MEMORIAS DE OLMO VIEJO

En un pequeño rincón, en un jardín, en un lugar llamado Indiana, el niño Abraham me trajo envuelto en una tela, y me colocó despacio en el agujero que hizo con sus propios dedos. Me sentí arropado y pensé que era un buen lugar para echar raíces.

 El jardín era de la señora Pierce, una mujer madura, que dedicaba su vida a ese pequeño rincón de hierbas verdes y menudas salpicadas por flores de colores. ¡Esas campanillas que repiqueteaban en el aire agitando su color violeta, marcaban el paso del tiempo como si fuesen su condena!

 Pasaba el día trabajando en el jardín, con sus guantes manchados, y las tardes, las pasaba en el porche suspirando. Mirando el camino de arena, viendo cómo las imágenes se distorsionaban en sus ojos hasta dibujar las sombras que en su cabeza pintaba. O quizás fuese la edad que no perdonaba. Eso debía ser, porque muchas veces ella susurraba su nombre al distinguir una figura oscura avanzar más allá de la cerca. “Sam, Sam”, decía ella, pero por mucho que estiraba mis ramas para mirar el camino, no conseguía ver nada.

 Aquella mujer, peinada hacia atrás, con el pelo estirado y ya canoso sujeto con una pinza, con ese vestido con el que aguardaba a aquel que nunca llegaba, lloró sobre mí tantas veces regando mi corazón de madera con sus lágrimas, que me llegó muy dentro y absorbí su esencia.

Aquella mujer siempre olía a flores de lavanda recién cortadas, a jabón y a tarta de manzana. Siempre esperando en aquel porche que abrazaba la casa, la señora Pierce no tenía a nadie que la abrazara. Y a cambio ella se llevaba al corazón con fuerza una fotografía amarillenta y emborronada.

 Pero el tiempo giraba y giraba, y la señora Pierce envejeció, esperando eternamente la llegada de aquel hombre que debía ayudarle en su jardín. Ya no salía casi nunca más allá del porche, y a su cuerpo encorvado, y a su mirada siempre ausente, ahora se añadía la pena de ver su precioso jardín perdido para siempre. La naturaleza volvía a reivindicar lo que había sido suyo, y las ramas y la maleza, se abrieron paso, en cada rincón de aquel pequeño mundo, mi mundo, destrozándolo.

 Y así, un día, cuando la señora Pierce se mecía dulcemente, muy despacio en el porche, con la luz del crepúsculo filtrándose entre las ramas de los árboles, se durmió plácidamente para siempre, dejando que aquella fotografía se escapara de sus dedos muertos arrebatada por la brisa que la posó con cuidado en mi copa para que pudiera ver aquel rostro moreno, el rostro de Sam.

El silencio se rompió por culpa de un búho que se movía curioso por mis ramas, y la fotografía se perdió.

Entonces imaginé la razón por la que se habían separado: él tenía la piel negra, oscura, ¡y ella era tan pálida! Tal vez blanco y negro no iban bien juntos.

Comprendí que la vida es frágil y extraña. Y yo estaba atado, encadenado, condenado a seguir mirando desde arriba, aunque no lo quisiera. Cada vez más alto, los años giraban sobre mi espalda, dibujando círculos, y yo quería ser cada vez más y más alto para ver mejor detrás de la cerca y ver cómo el mundo giraba.

Pero las cosas que ví, me estremecieron. Una guerra cruenta se levantó, y el fuego y la pólvora, la muerte y la desesperación se adueñaron de todo. La guerra era lejana, pero aún así, penetraba dentro de mí de forma extraña. Cuántos gritos escuché. Casacas azules. Casacas grises. ¿Qué importaba? Gritos que parecían rayos contra mi corteza de olmo, empañada por la ceniza que cayó sobre mí como si fuese nieve negra. Todo mi cuerpo temblaba. Y después, sólo recuerdo silencio. Silencio durante mucho, mucho tiempo.

Después de tantas marcas solitarias en mi corteza llegaron los Scott, con esos dos niños que iba a ser tan importantes. Jack era un muchacho al que le gustaba subirse a mis ramas. Construyó una pequeña casa, en la que hacer realidad sus sueños. Promesas incumplidas que nunca llegaron a ser más que eso.

 Su hermana, Sarah, fue mi favorita desde el primer día. Ese día en el que llegó siendo niña y al tocar mi tronco y agarrarse a mis ramas, tratando de aspirar mi aroma, susurró “hueles a lavanda”. ¡Claro, que sí, mi pequeña niña, olía a lavanda!

Sarah, era pequeña pero sabía leer y escribir. Leía poesía en voz alta, primero las de otros, y luego empezó a leer las suyas. Yo temblaba de emoción con sus palabras, con su modulación y sus acentos.

 “¿Cuánta gente ha pisado este jardín, y que vidas han llevado?” se preguntaba, inventándose todas aquellas historias.

 O aquellos versos sobre Indiana que empezaban así “Indiana es tierra de Indios y de maizales”, pero que ya no recuerdo.

Imaginaba a todos los indios pisando la hierba, con sus pies descalzos, y según hablaba, me parecía verlos a mi lado. Y ya no me sentí solo, sino que me sentí acompañado.

 Si un árbol viejo puede enamorarse, yo lo hice en ese instante.

 Pero los años, siempre los años pasaron, y Jack que ahora era el tutor de Sarah, había crecido tratando de alcanzar mis ramas, y decidió casarla. Recuerdo los gritos en el porche, y cómo ella lloraba. El viento me traía una mezcla de su fragancia de rosas, con un toque salado de las lágrimas, y los pájaros cantaban tal vez tratando de tapar con su sonido, todos esos llantos y gritos en el abismo.

Su prometido vino entonces, y ella le entregó su vida envuelta en lágrimas y mentiras como engañoso regalo. Ella no le amaba, lo sé. Ella no le amaba. Junto a mi lloró la noche anterior a la boda mientras leía en voz alta aquellos versos, algunos de esos versos que no había tenido el valor de convertir en ceniza para entregarlos al viento. Esos versos suyos, que su esposo no aprobaría. Y allí con la luna como testigo, y con una pequeña pala, Sarah cavó  y enterró una caja metálica.

“Aquí guardo mi vida, y entierro mi alma”.

 Y la ví alejarse con su velo de novia y ese olor a rosas, que ya nunca me ha abandonado.

Jack se quedó a cargo de la casa. Las deudas, los problemas debían ser profundos, porque sus arrugas surcaban su rostro de líneas anchas y oscuras. Muy distinto del hombre en que se había convertido de aquel otro niño, pues debía ser otro niño,  cuyo peso aún sentía en mis ramas. ¿Por qué hay que complicarlo todo? Me decía. Ojalá hubiera podido caminar y sentarme junto a él en el porche, y poder recordarle todas esas cosas, que siempre fueron importantes. Pero no podía, la impotencia ha sido mi vida.

Ni siquiera pude hacer nada cuando él llegó un día con una cuerda que ató a una de mis ramas y a su propio cuello. Hacía muchos años habíamos estado unidos, compartiendo tantos sueños, grabándolos él sobre mi corteza con su pequeña navaja. Y ahora, yo,  que todavía tenía sobre mí aquella casa de madera, o lo que quedaba de ella entre mis ramas, le convertí en una marioneta sujetando su hilo,  sin poder hacer nada más que sujetar su último aliento. ¿Por qué contemplar tanta tristeza? Mis hojas cayeron desconsoladas, mi grito de dolor despertó a los polluelos que dormían plácidamente en un nido.

Vida y muerte a tan escasa distancia.

 Sarah tuvo una hija, Mary, que se hizo sufragista. Su madre no la comprendía. De tanto fingir, acabó por creerse su vida de mentira. Y Mary se marchó, y nunca regresó.

Y tal vez Sarah, en la soledad de aquella casa, a la que el porche abrazaba y que había heredado, al mecerse suavemente y mirar hacía el jardín pensara en aquella caja que había enterrado, y en esa vida que había perdido. En esa pequeña tumba que ella misma se había cavado.

Pensó seguro que era irónico que Jack hubiera muerto justo en aquel lugar, bajo aquellas ramas, mis ramas, donde ella había muerto hacía tantos años.

Sarah se apagó lentamente, como la tarde se apaga, como si fuera una tenue llama, y el aliento la hiciera estremecer hasta borrarla. Ya no me quedaba más dolor en mi salvia blanca.

 Ahora, el nuevo inquilino es un hombre corpulento, de piel negra, me estremecí al saber que su nombre era Sam y que le gustaba la jardinería. ¿Por qué el tiempo es tan relativo? Me gustaría decirle a la señora Pierce que tal y como ella esperaba, un hombre llamado Sam de piel oscura, volvió un día, y se sentó en el mismo porche en el que ella consumió su vida. Si hubiera podido llorar lo habría hecho, pero los olmos viejos no lloran, salvo cuando la mañana los cubre de rocío.

Y ví aquel hombre, al otro Sam, remover el suelo con la pala hasta encontrar una vieja caja, de la que sacó unos poemas, que leyó en voz alta, en el porche a la luz de las velas, mientras tomaba una porción de tarta de manzana. “Vida y muerte de Sarah Scott” . “¿Cuánta gente ha pisado este jardín, y que vidas han llevado?”, se preguntaba Sarah. Él conocía a un editor, y se encargaría de hacerle llegar el manuscrito. “Sarah Scott, te harás famosa”, pensó.

Aquello le dio la idea. Abrió un viejo libro de la biblioteca, “Historia de Indiana”. En la primera página, unos trazos infantiles reivindicaban a su propietaria “Mary S.”. Y una nota, escrita mucho después, cuando aquella niña ya habría aprendido a domar su caligrafía “¿Por qué no hay mujeres en este libro?”. Y Sam sonrío, y susurró:

-          Yo también sé mucho de eso. Me he sentido siempre ignorado, despreciado, discriminado, pero creo que es hora de salir de detrás de las sombras.

