieve en una nevada? Salí furiosa, con un vestido negro de tirantes, y zapatos de tacón altos. Un frío intenso, y ningún taxi. “Ya se sabe”, pensé, “las cenas de navidad de empresas. La peor fecha para coger un taxi en el centro”. Y entonces, empezó a nevar lentamente, muy lentamente. Perezosa nieve. Al principio me decidí a caminar deprisa pensando que podría ser más rápida que la nieve. Que podría dejarla atrás, fácilmente, igual que había dejado atrás mi infancia. Qué ilusa mentecata era yo. Empezó a cubrirme entera y a deslizarse por mi piel.
 
Ahora que miro a través del cristal, cómo me acuerdo. Me parece sentir los copos sobre mi. Como iban llenándome de puntos blancos. Tenía que caminar despacio, para evitar resbalar con el hielo que se había formado en el suelo. Viendo que no podía caminar, me descalcé, y  dí pequeños pasos, cubiertos mis pies tan sólo por una media fina y negra que trataba infructuosamente de darme calor a mis pies, cada vez más morados. Me empecé a reír. Primero una sonrisa. Y después verdaderas carcajadas, mientras tiritaba de frío, y mis piernas se quedaban heladas. Lo divertido de todo, es que ya no pensaba en él. “No volveré contigo, Ismael”, me hubiera dicho. Y es que ya lo tenía grabado en mi voluntad de hierro al rojo vivo, como un forjador moldea a golpes y fuego sus armas.
Y me resbalé, me resbalé mojándome entera, y unas manos cubiertas con guantes de lana, me ayudaron a levantarme.
 
Yo no tenía nada, sólo una torcedura de tobillo. Él, desconocido aún, tenía el coche aparcado y se ofreció a llevarme a casa. “Será imposible coger un taxi esta noche”. Yo accedí. “Me llamo Mario, soy fisioterapeuta. Te haré un hueco mañana en mi agenda, ese tobillo, necesitará rehabilitación intensa”. Y me citó para todos los jueves, y luego para los fines de semana, y luego para todos los días. ¡Y ya no me duele nada!
 
¿Qué importancia tiene la nieve? ¿Para qué nieva, si nevar siempre es tan breve? ¿Cómo se sabe que copo de nieve es el centro de la nevada? Me siento con una manta que me cubre hasta el cuello, y un chocolate caliente que ya lo he dicho, pero me quema las yemas de los dedos. Miro tras el cristal de la bola con Madrid en miniatura viendo caer la nieve aunque sea de mentira, y rozo mis labios con la taza blanca. Y pienso en mis dos Marios. Un círculo perfecto. Aquel niño pequeño al que tiraba bolas de nieve, y aquel otro extraño que ya no lo era, y que me salvo de ella. Porque la nieve es para los niños, y está bien verla, pero a salvo, junto a un cristal, recordando lo que fuimos y lo que somos ahora. ¿Cuantos copos de nieve hay? No lo sé.
 
Pero sé que importa después de todo, un sólo copo de nieve en la nevada. Pues ¿qué somos nosotros sino copos de nieve atravesando el tiempo, siempre a punto de deshacernos? Pero qué importa el final, qué importa desvanecerse en el suelo. Lo maravilloso es deslizarse insinuante en el viento. Aysss, ojala nevara.

M.S.

CUSTODIA COMPARTIDA

-   ¿Tú me quieres?

Paraba el mando a distancia cada vez que ella hablaba, y me quedaba hipnotizado mirando a través de sus ojos cristalinos la pantalla de plasma.

Lo hacía cuando pensaba que  la echaba de menos, y lo hacía cuando me sentía enfadado. En realidad una cosa siempre iba unida a la otra.

Mientras la jurisprudencia al parecer iba en mi contra, el juez me había otorgado como medida cautelar la custodia de los malos recuerdos, mientras los buenos se los quedaba ella. 

 Esos recuerdos perdidos… ¿Cómo eran? Ya no lo recordaba. En realidad, había pensado  que sería mucho más fácil olvidarme de ella, recordando tan sólo el desamor, así que tampoco me había parecido del todo mal el arreglo.