Descorchó una botella de vino, aromatizada con rosas y lavanda, vertió el vino en la copa, y al levantarlo, dejando que la luz del crepúsculo le otorgara un color más oscuro dentro del cristal, pasó varios hojas del libro y el azar quiso que apareciera una fotografía de Abraham Lincoln. 

Reconocí en la fotografía la ternura de aquel niño Abraham que tantos años atrás, me habían abrazado, y me sentí conmovido y emocionado.

Y Sam abrió un cuaderno y empezó a escribir “Vida de Abraham Lincoln por Samuel Reddison”. Él siempre había querido escribir, pero nunca, nunca se había atrevido, y ahora que los tiempos estaban cambiando tanto, tal vez tenía una deuda con todos aquellos que habían perdido sus sueños en el camino.

Y yo contemplé la escena a través de mis hojas, que eran como miles de ojos, y  pude ver como el jardín volvía a ser lo que había sido un día.

Y casi pude ver al niño Abraham que me colocaba con cuidado en un agüjero hecho con sus manos, en un pequeño jardín, en un lugar llamado Indiana.

Y sonreí al comprender al fin, que el tiempo pasa, y pisa todo a su paso.  Sólo quedan los sueños, que revolotean como mariposas en un jardín muerto, hasta que al fin parecen posarse en algún sitio, y se cumplen. Por eso soñar es tan importante.

M.S.

 

BORDADOS

Mis hermanas y yo cosíamos por la tarde en el cuarto azul, hasta que la luz de las ventanas hacía que los ojos se volvieran torpes, como envueltos en una nebulosa muy parecida a la niebla que había tras las ventanas. La rutina diaria incluía cuando el tiempo lo permitía un paseo por el pueblo o por los páramos, pero irremediablemente, la tarde pertenecía a la costura. Mis hermanas sacaban sus cestillos y se afanaban en hacer bordados para su futuro ajuar. Ese ajuar que nunca llegaba el momento de utilizar, y que empezábamos a pensar que nunca llegaría.  
 
Yo me sentaba junto a la ventana, en un pequeño escritorio y también cosía, pero cosía palabras. Cada uno de los puntos de mi labor era una palabra, un adjetivo, un adverbio… Cada palabra se encadenaba a la siguiente haciendo un hermoso dibujo, como parte indisoluble de aquellos relatos que en las noches de invierno leía a mis hermanas y que nos cubrían con un manto de esperanza hasta entrar en calor. 
 
Ahora trabajaba en la historia de Micaela Roberts, una joven huérfana. Había sido criada por una anciana, que veía en ella el mismo espíritu que tenía de niña. Esta señora le había hablado del mar y de aquel verano extraño, en el que se convirtió en lo que era, una aventurera. Aunque habían pasado muchos años desde que ella se hizo a la mar, todavía cuando miraba el suelo, le parecía que se movía bajo sus pies, a causa del agua. 
 
“Si me hubieras visto Micaela, surcando el mar en un barco de vela. El pirata Michael no era lo que se dice un hombre honrado, pero que me aspen si he visto hombre más bueno. La mitad de mi vida la viví en aquel barco, el Espíritu del Mar, y allí morí, con el cuerpo de mi amado Michael en mis brazos, el barco balanceándose, y aquellos hombres abordándolo. Tenía un dinero guardado, y lo recogí y compré esta granja, luego llegaste tú, como escupida del mar, como un trofeo, como un regalo. La hija que nunca tuve. Te llamé Micaela por él” 
 
Micaela creció con el amor al mar y al agua salada en cada rincón de su cuerpo. Sentía la llamada del mar, de las olas que rompían con fuerza contra las rocas. No tenía miedo de nada. Siempre supo que ella quería ser bucanera, como lo había sido su madre adoptiva. 
 
-         No sabes lo que dices, muchacha.- decía la señora Roberts, tal vez pensando que había exagerado las virtudes de la vida en el mar, y poco las incomodidades de las mareas.  
Un día Micaela se echó a la mar con su barco de remos, sin atender a razones. En mitad de su paseo empezó a llover copiosamente. Hasta que su pequeña barquita pintada de color azul acabó por zozobrar. Micaela no nadaba demasiado bien, y luchó con todas sus fuerzas contra la inmensidad de las olas, tratando de aferrarse a la vida.  
 
Sin embargo, sus brazos, sus piernas, cada vez estaban más cansados y adormecidos por el frío mar que la mecía. A punto estaba de perder el conocimiento cuando unos brazos aguerridos la cogieron de los hombros y la levantaron como si fuera tan sólo una muñeca.  
Ella no recordaba como había sido su rescate. De hecho pensó que había muerto, hasta que abrió los ojos al sol y tuvo que volver a cerrarlos.  
 
Le dolía la cabeza, y tenía una fuerte sensación de mareo. Debía estar viva. Nunca oyó de fantasmas con nauseas. Su salvador no era un pirata como había pensado.
Era sólo un pescador. Micaela, disimuló cierta decepción, ya que por lo demás el chico era lo que siempre había querido… 
 
- Me parece que viene alguien- me interrumpió Susan, apartando por un momento sus ojos de la labor. 
No me importaba que mis hermanas estuvieran a mí alrededor mientras escribía, pero me ponía furiosa, si oía pasos desconocidos en el pasillo. No me gustaban mucho las visitas porque tenían la costumbre de interrumpirme en mi momento de mayor creatividad, cuando estaba inmersa en un duelo, o en un momento íntimo, o como en este caso en el momento del rescate de Micaela. El momento era importante, conocía a su salvador y a la vez al hombre que amó desde el primer momento, un honrado y pobre pescador.
 
Ahora debía dejar a la pareja, con sus sentimientos recién nacidos en el barco pesquero, mientras atendía a los visitantes. Dejar el manuscrito tapado con la labor, y mientras ofrecía un té y una sonrisa, mirar de soslayo a la historia, y en silencio pensar un poco ella, mientras las palabras que se podían decir, eran dichas en el salón, y las otras, las silenciosas, se quedaban en los labios apenas rozaban la taza de porcelana. Quizás, Micaela Roberts se quedara inmersa también en sus pensamientos, mirando a Matthew Cole, cuando pensaba que él no estaba mirando. Quizás ella tenía también una vida silenciosa e interior, o quizás con los ojos chispeantes y borrosos se fijara en su rostro curtido o en su camisa humeda por la brisa marina.

 
“Se miraron unos momentos a penas. Ambos apartaron la mirada. Tímidos. Nerviosos. ¿Podía ser que dos personas fueran reunidas en el mar de esa manera? Ya había pasado con la señora Roberts, y ahora, con Micaela.
-          No seré bucanera. Seré su esposa, y estaré contenta- se dijo en silencio la muchacha”
 
Así fue como aquel día en el que Micaela fue rescatada por Matthew Cole, el pobre y bonachón Cole,  recibí a Arthur Honneyline. Como Cole, Arthur Honneyline, el hijo del Squire, había venido a salvarme de alguna manera. A hacerme una proposición.
Cada día era lo mismo, Arthur era una buena compañía. Era apuesto, culto y siempre nos traía noticias divertidas de pueblo, a mí y a mis hermanas. Mentiría si no dijera que me agradaba su compañía. Pero más allá de eso no quería pensar nada. 
 
Susan, que bordaba preciosos tapices, con los que decorar la casa, o Mary, tan buena, tan honrada. Dos buenas esposas, esperando eternamente en el salón, sin mucho más que hacer a parte de esperar y bordar. 
Yo no escuchaba. No era una buena elección para Arthur, así que cuando me dijo que deseaba tener una entrevista a solas conmigo y salimos al jardín, con los páramos llamándome a lo lejos, supe que debía rechazarle. Por el camino pensaba en Micaela, oculta bajo la costura, y pensaba en Matthew Cole, y fui vislumbrando su declaración de amor.
 
“-   Soy pobre, Micaela. Pobre, pero trabajador. No puedo ofrecerte mucho, pero todo lo mío es tuyo.  
Y Micaela, y la señora Roberts, se abrazaron y lloraron de felicidad, cuando le despidieron en la puerta, y le vieron marchar. Las nubes llegaban a lo lejos en ese instante, y al momento, la calma del día se transformó. Las ramas se retorcían, y un chillido enloquecedor precedió a la gran tormenta.”
 
-          Querida.- Honneyline cortó el torbellino de pensamientos de mi cabeza como un portazo corta el espíritu del viento- No puedes saber lo mucho que he sufrido desde hace años, pero ya está todo arreglado. Desde el principio, para mí, no ha habido nadie más que tú. Ya sé que pensarás que es una locura, pero solía llegar hasta los páramos y agazaparme cuando sólo era un muchacho. Y te veía jugar con tus hermanas, junto a la casa, con las piernas arañadas por el brezo, con el rostro manchado por el viento. Siempre eras tú, la más valiente, la más hermosa. Y siempre supe que me casaría contigo. 
 
Le dejé hablar como en sueño, pero bien sabía yo que lo que pretendía era impensable. No podía casarme con él. Era imposible. En realidad no podía casarme con nadie. Supongo que hay personas que han nacido para estar cosidas al alma de otras personas. Pero yo no.
 
¿Qué pensaría de mí Arthur si supiera mi secreto?, me pregunté. Si supiera que escribo noches enteras cuentos de piratas, a la luz de las velas. No soy una buena esposa, para él. ¿Y si fuera todo diferente? !Si pudiera amarle sin renunciar a mi vida, a mi arte!
¿Realmente escribir es tan importante? 
 
Si al menos, él hubiera elegido a Susan o a Mary… yo le tendría cerca, como un buen amigo. Tan sólo sería la cuñada excéntrica. Pero ¿cómo rechazar su propuesta, cuando el alma está partida en dos? Cómo arrojar una parte al olvido, y encarar el destino con resignación.   ¿Podría dar una puntada sin hilo? ¿Podría cortar el hilo, y hacer un nudo en el corazón?
¿Si no lo hacía cuanto tiempo podríamos vivir así, de una pequeña renta, tres mujeres solas? Siempre habíamos dicho que una al menos debía casarse. Y debía casarse bien. No podía fallarles. No podría mirarlas a  la cara mientras los inviernos se sucedían marcando su piel, y los años pasaban como las hojas de un libro sin ser leídas. 
 