 El pequeño apartamento en Villa Divorcio, en el que se amontonaban los muebles de Ikea, que él ni siquiera había comprado. Las cajas de cartón escalaban por todas partes, y en una de ellas una cinta VHS. “Verano 2006″se podía leer en la etiqueta escrita con rotulador negro.

 Debía haber sido feliz aquel verano, en el que ella en la playa de arena blanca se daba la vuelta y me miraba coqueta de aquella forma directamente a los ojos, directamente a la cámara. Se apartaba algunos mechones de pelo, y me dejaba ver sus ojos azul verdoso. 625 líneas de ella. Y siempre las mismas palabras que resonaban a través de aquellos altavoces del home cinema que compré para compartir con ella las tardes lluviosas.

-  Será que no me quieres- me decía.
 
Y escuchaba mi propia voz que sonaba mortecina.

-          Te quiero desde siempre, desde el primer día, desde el principio. No sería nada sin ti. Sin ti yo no existiría.

 En la cocina la lasagna congelada que había comprado, giraba en el microondas  a la vez que mis pensamientos. Todavía quedaba tiempo para la cena y sin embargo pensaba que cuanto antes cenara, antes llegaría la noche, y antes la mañana.

 A fuerza de dudar, ella había acabado con todo lo bueno. No me habría fijado jamás en ninguna otra. Sí, esa es la verdad. Pero las dudas la consumían, y siempre dudaba y dudaba y no vivía. “Me hartas”, le decía yo.  La mirada de ella, coqueta y cruel. Su piel, tan pálida. Y siempre tan desconfiada.

“Fue su culpa, sin duda”, pensé yo. Incluso en un recuerdo feliz como en el de la playa, ella me exasperaba con sus celos sin causa.

 Sonó un pequeño timbre, que me alejó de aquella ensoñación. La lasagna, o tal vez la puerta. Todo parecía posible. Me decidí por la puerta, y al abrirla  allí estaba, sonriendo tímidamente. Tal vez hubo un tiempo en la que ella sonreía como lo hacía en aquel video que resonaba en aquel apartamento, y del que no recordaba nada.

 -  Derechos de visita- dijo ella un tanto aturdida, como extrañada de ver el aspecto demacrado que yo tenía- ¿No lo recuerdas? Vengo a buscar los malos recuerdos para llevarlos a dar una vuelta. ¿Qué haces?

-   Preparaba la cena. Puedes quedarte con todo. Con los buenos, los malos ¡Qué importa!  ¿Sabes? No los traigas de vuelta.

 Ella reflexionó unos instantes en la puerta, mientras  parecía tomar fuerzas de flaqueza.

-  Prefiero que te quedes con todo.- le repetí  con firmeza.
 
-  No seas tonto- me contestó. Me asustó esa mirada clara, y esas pestañas que parecían arañarme la memoria.-  Me los llevaré a un bar. Necesito pensar en ellos, y dar una vuelta. ¿Sabes? He estado pensando una cosa y … creo que me quieres.

-  Eso es porque no te acuerdas.

Al  fondo se escuchaba mi propia voz que repetía en la pantalla “te quiero desde siempre, desde el principio, desde el primer día”. Una y otra vez la misma melodía.
 
-  Sé que me quieres. Que siempre me has querido. Que nunca has amado a otra.- me dijo ella recordando, mirando la pantalla con las imágenes de aquel verano .-Dime que me quieres.
 
-  No te quiero.
 
-  Pero sí que me quieres.- Y acercó su mano temblorosa. ¡Temblorosa! Y con sus dudas en la yema de los dedos me acarició la mejilla.
 
No recordaba nada bueno. Recordaba portazos. Discusiones. Llantos. Y al fondo esa mirada cristalina. Transparente como aquella playa en la que veíamos los peces nadar en el fondo.…
 
Tal vez en el fondo, muy en el fondo, yo todavía sentía algo por ella, algo escondido como un tesoro entre la arena.
 