Puede que la pequeña llama de amor, si puede llamarse así, que sentía por Arthur no ardiera lo suficiente como para convencerme, pero el cariño a mis hermanas era mayor. Y así, pensando todo esto, mis labios acertaron a pronunciar un “sí”, que me atravesó el alma al momento. Un “sí” que se convirtió en rayo a lo lejos y partió el barco de Cole en dos, y le dejó a él a la deriva. Muerto. 
 
Me despedí de Honnelyne con un beso. Él se marchó feliz y en silencio. Demasiadas palabras dichas, que debían consolar su alma torturada durante tanto tiempo. Mis hermanas me preguntaron, pero no les dije nada. “Todavía no diré nada” me dije, mientras corría a mi escritorio. Escribiría toda la noche. Sin parar. Se me iría el alma con cada palabra. Aunque las palabras se las llevara el viento. Aunque el manuscrito muriera en casa, en triste silencio. 
 
A Micaela le dirían “el barco nunca llegó a su destino, se perdió entre las olas, entre la tormenta, en un infierno gris de desolación”. Y Micaela desconsolada entrará en el agua decidida y con cada paso su falda mojada se hará más pesada, hasta que ya no pueda tocar el suelo y la falda la arrastre hacia el fondo, donde por fin será consolada.  
 
Y me veo a mi misma rodeada de agua, La falda pesa demasiado. Y sólo puedo pensar en mis hermanas haciendo bordados, mientras yo poco a poco me voy hundiendo, como si yo fuera el hilo, y la aguja me atravesara por el medio y me empujara debajo,  al fondo del mar, en el centro del bordado.  

Los rayos jóvenes del día entraron por la ventana anunciando la mañana, cuando me dormí en mi escritorio. A lo lejos, en los páramos de mi sueño, logré distinguir un barco, logre distinguir una bandera pirata, que ondeaba en la lontananza. ·”Es mi conciencia que busca otro final para la muchacha Micaela”. Un nuevo rescate del mar. Y así entre sueños, doy las últimas puntadas a mi relato, y sólo por la noche, entre las sábanas, veo las velas de un barco, y veo a Micaela en lo alto, que sonríe y me da las gracias, por dejarle vivir surcando los mares a bordo del “Espíritu de mar”. Cuantas historias que no serán escritas vivirá Micaela en el silencio de mi pensamiento !Cuánto llorará a Matthew Cole, el pobre pescador!
 
Y mirará al horizonte, y pensará en él y pensará en sus sueños rotos, y desvanecidos, perdidos para siempre entre la espuma de la marea. Y quien sabe si un día, el mar brillará con la luz de la luna a lo lejos, y se verá la sombra de un barco que se irá acercando, como atraído por un imán. Y desde el mástil en el que se apoyará Micaela, a través del catalejo, sus ojos verán a un hombre apuesto, de anchos hombros, la camisa abierta y húmeda por la brisa del mar. Los ojos, brillantes y borrosos. “No puede ser verdad…”, dirá con el corazón palpitando con fuerza, golpeando el mástil que se tambalea, como agitando su brazo en pleno mar. “Él tiene que verme ahora. Ahora él me verá”, mientras sus lágrimas saladas caen al mar. Las últimas lágrimas que derramará.
 
Ahora, mis hermanas y yo cosemos cada tarde en el cuarto azul. Y Arthur me coge de la mano, mientras por un momento dejo la labor a un lado. Y él, con su traje azul bien abotonado, me dice con ojos brillantes “me encantan, me encantan tus bordados”. Y yo sonrío, y le beso, y a veces pienso en mi  tumba que sólo será visitada por el viento y en mi pluma arrastrada por el mar.

BORDADOS

Mis hermanas y yo cosíamos por la tarde en el cuarto azul, hasta que la luz de las ventanas hacía que los ojos se volvieran torpes, como envueltos en una nebulosa muy parecida a la niebla que había tras las ventanas. La rutina diaria incluía cuando el tiempo lo permitía un paseo por el pueblo o por los páramos, pero irremediablemente, la tarde pertenecía a la costura. Mis hermanas sacaban sus cestillos y se afanaban en hacer bordados para su futuro ajuar. Ese ajuar que nunca llegaba el momento de utilizar, y que empezábamos a pensar que nunca llegaría.  
 
Yo me sentaba junto a la ventana, en un pequeño escritorio y también cosía, pero cosía palabras. Cada uno de los puntos de mi labor era una palabra, un adjetivo, un adverbio… Cada palabra se encadenaba a la siguiente haciendo un hermoso dibujo, como parte indisoluble de aquellos relatos que en las noches de invierno leía a mis hermanas y que nos cubrían con un manto de esperanza hasta entrar en calor. 
 
Ahora trabajaba en la historia de Micaela Roberts, una joven huérfana. Había sido criada por una anciana, que veía en ella el mismo espíritu que tenía de niña. Esta señora le había hablado del mar y de aquel verano extraño, en el que se convirtió en lo que era, una aventurera. Aunque habían pasado muchos años desde que ella se hizo a la mar, todavía cuando miraba el suelo, le parecía que se movía bajo sus pies, a causa del agua. 
 
“Si me hubieras visto Micaela, surcando el mar en un barco de vela. El pirata Michael no era lo que se dice un hombre honrado, pero que me aspen si he visto hombre más bueno. La mitad de mi vida la viví en aquel barco, el Espíritu del Mar, y allí morí, con el cuerpo de mi amado Michael en mis brazos, el barco balanceándose, y aquellos hombres abordándolo. Tenía un dinero guardado, y lo recogí y compré esta granja, luego llegaste tú, como escupida del mar, como un trofeo, como un regalo. La hija que nunca tuve. Te llamé Micaela por él” 
 
Micaela creció con el amor al mar y al agua salada en cada rincón de su cuerpo. Sentía la llamada del mar, de las olas que rompían con fuerza contra las rocas. No tenía miedo de nada. Siempre supo que ella quería ser bucanera, como lo había sido su madre adoptiva. 
 
-         No sabes lo que dices, muchacha.- decía la señora Roberts, tal vez pensando que había exagerado las virtudes de la vida en el mar, y poco las incomodidades de las mareas.  
Un día Micaela se echó a la mar con su barco de remos, sin atender a razones. En mitad de su paseo empezó a llover copiosamente. Hasta que su pequeña barquita pintada de color azul acabó por zozobrar. Micaela no nadaba demasiado bien, y luchó con todas sus fuerzas contra la inmensidad de las olas, tratando de aferrarse a la vida.  
 
Sin embargo, sus brazos, sus piernas, cada vez estaban más cansados y adormecidos por el frío mar que la mecía. A punto estaba de perder el conocimiento cuando unos brazos aguerridos la cogieron de los hombros y la levantaron como si fuera tan sólo una muñeca.  
Ella no recordaba como había sido su rescate. De hecho pensó que había muerto, hasta que abrió los ojos al sol y tuvo que volver a cerrarlos.  
 
Le dolía la cabeza, y tenía una fuerte sensación de mareo. Debía estar viva. Nunca oyó de fantasmas con nauseas. Su salvador no era un pirata como había pensado.
Era sólo un pescador. Micaela, disimuló cierta decepción, ya que por lo demás el chico era lo que siempre había querido… 
 
- Me parece que viene alguien- me interrumpió Susan, apartando por un momento sus ojos de la labor. 
No me importaba que mis hermanas estuvieran a mí alrededor mientras escribía, pero me ponía furiosa, si oía pasos desconocidos en el pasillo. No me gustaban mucho las visitas porque tenían la costumbre de interrumpirme en mi momento de mayor creatividad, cuando estaba inmersa en un duelo, o en un momento íntimo, o como en este caso en el momento del rescate de Micaela. El momento era importante, conocía a su salvador y a la vez al hombre que amó desde el primer momento, un honrado y pobre pescador.
 
Ahora debía dejar a la pareja, con sus sentimientos recién nacidos en el barco pesquero, mientras atendía a los visitantes. Dejar el manuscrito tapado con la labor, y mientras ofrecía un té y una sonrisa, mirar de soslayo a la historia, y en silencio pensar un poco ella, mientras las palabras que se podían decir, eran dichas en el salón, y las otras, las silenciosas, se quedaban en los labios apenas rozaban la taza de porcelana. Quizás, Micaela Roberts se quedara inmersa también en sus pensamientos, mirando a Matthew Cole, cuando pensaba que él no estaba mirando. Quizás ella tenía también una vida silenciosa e interior, o quizás con los ojos chispeantes y borrosos se fijara en su rostro curtido o en su camisa humeda por la brisa marina.

 
“Se miraron unos momentos a penas. Ambos apartaron la mirada. Tímidos. Nerviosos. ¿Podía ser que dos personas fueran reunidas en el mar de esa manera? Ya había pasado con la señora Roberts, y ahora, con Micaela.
-          No seré bucanera. Seré su esposa, y estaré contenta- se dijo en silencio la muchacha”
 
Así fue como aquel día en el que Micaela fue rescatada por Matthew Cole, el pobre y bonachón Cole,  recibí a Arthur Honneyline. Como Cole, Arthur Honneyline, el hijo del Squire, había venido a salvarme de alguna manera. A hacerme una proposición.
Cada día era lo mismo, Arthur era una buena compañía. Era apuesto, culto y siempre nos traía noticias divertidas de pueblo, a mí y a mis hermanas. Mentiría si no dijera que me agradaba su compañía. Pero más allá de eso no quería pensar nada. 
 
Susan, que bordaba preciosos tapices, con los que decorar la casa, o Mary, tan buena, tan honrada. Dos buenas esposas, esperando eternamente en el salón, sin mucho más que hacer a parte de esperar y bordar. 
Yo no escuchaba. No era una buena elección para Arthur, así que cuando me dijo que deseaba tener una entrevista a solas conmigo y salimos al jardín, con los páramos llamándome a lo lejos, supe que debía rechazarle. Por el camino pensaba en Micaela, oculta bajo la costura, y pensaba en Matthew Cole, y fui vislumbrando su declaración de amor.
 