-  Te propongo custodia compartida- me dijo ella, casi en un susurro.- Te propongo… – y se calló.
 
Yo intuí que apenas  podía pronunciar las palabras, sin poder apartar la mirada de aquel video de la playa.
Y sonó un pequeño timbre en la cocina. La lasagna. La cena estaba lista.

-  He  hecho lasagna. Puedes quedarte, si quieres- le dije resignado y vencido, como única respuesta. – Pero tú sola, como al principio. Dejemos que todos los recuerdos  se queden fuera en el jardín. Cerraremos la puerta.

 Y ella se sentó en el sillón envuelto todavía en plástico, justo a mi lado.  Con el mando  a distancia en una mano, y el tenedor en la otra. La mirada puesta en  aquel video de las vacaciones del 2006, que ahora ninguno recordaba.

M.S.

CUSTODIA COMPARTIDA

-   ¿Tú me quieres?

Paraba el mando a distancia cada vez que ella hablaba, y me quedaba hipnotizado mirando a través de sus ojos cristalinos la pantalla de plasma.

Lo hacía cuando pensaba que  la echaba de menos, y lo hacía cuando me sentía enfadado. En realidad una cosa siempre iba unida a la otra.

Mientras la jurisprudencia al parecer iba en mi contra, el juez me había otorgado como medida cautelar la custodia de los malos recuerdos, mientras los buenos se los quedaba ella. 

 Esos recuerdos perdidos… ¿Cómo eran? Ya no lo recordaba. En realidad, había pensado  que sería mucho más fácil olvidarme de ella, recordando tan sólo el desamor, así que tampoco me había parecido del todo mal el arreglo.

 El pequeño apartamento en Villa Divorcio, en el que se amontonaban los muebles de Ikea, que él ni siquiera había comprado. Las cajas de cartón escalaban por todas partes, y en una de ellas una cinta VHS. “Verano 2006″se podía leer en la etiqueta escrita con rotulador negro.

 Debía haber sido feliz aquel verano, en el que ella en la playa de arena blanca se daba la vuelta y me miraba coqueta de aquella forma directamente a los ojos, directamente a la cámara. Se apartaba algunos mechones de pelo, y me dejaba ver sus ojos azul verdoso. 625 líneas de ella.

Y siempre las mismas palabras que resonaban a través de aquellos altavoces del home cinema que compré para compartir con ella las tardes lluviosas.

-  Será que no me quieres- me decía.
 
Y escuchaba mi propia voz que sonaba mortecina.

-          Te quiero desde siempre, desde el primer día, desde el principio. No sería nada sin ti. Sin ti yo no existiría.

 En la cocina la lasagna congelada que había comprado, giraba en el microondas  a la vez que mis pensamientos. Todavía quedaba tiempo para la cena y sin embargo pensaba que cuanto antes cenara, antes llegaría la noche, y antes la mañana.

 A fuerza de dudar, ella había acabado con todo lo bueno. No me habría fijado jamás en ninguna otra. Sí, esa es la verdad. Pero las dudas la consumían, y siempre dudaba y dudaba y no vivía. “Me hartas”, le decía yo.  La mirada de ella, coqueta y cruel. Su piel, tan pálida. Y siempre tan desconfiada.

“Fue su culpa, sin duda”, pensé yo. Incluso en un recuerdo feliz como en el de la playa, ella me exasperaba con sus celos sin causa.

 Sonó un pequeño timbre, que me alejó de aquella ensoñación. La lasagna, o tal vez la puerta. Todo parecía posible. Me decidí por la puerta, y al abrirla  allí estaba, sonriendo tímidamente. Tal vez hubo un tiempo en la que ella sonreía como lo hacía en aquel video que resonaba en aquel apartamento, y del que no recordaba nada.

 -  Derechos de visita- dijo ella un tanto aturdida, como extrañada de ver el aspecto demacrado que yo tenía- ¿No lo recuerdas? Vengo a buscar los malos recuerdos para llevarlos a dar una vuelta. ¿Qué haces?

-   Preparaba la cena. Puedes quedarte con todo. Con los buenos, los malos ¡Qué importa!  ¿Sabes? No los traigas de vuelta.

 Ella reflexionó unos instantes en la puerta, mientras  parecía tomar fuerzas de flaqueza.

-  Prefiero que te quedes con todo.- le repetí  con firmeza.
 
-  No seas tonto- me contestó. Me asustó esa mirada clara, y esas pestañas que parecían arañarme la memoria.-  Me los llevaré a un bar. Necesito pensar en ellos, y dar una vuelta. ¿Sabes? He estado pensando una cosa y … creo que me quieres.

-  Eso es porque no te acuerdas.

Al  fondo se escuchaba mi propia voz que repetía en la pantalla “te quiero desde siempre, desde el principio, desde el primer día”. Una y otra vez la misma melodía.
 
-  Sé que me quieres. Que siempre me has querido. Que nunca has amado a otra.- me dijo ella recordando, mirando la pantalla con las imágenes de aquel verano .-Dime que me quieres.
 
-  No te quiero.
 
-  Pero sí que me quieres.- Y acercó su mano temblorosa. ¡Temblorosa! Y con sus dudas en la yema de los dedos me acarició la mejilla.
 
No recordaba nada bueno. Recordaba portazos. Discusiones. Llantos. Y al fondo esa mirada cristalina. Transparente como aquella playa en la que veíamos los peces nadar en el fondo.…
 
Tal vez en el fondo, muy en el fondo, yo todavía sentía algo por ella, algo escondido como un tesoro entre la arena.
 
-  Te propongo custodia compartida- me dijo ella, casi en un susurro.- Te propongo… – y se calló.
 
Yo intuí que apenas  podía pronunciar las palabras, sin poder apartar la mirada de aquel video de la playa.
Y sonó un pequeño timbre en la cocina. La lasagna. La cena estaba lista.

-  He  hecho lasagna. Puedes quedarte, si quieres- le dije resignado y vencido, como única respuesta. – Pero tú sola, como al principio. Dejemos que todos los recuerdos  se queden fuera en el jardín. Cerraremos la puerta.

 Y ella se sentó en el sillón envuelto todavía en plástico, justo a mi lado.  Con el mando  a distancia en una mano, y el tenedor en la otra. La mirada puesta en  aquel video de las vacaciones del 2006, que ahora ninguno recordaba.

M.S.

CUSTODIA COMPARTIDA

-          ¿Tú me quieres?

Paraba el mando a distancia cada vez que ella hablaba, y me quedaba hipnotizado mirando a través de sus ojos cristalinos la pantalla de plasma.

Lo hacía cuando pensaba que  la echaba de menos, y lo hacía cuando me sentía enfadado. En realidad una cosa siempre iba unida a la otra.

 

Mientras la jurisprudencia al parecer iba en mi contra, el juez me había otorgado como medida cautelar la custodia de los malos recuerdos, mientras los buenos se los quedaba ella. 
 
Esos recuerdos perdidos… ¿Cómo eran? Ya no lo recordaba. En realidad, había pensado  que sería mucho más fácil olvidarme de ella, recordando tan sólo el desamor, así que tampoco me había parecido del todo mal el arreglo.

 

El pequeño apartamento en Villa Divorcio, en el que se amontonaban los muebles de Ikea, que él ni siquiera había comprado. Las cajas de cartón escalaban por todas partes, y en una de ellas una cinta VHS. “Verano 2006″se podía leer en la etiqueta escrita con rotulador negro.

 

Debía haber sido feliz aquel verano, en el que ella en la playa de arena blanca se daba la vuelta y me miraba coqueta de aquella forma directamente a los ojos, directamente a la cámara. Se apartaba algunos mechones de pelo, y me dejaba ver sus ojos azul verdoso. 625 líneas de ella. Y siempre las mismas palabras que resonaban a través de aquellos altavoces del home cinema que compré para compartir con ella las tardes lluviosas.

 

-          Será que no me quieres- me decía.
 