“-   Soy pobre, Micaela. Pobre, pero trabajador. No puedo ofrecerte mucho, pero todo lo mío es tuyo.  
Y Micaela, y la señora Roberts, se abrazaron y lloraron de felicidad, cuando le despidieron en la puerta, y le vieron marchar. Las nubes llegaban a lo lejos en ese instante, y al momento, la calma del día se transformó. Las ramas se retorcían, y un chillido enloquecedor precedió a la gran tormenta.”
 
-          Querida.- Honneyline cortó el torbellino de pensamientos de mi cabeza como un portazo corta el espíritu del viento- No puedes saber lo mucho que he sufrido desde hace años, pero ya está todo arreglado. Desde el principio, para mí, no ha habido nadie más que tú. Ya sé que pensarás que es una locura, pero solía llegar hasta los páramos y agazaparme cuando sólo era un muchacho. Y te veía jugar con tus hermanas, junto a la casa, con las piernas arañadas por el brezo, con el rostro manchado por el viento. Siempre eras tú, la más valiente, la más hermosa. Y siempre supe que me casaría contigo. 
 
Le dejé hablar como en sueño, pero bien sabía yo que lo que pretendía era impensable. No podía casarme con él. Era imposible. En realidad no podía casarme con nadie. Supongo que hay personas que han nacido para estar cosidas al alma de otras personas. Pero yo no.
 
¿Qué pensaría de mí Arthur si supiera mi secreto?, me pregunté. Si supiera que escribo noches enteras cuentos de piratas, a la luz de las velas. No soy una buena esposa, para él. ¿Y si fuera todo diferente? !Si pudiera amarle sin renunciar a mi vida, a mi arte!
¿Realmente escribir es tan importante? 
 
Si al menos, él hubiera elegido a Susan o a Mary… yo le tendría cerca, como un buen amigo. Tan sólo sería la cuñada excéntrica. Pero ¿cómo rechazar su propuesta, cuando el alma está partida en dos? Cómo arrojar una parte al olvido, y encarar el destino con resignación.   ¿Podría dar una puntada sin hilo? ¿Podría cortar el hilo, y hacer un nudo en el corazón?
¿Si no lo hacía cuanto tiempo podríamos vivir así, de una pequeña renta, tres mujeres solas? Siempre habíamos dicho que una al menos debía casarse. Y debía casarse bien. No podía fallarles. No podría mirarlas a  la cara mientras los inviernos se sucedían marcando su piel, y los años pasaban como las hojas de un libro sin ser leídas. 
 
Puede que la pequeña llama de amor, si puede llamarse así, que sentía por Arthur no ardiera lo suficiente como para convencerme, pero el cariño a mis hermanas era mayor. Y así, pensando todo esto, mis labios acertaron a pronunciar un “sí”, que me atravesó el alma al momento. Un “sí” que se convirtió en rayo a lo lejos y partió el barco de Cole en dos, y le dejó a él a la deriva. Muerto. 
 
Me despedí de Honnelyne con un beso. Él se marchó feliz y en silencio. Demasiadas palabras dichas, que debían consolar su alma torturada durante tanto tiempo. Mis hermanas me preguntaron, pero no les dije nada. “Todavía no diré nada” me dije, mientras corría a mi escritorio. Escribiría toda la noche. Sin parar. Se me iría el alma con cada palabra. Aunque las palabras se las llevara el viento. Aunque el manuscrito muriera en casa, en triste silencio. 
 
A Micaela le dirían “el barco nunca llegó a su destino, se perdió entre las olas, entre la tormenta, en un infierno gris de desolación”. Y Micaela desconsolada entrará en el agua decidida y con cada paso su falda mojada se hará más pesada, hasta que ya no pueda tocar el suelo y la falda la arrastre hacia el fondo, donde por fin será consolada.  
 
Y me veo a mi misma rodeada de agua, La falda pesa demasiado. Y sólo puedo pensar en mis hermanas haciendo bordados, mientras yo poco a poco me voy hundiendo, como si yo fuera el hilo, y la aguja me atravesara por el medio y me empujara debajo,  al fondo del mar, en el centro del bordado.  

Los rayos jóvenes del día entraron por la ventana anunciando la mañana, cuando me dormí en mi escritorio. A lo lejos, en los páramos de mi sueño, logré distinguir un barco, logre distinguir una bandera pirata, que ondeaba en la lontananza. ·”Es mi conciencia que busca otro final para la muchacha Micaela”. Un nuevo rescate del mar. Y así entre sueños, doy las últimas puntadas a mi relato, y sólo por la noche, entre las sábanas, veo las velas de un barco, y veo a Micaela en lo alto, que sonríe y me da las gracias, por dejarle vivir surcando los mares a bordo del “Espíritu de mar”. Cuantas historias que no serán escritas vivirá Micaela en el silencio de mi pensamiento !Cuánto llorará a Matthew Cole, el pobre pescador!
 
Y mirará al horizonte, y pensará en él y pensará en sus sueños rotos, y desvanecidos, perdidos para siempre entre la espuma de la marea. Y quien sabe si un día, el mar brillará con la luz de la luna a lo lejos, y se verá la sombra de un barco que se irá acercando, como atraído por un imán. Y desde el mástil en el que se apoyará Micaela, a través del catalejo, sus ojos verán a un hombre apuesto, de anchos hombros, la camisa abierta y húmeda por la brisa del mar. Los ojos, brillantes y borrosos. “No puede ser verdad…”, dirá con el corazón palpitando con fuerza, golpeando el mástil que se tambalea, como agitando su brazo en pleno mar. “Él tiene que verme ahora. Ahora él me verá”, mientras sus lágrimas saladas caen al mar. Las últimas lágrimas que derramará.
 
Ahora, mis hermanas y yo cosemos cada tarde en el cuarto azul. Y Arthur me coge de la mano, mientras por un momento dejo la labor a un lado. Y él, con su traje azul bien abotonado, me dice con ojos brillantes “me encantan, me encantan tus bordados”. Y yo sonrío, y le beso, y a veces pienso en mi  tumba que sólo será visitada por el viento y en mi pluma arrastrada por el mar.

M.S.

EL BESO

Yo, Charmion, miraba a mi reina borrosa tras las cortinas. Parecía perder sus contornos, y mezclarlos con las sombras rosáceas del Nilo. Nadie dormía bien en palacio desde la batalla de Actium. Mi mirada cansada se perdía en el río buscando la de mi reina amada entre las sombras del recién nacido día. “Los días andarán a partir de ahora, huérfanos, sin su reina”, decía Cleopatra. Se escuchaba el eco del río cercano que bañando los dos reinos, como serpientes, el Alto y el Bajo Egipto, los inundaba de vida, y acallaba las palabras de mi reina, que parecía volver a la vida  por unos instantes, al ver el reflejo de Antonio a lo lejos como un espejismo en el desierto.  
Desde Actium. Desde Actium la vida había sido muy diferente en palacio. Como si a mi señor le hubiera mordido la más venenosa serpiente, la de la cobardía, y fuera consumiéndole poco a poco.  Un valeroso general huyendo de su propio pueblo. Y Roma acechando a cada momento, como una serpiente rodea con su frío cuerpo su presa.
La salida victoriosa para mi reina era aliarse con Octavio. Un beso. Un beso que le hechizara como antes a César y luego a Antonio. Pero Octavio era diferente. Y su corazón de reina aún latiendo en su pecho, yacía ya en la tumba de Antonio, todavía caliente. No. La única opción posible, la única salida era unirse en la muerte con él, como se había unido en la vida. Y yo, Charmion, su fiel criada, lo sabía. Aunque no lo hubiéramos hablado. No podía permitir que mi reina, mi amada reina, la única persona a la que realmente había amado acabara sus días cautiva en una tierra extranjera, tan lejos del Nilo.  
Bala levantó los ojos del libro. Después de horas leyendo en el porche alumbrada tan solo por las estrellas del cielo, y la tenue luz de una vela, contemplaba las luces de la mañana sobre el río a través de una nebulosa tejida por el cansancio.  
¡Demasiado peso en sus pequeños párpados! Miró al horizonte con la mirada perdida, hasta donde la vista mezclaba las formas. Pasó sus finos dedos por las palabras escritas en aquel libro de la biblioteca del mayor Firch, y buscó con sus ojos el final de aquella historia “Cleopatra VII de los Ptolomeos”, pero estaba tan cansada que las palabras, caían sobre sus pestañas cerrándole los ojos.  

Bala era shudra, era sierva según el sistema de castas. Ese sistema de castas que nunca había funcionado tras los muros de aquella casa inglesa a orillas del Ganges. El mayor Firch la había recogido hacía muchos años, y lejos de tratarla como su criada, le había enseñado cosas de la vida, entre ellas, a leer las palabras inglesas. Y así leía ella, con los pies enroscados, como serpientes, alrededor de su cuerpo y el sari tapando su piel morena. 
La consciencia se escabullía de su cuerpo y se desvanecía entre las sombras del porche, y Bala antes de dormirse al fin, pudo ver en un segundo un resplandor dorado moverse en el jardín. “Debe ser una serpiente”, se dijo. “En cuanto despunte el día haré que la busquen bien entre las ramas”. 
Y antes de que el brillo de la  mañana, redujera la oscuridad a su cárcel de sombras, haciendo brillar la madera del porche, Bala penetró entre sueños en la claridad del día que se filtraba a través de unas lujosas cortinas. Muy lejos del Ganges, a orillas del Nilo. En el palacio de Cleopatra.  
“Es el momento, mi reina, ya es de día, y pronto llegará Octavio”, le susurré al oído, ofreciendo con mis gastados dedos de sierva la cesta de fruta fresca.
Ahora Yo, Charmión ya no era egipcia, era una muchacha india fea y deforme. “Soy shudra”, recordaba Bala. “Y la reina nunca me amó, como nunca me amó el mayor”. 
“Si sólo fuera más hermosa”, se susurró Bala en su corazón. “Y tuviera un bonito vestido”, y miraba el sari reconvertido extrañamente en un vestido muy diferente, hecho de lino. Y la reina, clavaba su mirada expectante, con los ojos vacíos.
Muy cerca, las serpientes anunciaban con su siseo su presencia.  Sólo había necesitado una mirada de mi reina y había comprendido. Dos serpientes. Enrolladas, y escondidas en la cesta, bajo la fruta. Salían ahora presurosas en busca de alguien a quien inyectar su veneno. Muy cerca. Sólo le quedaba esperar. Esperar ese último beso envenenado, mientras, yo, Bala contemplaba con ojos de Charmion la triste escena.  
 
 Aquella mañana el mayor Firch estaba inquieto y se levantó antes de tiempo, empapado por el sudor, salió en busca de aire fresco. Y la vió a ella tendida, velando su sueño. “De nuevo se ha quedado dormida leyendo”, pensó. India se le había metido dentro de tal manera que era incapaz de pensar en otra cosa. “Hasta esa pequeña niña que recogí, y que se ha convertido en una perfecta criada inglesa, ¿no es verdad que es hermosa?, o tal vez es que me estoy haciendo viejo”  
Y el mayor a penas penetró en su precioso jardín inglés enmarañado, cuando la cobra dorada, cayó sobre él como un rayo de sol en la mañana. Fue muy rápido, el veneno se extendió con tal rapidez, que paralizó hasta sus palabras. No tuvo que esperar, y aunque intentó llamar a Bala, ésta dormía mecida por la brisa del río, inmersa en un profundo sueño.
Y  la luz del sol alcanzó los ojos de Bala, y ésta despertó sobresaltada, con las imágenes del sueño grabadas en las retinas,  no sabía si había despertado. Ahora era Charmion, y se veía así misma bajando las escaleras hasta el jardín, con los pies descalzos.” ¿No es la reina tendida en el suelo?” Pero se acercó despacio y sintió un profundo dolor que empezaba en el pecho y le recorría el cuerpo, rebañándolo por dentro. No era un sueño. No era Cleopatra. Era el mayor Firch. ! El mayor Firch! ¡Siempre fue tan bueno y amable! Y ella le amaba tanto… Y ahora ¿que ocurriría con ella?, ¿qué ocurriría?  Le rozó con sus labios sólo un momento. Todavía notaba el calor de su aliento. Bala abrazó fuertemente su cuerpo, como nunca se había atrevido. Ahora era suyo, sólo suyo. Y así le meció, vertiendo dulcemente en su oído palabras de amor, esperando que la cobra saliera de su escondite y le otorgara a ella también la eternidad, inyectada en sus colmillos.   
 
 Y en el jardín les encontramos a ambos, enredados como dos serpientes. Nada se pudo hacer por ellos. Y en el porche, encontramos un libro olvidado, el libro de Bala, y leímos en alto el último párrafo:  
“El último beso. El último beso de Antonio, !cómo lo recuerdo!”, decía Cleopatra, tratando de no pensar en el dolor punzante que notaba en el pecho. Pensaba en la calidez de su beso, de sus brazos rodeando su cuerpo. “Si lo hubiera sabido, si hubiera sabido que era el último beso, nunca le hubiera dejado sólo. Tengo todavía su sabor dentro. ¡Y pensar que llegué a imaginarme con Octavio después! Y creo que el veneno va fluyendo dentro de mí. Pero yo sólo puedo pensar en Antonio” 
Y así fue, con estas palabras,  como mi reina se despidió del mundo, y murió en mis brazos. Y yo cerré sus ojos, contemplándola por última vez. Acerqué mis labios y me despedí con un beso, sabiendo que pronto, muy pronto, volvería a estar con ella.  

M.S.

EL BESO

Yo, Charmion, miraba a mi reina borrosa tras las cortinas. Parecía perder sus contornos, y mezclarlos con las sombras rosáceas del Nilo. Nadie dormía bien en palacio desde la batalla de Actium. Mi mirada cansada se perdía en el río buscando la de mi reina amada entre las sombras del recién nacido día. “Los días andarán a partir de ahora, huérfanos, sin su reina”, decía Cleopatra. Se escuchaba el eco del río cercano que bañando los dos reinos, como serpientes, el Alto y el Bajo Egipto, los inundaba de vida, y acallaba las palabras de mi reina, que parecía volver a la vida  por unos instantes, al ver el reflejo de Antonio a lo lejos como un espejismo en el desierto.  
Desde Actium. Desde Actium la vida había sido muy diferente en palacio. Como si a mi señor le hubiera mordido la más venenosa serpiente, la de la cobardía, y fuera consumiéndole poco a poco.  Un valeroso general huyendo de su propio pueblo. Y Roma acechando a cada momento, como una serpiente rodea con su frío cuerpo su presa.
La salida victoriosa para mi reina era aliarse con Octavio. Un beso. Un beso que le hechizara como antes a César y luego a Antonio. Pero Octavio era diferente. Y su corazón de reina aún latiendo en su pecho, yacía ya en la tumba de Antonio, todavía caliente. No. La única opción posible, la única salida era unirse en la muerte con él, como se había unido en la vida. Y yo, Charmion, su fiel criada, lo sabía. Aunque no lo hubiéramos hablado. No podía permitir que mi reina, mi amada reina, la única persona a la que realmente había amado acabara sus días cautiva en una tierra extranjera, tan lejos del Nilo.  
Bala levantó los ojos del libro. Después de horas leyendo en el porche alumbrada tan solo por las estrellas del cielo, y la tenue luz de una vela, contemplaba las luces de la mañana sobre el río a través de una nebulosa tejida por el cansancio.  
¡Demasiado peso en sus pequeños párpados! Miró al horizonte con la mirada perdida, hasta donde la vista mezclaba las formas. Pasó sus finos dedos por las palabras escritas en aquel libro de la biblioteca del mayor Firch, y buscó con sus ojos el final de aquella historia “Cleopatra VII de los Ptolomeos”, pero estaba tan cansada que las palabras, caían sobre sus pestañas cerrándole los ojos.  

Bala era shudra, era sierva según el sistema de castas. Ese sistema de castas que nunca había funcionado tras los muros de aquella casa inglesa a orillas del Ganges. El mayor Firch la había recogido hacía muchos años, y lejos de tratarla como su criada, le había enseñado cosas de la vida, entre ellas, a leer las palabras inglesas. Y así leía ella, con los pies enroscados, como serpientes, alrededor de su cuerpo y el sari tapando su piel morena. 
La consciencia se escabullía de su cuerpo y se desvanecía entre las sombras del porche, y Bala antes de dormirse al fin, pudo ver en un segundo un resplandor dorado moverse en el jardín. “Debe ser una serpiente”, se dijo. “En cuanto despunte el día haré que la busquen bien entre las ramas”. 
Y antes de que el brillo de la  mañana, redujera la oscuridad a su cárcel de sombras, haciendo brillar la madera del porche, Bala penetró entre sueños en la claridad del día que se filtraba a través de unas lujosas cortinas. Muy lejos del Ganges, a orillas del Nilo. En el palacio de Cleopatra.  
“Es el momento, mi reina, ya es de día, y pronto llegará Octavio”, le susurré al oído, ofreciendo con mis gastados dedos de sierva la cesta de fruta fresca.
Ahora Yo, Charmión ya no era egipcia, era una muchacha india fea y deforme. “Soy shudra”, recordaba Bala. “Y la reina nunca me amó, como nunca me amó el mayor”. 
“Si sólo fuera más hermosa”, se susurró Bala en su corazón. “Y tuviera un bonito vestido”, y miraba el sari reconvertido extrañamente en un vestido muy diferente, hecho de lino. Y la reina, clavaba su mirada expectante, con los ojos vacíos.
Muy cerca, las serpientes anunciaban con su siseo su presencia.  Sólo había necesitado una mirada de mi reina y había comprendido. Dos serpientes. Enrolladas, y escondidas en la cesta, bajo la fruta. Salían ahora presurosas en busca de alguien a quien inyectar su veneno. Muy cerca. Sólo le quedaba esperar. Esperar ese último beso envenenado, mientras, yo, Bala contemplaba con ojos de Charmion la triste escena.  
 
 Aquella mañana el mayor Firch estaba inquieto y se levantó antes de tiempo, empapado por el sudor, salió en busca de aire fresco. Y la vió a ella tendida, velando su sueño. “De nuevo se ha quedado dormida leyendo”, pensó. India se le había metido dentro de tal manera que era incapaz de pensar en otra cosa. “Hasta esa pequeña niña que recogí, y que se ha convertido en una perfecta criada inglesa, ¿no es verdad que es hermosa?, o tal vez es que me estoy haciendo viejo”  
Y el mayor a penas penetró en su precioso jardín inglés enmarañado, cuando la cobra dorada, cayó sobre él como un rayo de sol en la mañana. Fue muy rápido, el veneno se extendió con tal rapidez, que paralizó hasta sus palabras. No tuvo que esperar, y aunque intentó llamar a Bala, ésta dormía mecida por la brisa del río, inmersa en un profundo sueño.
Y  la luz del sol alcanzó los ojos de Bala, y ésta despertó sobresaltada, con las imágenes del sueño grabadas en las retinas,  no sabía si había despertado. Ahora era Charmion, y se veía así misma bajando las escaleras hasta el jardín, con los pies descalzos.” ¿No es la reina tendida en el suelo?” Pero se acercó despacio y sintió un profundo dolor que empezaba en el pecho y le recorría el cuerpo, rebañándolo por dentro. No era un sueño. No era Cleopatra. Era el mayor Firch. ! El mayor Firch! ¡Siempre fue tan bueno y amable! Y ella le amaba tanto… Y ahora ¿que ocurriría con ella?, ¿qué ocurriría?  Le rozó con sus labios sólo un momento. Todavía notaba el calor de su aliento. Bala abrazó fuertemente su cuerpo, como nunca se había atrevido. Ahora era suyo, sólo suyo. Y así le meció, vertiendo dulcemente en su oído palabras de amor, esperando que la cobra saliera de su escondite y le otorgara a ella también la eternidad, inyectada en sus colmillos.   
 