Y escuchaba mi propia voz que sonaba mortecina.

-          Te quiero desde siempre, desde el primer día, desde el principio. No sería nada sin ti. Sin ti yo no existiría.

 

En la cocina la lasagna congelada que había comprado, giraba en el microondas  a la vez que mis pensamientos. Todavía quedaba tiempo para la cena y sin embargo pensaba que cuanto antes cenara, antes llegaría la noche, y antes la mañana.

 

A fuerza de dudar, ella había acabado con todo lo bueno. No me habría fijado jamás en ninguna otra. Sí, esa es la verdad. Pero las dudas la consumían, y siempre dudaba y dudaba y no vivía. “Me hartas”, le decía yo.  La mirada de ella, coqueta y cruel. Su piel, tan pálida. Y siempre tan desconfiada.
 

“Fue su culpa, sin duda”, pensé yo. Incluso en un recuerdo feliz como en el de la playa, ella me exasperaba con sus celos sin causa.

 

Sonó un pequeño timbre, que me alejó de aquella ensoñación. La lasagna, o tal vez la puerta. Todo parecía posible. Me decidí por la puerta, y al abrirla  allí estaba, sonriendo tímidamente. Tal vez hubo un tiempo en la que ella sonreía como lo hacía en aquel video que resonaba en aquel apartamento, y del que no recordaba nada.

 

-          Derechos de visita- dijo ella un tanto aturdida, como extrañada de ver el aspecto demacrado que yo tenía- ¿No lo recuerdas? Vengo a buscar los malos recuerdos para llevarlos a dar una vuelta. ¿Qué haces?
 

-          Preparaba la cena. Puedes quedarte con todo. Con los buenos, los malos ¡Qué importa!  ¿Sabes? No los traigas de vuelta.

 

Ella reflexionó unos instantes en la puerta, mientras  parecía tomar fuerzas de flaqueza.

-          Prefiero que te quedes con todo.- le repetí  con firmeza.
 
-          No seas tonto- me contestó. Me asustó esa mirada clara, y esas pestañas que parecían arañarme la memoria.-  Me los llevaré a un bar. Necesito pensar en ellos, y dar una vuelta. ¿Sabes? He estado pensando una cosa y … creo que me quieres.
 

-          Eso es porque no te acuerdas.

Al  fondo se escuchaba mi propia voz que repetía en la pantalla “te quiero desde siempre, desde el principio, desde el primer día”. Una y otra vez la misma melodía.
 
-          Sé que me quieres. Que siempre me has querido. Que nunca has amado a otra.- me dijo ella recordando, mirando la pantalla con las imágenes de aquel verano .-Dime que me quieres.
 
-          No te quiero.
 
-          Pero sí que me quieres.- Y acercó su mano temblorosa. ¡Temblorosa! Y con sus dudas en la yema de los dedos me acarició la mejilla.
 
No recordaba nada bueno. Recordaba portazos. Discusiones. Llantos. Y al fondo esa mirada cristalina. Transparente como aquella playa en la que veíamos los peces nadar en el fondo.…
 
Tal vez en el fondo, muy en el fondo, yo todavía sentía algo por ella, algo escondido como un tesoro entre la arena.

 

-          Te propongo custodia compartida- me dijo ella, casi en un susurro.- Te propongo… – y se calló.
 
Yo intuí que apenas  podía pronunciar las palabras, sin poder apartar la mirada de aquel video de la playa.
Y sonó un pequeño timbre en la cocina. La lasagna. La cena estaba lista.
 

-          He  hecho lasagna. Puedes quedarte, si quieres- le dije resignado y vencido, como única respuesta. – Pero tú sola, como al principio. Dejemos que todos los recuerdos  se queden fuera en el jardín. Cerraremos la puerta.

 

 Y ella se sentó en el sillón envuelto todavía en plástico, justo a mi lado.  Con el mando  a distancia en una mano, y el tenedor en la otra. La mirada puesta en  aquel video de las vacaciones del 2006, que ahora ninguno recordaba.