 Y en el jardín les encontramos a ambos, enredados como dos serpientes. Nada se pudo hacer por ellos. Y en el porche, encontramos un libro olvidado, el libro de Bala, y leímos en alto el último párrafo:  
“El último beso. El último beso de Antonio, !cómo lo recuerdo!”, decía Cleopatra, tratando de no pensar en el dolor punzante que notaba en el pecho. Pensaba en la calidez de su beso, de sus brazos rodeando su cuerpo. “Si lo hubiera sabido, si hubiera sabido que era el último beso, nunca le hubiera dejado sólo. Tengo todavía su sabor dentro. ¡Y pensar que llegué a imaginarme con Octavio después! Y creo que el veneno va fluyendo dentro de mí. Pero yo sólo puedo pensar en Antonio” 
Y así fue, con estas palabras,  como mi reina se despidió del mundo, y murió en mis brazos. Y yo cerré sus ojos, contemplándola por última vez. Acerqué mis labios y me despedí con un beso, sabiendo que pronto, muy pronto, volvería a estar con ella.  

M.S.

EL BESO

Yo, Charmion, miraba a mi reina borrosa tras las cortinas. Parecía perder sus contornos, y mezclarlos con las sombras rosáceas del Nilo. Nadie dormía bien en palacio desde la batalla de Actium. Mi mirada cansada se perdía en el río buscando la de mi reina amada entre las sombras del recién nacido día. “Los días andarán a partir de ahora, huérfanos, sin su reina”, decía Cleopatra. Se escuchaba el eco del río cercano que bañando los dos reinos, como serpientes, el Alto y el Bajo Egipto, los inundaba de vida, y acallaba las palabras de mi reina, que parecía volver a la vida  por unos instantes, al ver el reflejo de Antonio a lo lejos como un espejismo en el desierto.  
Desde Actium. Desde Actium la vida había sido muy diferente en palacio. Como si a mi señor le hubiera mordido la más venenosa serpiente, la de la cobardía, y fuera consumiéndole poco a poco.  Un valeroso general huyendo de su propio pueblo. Y Roma acechando a cada momento, como una serpiente rodea con su frío cuerpo su presa.
La salida victoriosa para mi reina era aliarse con Octavio. Un beso. Un beso que le hechizara como antes a César y luego a Antonio. Pero Octavio era diferente. Y su corazón de reina aún latiendo en su pecho, yacía ya en la tumba de Antonio, todavía caliente. No. La única opción posible, la única salida era unirse en la muerte con él, como se había unido en la vida. Y yo, Charmion, su fiel criada, lo sabía. Aunque no lo hubiéramos hablado. No podía permitir que mi reina, mi amada reina, la única persona a la que realmente había amado acabara sus días cautiva en una tierra extranjera, tan lejos del Nilo.  
Bala levantó los ojos del libro. Después de horas leyendo en el porche alumbrada tan solo por las estrellas del cielo, y la tenue luz de una vela, contemplaba las luces de la mañana sobre el río a través de una nebulosa tejida por el cansancio.  
¡Demasiado peso en sus pequeños párpados! Miró al horizonte con la mirada perdida, hasta donde la vista mezclaba las formas. Pasó sus finos dedos por las palabras escritas en aquel libro de la biblioteca del mayor Firch, y buscó con sus ojos el final de aquella historia “Cleopatra VII de los Ptolomeos”, pero estaba tan cansada que las palabras, caían sobre sus pestañas cerrándole los ojos.  

Bala era shudra, era sierva según el sistema de castas. Ese sistema de castas que nunca había funcionado tras los muros de aquella casa inglesa a orillas del Ganges. El mayor Firch la había recogido hacía muchos años, y lejos de tratarla como su criada, le había enseñado cosas de la vida, entre ellas, a leer las palabras inglesas. Y así leía ella, con los pies enroscados, como serpientes, alrededor de su cuerpo y el sari tapando su piel morena. 
La consciencia se escabullía de su cuerpo y se desvanecía entre las sombras del porche, y Bala antes de dormirse al fin, pudo ver en un segundo un resplandor dorado moverse en el jardín. “Debe ser una serpiente”, se dijo. “En cuanto despunte el día haré que la busquen bien entre las ramas”. 
Y antes de que el brillo de la  mañana, redujera la oscuridad a su cárcel de sombras, haciendo brillar la madera del porche, Bala penetró entre sueños en la claridad del día que se filtraba a través de unas lujosas cortinas. Muy lejos del Ganges, a orillas del Nilo. En el palacio de Cleopatra.  
“Es el momento, mi reina, ya es de día, y pronto llegará Octavio”, le susurré al oído, ofreciendo con mis gastados dedos de sierva la cesta de fruta fresca.
Ahora Yo, Charmión ya no era egipcia, era una muchacha india fea y deforme. “Soy shudra”, recordaba Bala. “Y la reina nunca me amó, como nunca me amó el mayor”. 
“Si sólo fuera más hermosa”, se susurró Bala en su corazón. “Y tuviera un bonito vestido”, y miraba el sari reconvertido extrañamente en un vestido muy diferente, hecho de lino. Y la reina, clavaba su mirada expectante, con los ojos vacíos.
Muy cerca, las serpientes anunciaban con su siseo su presencia.  Sólo había necesitado una mirada de mi reina y había comprendido. Dos serpientes. Enrolladas, y escondidas en la cesta, bajo la fruta. Salían ahora presurosas en busca de alguien a quien inyectar su veneno. Muy cerca. Sólo le quedaba esperar. Esperar ese último beso envenenado, mientras, yo, Bala contemplaba con ojos de Charmion la triste escena.  
 
 Aquella mañana el mayor Firch estaba inquieto y se levantó antes de tiempo, empapado por el sudor, salió en busca de aire fresco. Y la vió a ella tendida, velando su sueño. “De nuevo se ha quedado dormida leyendo”, pensó. India se le había metido dentro de tal manera que era incapaz de pensar en otra cosa. “Hasta esa pequeña niña que recogí, y que se ha convertido en una perfecta criada inglesa, ¿no es verdad que es hermosa?, o tal vez es que me estoy haciendo viejo”  
Y el mayor a penas penetró en su precioso jardín inglés enmarañado, cuando la cobra dorada, cayó sobre él como un rayo de sol en la mañana. Fue muy rápido, el veneno se extendió con tal rapidez, que paralizó hasta sus palabras. No tuvo que esperar, y aunque intentó llamar a Bala, ésta dormía mecida por la brisa del río, inmersa en un profundo sueño.
Y  la luz del sol alcanzó los ojos de Bala, y ésta despertó sobresaltada, con las imágenes del sueño grabadas en las retinas,  no sabía si había despertado. Ahora era Charmion, y se veía así misma bajando las escaleras hasta el jardín, con los pies descalzos.” ¿No es la reina tendida en el suelo?” Pero se acercó despacio y sintió un profundo dolor que empezaba en el pecho y le recorría el cuerpo, rebañándolo por dentro. No era un sueño. No era Cleopatra. Era el mayor Firch. ! El mayor Firch! ¡Siempre fue tan bueno y amable! Y ella le amaba tanto… Y ahora ¿que ocurriría con ella?, ¿qué ocurriría?  Le rozó con sus labios sólo un momento. Todavía notaba el calor de su aliento. Bala abrazó fuertemente su cuerpo, como nunca se había atrevido. Ahora era suyo, sólo suyo. Y así le meció, vertiendo dulcemente en su oído palabras de amor, esperando que la cobra saliera de su escondite y le otorgara a ella también la eternidad, inyectada en sus colmillos.   
 
 Y en el jardín les encontramos a ambos, enredados como dos serpientes. Nada se pudo hacer por ellos. Y en el porche, encontramos un libro olvidado, el libro de Bala, y leímos en alto el último párrafo:  
“El último beso. El último beso de Antonio, !cómo lo recuerdo!”, decía Cleopatra, tratando de no pensar en el dolor punzante que notaba en el pecho. Pensaba en la calidez de su beso, de sus brazos rodeando su cuerpo. “Si lo hubiera sabido, si hubiera sabido que era el último beso, nunca le hubiera dejado sólo. Tengo todavía su sabor dentro. ¡Y pensar que llegué a imaginarme con Octavio después! Y creo que el veneno va fluyendo dentro de mí. Pero yo sólo puedo pensar en Antonio” 
Y así fue, con estas palabras,  como mi reina se despidió del mundo, y murió en mis brazos. Y yo cerré sus ojos, contemplándola por última vez. Acerqué mis labios y me despedí con un beso, sabiendo que pronto, muy pronto, volvería a estar con ella.  

M.S.

EL BESO

Yo, Charmion, miraba a mi reina borrosa tras las cortinas. Parecía perder sus contornos, y mezclarlos con las sombras rosáceas del Nilo. Nadie dormía bien en palacio desde la batalla de Actium. Mi mirada cansada se perdía en el río buscando la de mi reina amada entre las sombras del recién nacido día. “Los días andarán a partir de ahora, huérfanos, sin su reina”, decía Cleopatra. Se escuchaba el eco del río cercano que bañando los dos reinos, como serpientes, el Alto y el Bajo Egipto, los inundaba de vida, y acallaba las palabras de mi reina, que parecía volver a la vida  por unos instantes, al ver el reflejo de Antonio a lo lejos como un espejismo en el desierto.  
Desde Actium. Desde Actium la vida había sido muy diferente en palacio. Como si a mi señor le hubiera mordido la más venenosa serpiente, la de la cobardía, y fuera consumiéndole poco a poco.  Un valeroso general huyendo de su propio pueblo. Y Roma acechando a cada momento, como una serpiente rodea con su frío cuerpo su presa.
La salida victoriosa para mi reina era aliarse con Octavio. Un beso. Un beso que le hechizara como antes a César y luego a Antonio. Pero Octavio era diferente. Y su corazón de reina aún latiendo en su pecho, yacía ya en la tumba de Antonio, todavía caliente. No. La única opción posible, la única salida era unirse en la muerte con él, como se había unido en la vida. Y yo, Charmion, su fiel criada, lo sabía. Aunque no lo hubiéramos hablado. No podía permitir que mi reina, mi amada reina, la única persona a la que realmente había amado acabara sus días cautiva en una tierra extranjera, tan lejos del Nilo.  
Bala levantó los ojos del libro. Después de horas leyendo en el porche alumbrada tan solo por las estrellas del cielo, y la tenue luz de una vela, contemplaba las luces de la mañana sobre el río a través de una nebulosa tejida por el cansancio.  
¡Demasiado peso en sus pequeños párpados! Miró al horizonte con la mirada perdida, hasta donde la vista mezclaba las formas. Pasó sus finos dedos por las palabras escritas en aquel libro de la biblioteca del mayor Firch, y buscó con sus ojos el final de aquella historia “Cleopatra VII de los Ptolomeos”, pero estaba tan cansada que las palabras, caían sobre sus pestañas cerrándole los ojos.  

Bala era shudra, era sierva según el sistema de castas. Ese sistema de castas que nunca había funcionado tras los muros de aquella casa inglesa a orillas del Ganges. El mayor Firch la había recogido hacía muchos años, y lejos de tratarla como su criada, le había enseñado cosas de la vida, entre ellas, a leer las palabras inglesas. Y así leía ella, con los pies enroscados, como serpientes, alrededor de su cuerpo y el sari tapando su piel morena. 
La consciencia se escabullía de su cuerpo y se desvanecía entre las sombras del porche, y Bala antes de dormirse al fin, pudo ver en un segundo un resplandor dorado moverse en el jardín. “Debe ser una serpiente”, se dijo. “En cuanto despunte el día haré que la busquen bien entre las ramas”. 
Y antes de que el brillo de la  mañana, redujera la oscuridad a su cárcel de sombras, haciendo brillar la madera del porche, Bala penetró entre sueños en la claridad del día que se filtraba a través de unas lujosas cortinas. Muy lejos del Ganges, a orillas del Nilo. En el palacio de Cleopatra.  
“Es el momento, mi reina, ya es de día, y pronto llegará Octavio”, le susurré al oído, ofreciendo con mis gastados dedos de sierva la cesta de fruta fresca.
Ahora Yo, Charmión ya no era egipcia, era una muchacha india fea y deforme. “Soy shudra”, recordaba Bala. “Y la reina nunca me amó, como nunca me amó el mayor”. 
“Si sólo fuera más hermosa”, se susurró Bala en su corazón. “Y tuviera un bonito vestido”, y miraba el sari reconvertido extrañamente en un vestido muy diferente, hecho de lino. Y la reina, clavaba su mirada expectante, con los ojos vacíos.
Muy cerca, las serpientes anunciaban con su siseo su presencia.  Sólo había necesitado una mirada de mi reina y había comprendido. Dos serpientes. Enrolladas, y escondidas en la cesta, bajo la fruta. Salían ahora presurosas en busca de alguien a quien inyectar su veneno. Muy cerca. Sólo le quedaba esperar. Esperar ese último beso envenenado, mientras, yo, Bala contemplaba con ojos de Charmion la triste escena.  
 
 Aquella mañana el mayor Firch estaba inquieto y se levantó antes de tiempo, empapado por el sudor, salió en busca de aire fresco. Y la vió a ella tendida, velando su sueño. “De nuevo se ha quedado dormida leyendo”, pensó. India se le había metido dentro de tal manera que era incapaz de pensar en otra cosa. “Hasta esa pequeña niña que recogí, y que se ha convertido en una perfecta criada inglesa, ¿no es verdad que es hermosa?, o tal vez es que me estoy haciendo viejo”  
Y el mayor a penas penetró en su precioso jardín inglés enmarañado, cuando la cobra dorada, cayó sobre él como un rayo de sol en la mañana. Fue muy rápido, el veneno se extendió con tal rapidez, que paralizó hasta sus palabras. No tuvo que esperar, y aunque intentó llamar a Bala, ésta dormía mecida por la brisa del río, inmersa en un profundo sueño.
Y  la luz del sol alcanzó los ojos de Bala, y ésta despertó sobresaltada, con las imágenes del sueño grabadas en las retinas,  no sabía si había despertado. Ahora era Charmion, y se veía así misma bajando las escaleras hasta el jardín, con los pies descalzos.” ¿No es la reina tendida en el suelo?” Pero se acercó despacio y sintió un profundo dolor que empezaba en el pecho y le recorría el cuerpo, rebañándolo por dentro. No era un sueño. No era Cleopatra. Era el mayor Firch. ! El mayor Firch! ¡Siempre fue tan bueno y amable! Y ella le amaba tanto… Y ahora ¿que ocurriría con ella?, ¿qué ocurriría?  Le rozó con sus labios sólo un momento. Todavía notaba el calor de su aliento. Bala abrazó fuertemente su cuerpo, como nunca se había atrevido. Ahora era suyo, sólo suyo. Y así le meció, vertiendo dulcemente en su oído palabras de amor, esperando que la cobra saliera de su escondite y le otorgara a ella también la eternidad, inyectada en sus colmillos.   
 
 Y en el jardín les encontramos a ambos, enredados como dos serpientes. Nada se pudo hacer por ellos. Y en el porche, encontramos un libro olvidado, el libro de Bala, y leímos en alto el último párrafo:  
“El último beso. El último beso de Antonio, !cómo lo recuerdo!”, decía Cleopatra, tratando de no pensar en el dolor punzante que notaba en el pecho. Pensaba en la calidez de su beso, de sus brazos rodeando su cuerpo. “Si lo hubiera sabido, si hubiera sabido que era el último beso, nunca le hubiera dejado sólo. Tengo todavía su sabor dentro. ¡Y pensar que llegué a imaginarme con Octavio después! Y creo que el veneno va fluyendo dentro de mí. Pero yo sólo puedo pensar en Antonio” 
Y así fue, con estas palabras,  como mi reina se despidió del mundo, y murió en mis brazos. Y yo cerré sus ojos, contemplándola por última vez. Acerqué mis labios y me despedí con un beso, sabiendo que pronto, muy pronto, volvería a estar con ella.  

M.S.

EL BESO

Yo, Charmion, miraba a mi reina borrosa tras las cortinas. Parecía perder sus contornos, y mezclarlos con las sombras rosáceas del Nilo. Nadie dormía bien en palacio desde la batalla de Actium. Mi mirada cansada se perdía en el río buscando la de mi reina amada entre las sombras del recién nacido día. “Los días andarán a partir de ahora, huérfanos, sin su reina”, decía Cleopatra. Se escuchaba el eco del río cercano que bañando los dos reinos, como serpientes, el Alto y el Bajo Egipto, los inundaba de vida, y acallaba las palabras de mi reina, que parecía volver a la vida  por unos instantes, al ver el reflejo de Antonio a lo lejos como un espejismo en el desierto.  
Desde Actium. Desde Actium la vida había sido muy diferente en palacio. Como si a mi señor le hubiera mordido la más venenosa serpiente, la de la cobardía, y fuera consumiéndole poco a poco.  Un valeroso general huyendo de su propio pueblo. Y Roma acechando a cada momento, como una serpiente rodea con su frío cuerpo su presa.
La salida victoriosa para mi reina era aliarse con Octavio. Un beso. Un beso que le hechizara como antes a César y luego a Antonio. Pero Octavio era diferente. Y su corazón de reina aún latiendo en su pecho, yacía ya en la tumba de Antonio, todavía caliente. No. La única opción posible, la única salida era unirse en la muerte con él, como se había unido en la vida. Y yo, Charmion, su fiel criada, lo sabía. Aunque no lo hubiéramos hablado. No podía permitir que mi reina, mi amada reina, la única persona a la que realmente había amado acabara sus días cautiva en una tierra extranjera, tan lejos del Nilo.  

Bala levantó los ojos del libro. Después de horas leyendo en el porche alumbrada tan solo por las estrellas del cielo, y la tenue luz de una vela, contemplaba las luces de la mañana sobre el río a través de una nebulosa tejida por el cansancio.  
¡Demasiado peso en sus pequeños párpados! Miró al horizonte con la mirada perdida, hasta donde la vista mezclaba las formas. Pasó sus finos dedos por las palabras escritas en aquel libro de la biblioteca del mayor Firch, y buscó con sus ojos el final de aquella historia “Cleopatra VII de los Ptolomeos”, pero estaba tan cansada que las palabras, caían sobre sus pestañas cerrándole los ojos.  

Bala era shudra, era sierva según el sistema de castas. Ese sistema de castas que nunca había funcionado tras los muros de aquella casa inglesa a orillas del Ganges. El mayor Firch la había recogido hacía muchos años, y lejos de tratarla como su criada, le había enseñado cosas de la vida, entre ellas, a leer las palabras inglesas. Y así leía ella, con los pies enroscados, como serpientes, alrededor de su cuerpo y el sari tapando su piel morena. 
La consciencia se escabullía de su cuerpo y se desvanecía entre las sombras del porche, y Bala antes de dormirse al fin, pudo ver en un segundo un resplandor dorado moverse en el jardín. “Debe ser una serpiente”, se dijo. “En cuanto despunte el día haré que la busquen bien entre las ramas”. 
Y antes de que el brillo de la  mañana, redujera la oscuridad a su cárcel de sombras, haciendo brillar la madera del porche, Bala penetró entre sueños en la claridad del día que se filtraba a través de unas lujosas cortinas. Muy lejos del Ganges, a orillas del Nilo. En el palacio de Cleopatra.  
“Es el momento, mi reina, ya es de día, y pronto llegará Octavio”, le susurré al oído, ofreciendo con mis gastados dedos de sierva la cesta de fruta fresca.
Ahora Yo, Charmión ya no era egipcia, era una muchacha india fea y deforme. “Soy shudra”, recordaba Bala. “Y la reina nunca me amó, como nunca me amó el mayor”. 
“Si sólo fuera más hermosa”, se susurró Bala en su corazón. “Y tuviera un bonito vestido”, y miraba el sari reconvertido extrañamente en un vestido muy diferente, hecho de lino. Y la reina, clavaba su mirada expectante, con los ojos vacíos.
Muy cerca, las serpientes anunciaban con su siseo su presencia.  Sólo había necesitado una mirada de mi reina y había comprendido. Dos serpientes. Enrolladas, y escondidas en la cesta, bajo la fruta. Salían ahora presurosas en busca de alguien a quien inyectar su veneno. Muy cerca. Sólo le quedaba esperar. Esperar ese último beso envenenado, mientras, yo, Bala contemplaba con ojos de Charmion la triste escena.  
 
 Aquella mañana el mayor Firch estaba inquieto y se levantó antes de tiempo, empapado por el sudor, salió en busca de aire fresco. Y la vió a ella tendida, velando su sueño. “De nuevo se ha quedado dormida leyendo”, pensó. India se le había metido dentro de tal manera que era incapaz de pensar en otra cosa. “Hasta esa pequeña niña que recogí, y que se ha convertido en una perfecta criada inglesa, ¿no es verdad que es hermosa?, o tal vez es que me estoy haciendo viejo”  
Y el mayor a penas penetró en su precioso jardín inglés enmarañado, cuando la cobra dorada, cayó sobre él como un rayo de sol en la mañana. Fue muy rápido, el veneno se extendió con tal rapidez, que paralizó hasta sus palabras. No tuvo que esperar, y aunque intentó llamar a Bala, ésta dormía mecida por la brisa del río, inmersa en un profundo sueño.
Y  la luz del sol alcanzó los ojos de Bala, y ésta despertó sobresaltada, con las imágenes del sueño grabadas en las retinas,  no sabía si había despertado. Ahora era Charmion, y se veía así misma bajando las escaleras hasta el jardín, con los pies descalzos.” ¿No es la reina tendida en el suelo?” Pero se acercó despacio y sintió un profundo dolor que empezaba en el pecho y le recorría el cuerpo, rebañándolo por dentro. No era un sueño. No era Cleopatra. Era el mayor Firch. ! El mayor Firch! ¡Siempre fue tan bueno y amable! Y ella le amaba tanto… Y ahora ¿que ocurriría con ella?, ¿qué ocurriría?  Le rozó con sus labios sólo un momento. Todavía notaba el calor de su aliento. Bala abrazó fuertemente su cuerpo, como nunca se había atrevido. Ahora era suyo, sólo suyo. Y así le meció, vertiendo dulcemente en su oído palabras de amor, esperando que la cobra saliera de su escondite y le otorgara a ella también la eternidad, inyectada en sus colmillos.   
 
 Y en el jardín les encontramos a ambos, enredados como dos serpientes. Nada se pudo hacer por ellos. Y en el porche, encontramos un libro olvidado, el libro de Bala, y leímos en alto el último párrafo:  
“El último beso. El último beso de Antonio, !cómo lo recuerdo!”, decía Cleopatra, tratando de no pensar en el dolor punzante que notaba en el pecho. Pensaba en la calidez de su beso, de sus brazos rodeando su cuerpo. “Si lo hubiera sabido, si hubiera sabido que era el último beso, nunca le hubiera dejado sólo. Tengo todavía su sabor dentro. ¡Y pensar que llegué a imaginarme con Octavio después! Y creo que el veneno va fluyendo dentro de mí. Pero yo sólo puedo pensar en Antonio” 
Y así fue, con estas palabras,  como mi reina se despidió del mundo, y murió en mis brazos. Y yo cerré sus ojos, contemplándola por última vez. Acerqué mis labios y me despedí con un beso, sabiendo que pronto, muy pronto, volvería a estar con ella.  

M.S.

EL BESO

Yo, Charmion, miraba a mi reina borrosa tras las cortinas. Parecía perder sus contornos, y mezclarlos con las sombras rosáceas del Nilo. Nadie dormía bien en palacio desde la batalla de Actium. Mi mirada cansada se perdía en el río buscando la de mi reina amada entre las sombras del recién nacido día. “Los días andarán a partir de ahora, huérfanos, sin su reina”, decía Cleopatra. Se escuchaba el eco del río cercano que bañando los dos reinos, como serpientes, el Alto y el Bajo Egipto, los inundaba de vida, y acallaba las palabras de mi reina, que parecía volver a la vida  por unos instantes, al ver el reflejo de Antonio a lo lejos como un espejismo en el desierto.  
Desde Actium. Desde Actium la vida había sido muy diferente en palacio. Como si a mi señor le hubiera mordido la más venenosa serpiente, la de la cobardía, y fuera consumiéndole poco a poco.  Un valeroso general huyendo de su propio pueblo. Y Roma acechando a cada momento, como una serpiente rodea con su frío cuerpo su presa.
La salida victoriosa para mi reina era aliarse con Octavio. Un beso. Un beso que le hechizara como antes a César y luego a Antonio. Pero Octavio era diferente. Y su corazón de reina aún latiendo en su pecho, yacía ya en la tumba de Antonio, todavía caliente. No. La única opción posible, la única salida era unirse en la muerte con él, como se había unido en la vida. Y yo, Charmion, su fiel criada, lo sabía. Aunque no lo hubiéramos hablado. No podía permitir que mi reina, mi amada reina, la única persona a la que realmente había amado acabara sus días cautiva en una tierra extranjera, tan lejos del Nilo.  

Bala levantó los ojos del libro. Después de horas leyendo en el porche alumbrada tan solo por las estrellas del cielo, y la tenue luz de una vela, contemplaba las luces de la mañana sobre el río a través de una nebulosa tejida por el cansancio.  
¡Demasiado peso en sus pequeños párpados! Miró al horizonte con la mirada perdida, hasta donde la vista mezclaba las formas. Pasó sus finos dedos por las palabras escritas en aquel libro de la biblioteca del mayor Firch, y buscó con sus ojos el final de aquella historia “Cleopatra VII de los Ptolomeos”, pero estaba tan cansada que las palabras, caían sobre sus pestañas cerrándole los ojos.  

Bala era shudra, era sierva según el sistema de castas. Ese sistema de castas que nunca había funcionado tras los muros de aquella casa inglesa a orillas del Ganges. El mayor Firch la había recogido hacía muchos años, y lejos de tratarla como su criada, le había enseñado cosas de la vida, entre ellas, a leer las palabras inglesas. Y así leía ella, con los pies enroscados, como serpientes, alrededor de su cuerpo y el sari tapando su piel morena. 
La consciencia se escabullía de su cuerpo y se desvanecía entre las sombras del porche, y Bala antes de dormirse al fin, pudo ver en un segundo un resplandor dorado moverse en el jardín. “Debe ser una serpiente”, se dijo. “En cuanto despunte el día haré que la busquen bien entre las ramas”. 
Y antes de que el brillo de la  mañana, redujera la oscuridad a su cárcel de sombras, haciendo brillar la madera del porche, Bala penetró entre sueños en la claridad del día que se filtraba a través de unas lujosas cortinas. Muy lejos del Ganges, a orillas del Nilo. En el palacio de Cleopatra.  
“Es el momento, mi reina, ya es de día, y pronto llegará Octavio”, le susurré al oído, ofreciendo con mis gastados dedos de sierva la cesta de fruta fresca.
Ahora Yo, Charmión ya no era egipcia, era una muchacha india fea y deforme. “Soy shudra”, recordaba Bala. “Y la reina nunca me amó, como nunca me amó el mayor”. 
“Si sólo fuera más hermosa”, se susurró Bala en su corazón. “Y tuviera un bonito vestido”, y miraba el sari reconvertido extrañamente en un vestido muy diferente, hecho de lino. Y la reina, clavaba su mirada expectante, con los ojos vacíos.
Muy cerca, las serpientes anunciaban con su siseo su presencia.  Sólo había necesitado una mirada de mi reina y había comprendido. Dos serpientes. Enrolladas, y escondidas en la cesta, bajo la fruta. Salían ahora presurosas en busca de alguien a quien inyectar su veneno. Muy cerca. Sólo le quedaba esperar. Esperar ese último beso envenenado, mientras, yo, Bala contemplaba con ojos de Charmion la triste escena.  
 
 Aquella mañana el mayor Firch estaba inquieto y se levantó antes de tiempo, empapado por el sudor, salió en busca de aire fresco. Y la vió a ella tendida, velando su sueño. “De nuevo se ha quedado dormida leyendo”, pensó. India se le había metido dentro de tal manera que era incapaz de pensar en otra cosa. “Hasta esa pequeña niña que recogí, y que se ha convertido en una perfecta criada inglesa, ¿no es verdad que es hermosa?, o tal vez es que me estoy haciendo viejo”  
Y el mayor a penas penetró en su precioso jardín inglés enmarañado, cuando la cobra dorada, cayó sobre él como un rayo de sol en la mañana. Fue muy rápido, el veneno se extendió con tal rapidez, que paralizó hasta sus palabras. No tuvo que esperar, y aunque intentó llamar a Bala, ésta dormía mecida por la brisa del río, inmersa en un profundo sueño.
Y  la luz del sol alcanzó los ojos de Bala, y ésta despertó sobresaltada, con las imágenes del sueño grabadas en las retinas,  no sabía si había despertado. Ahora era Charmion, y se veía así misma bajando las escaleras hasta el jardín, con los pies descalzos.” ¿No es la reina tendida en el suelo?” Pero se acercó despacio y sintió un profundo dolor que empezaba en el pecho y le recorría el cuerpo, rebañándolo por dentro. No era un sueño. No era Cleopatra. Era el mayor Firch. ! El mayor Firch! ¡Siempre fue tan bueno y amable! Y ella le amaba tanto… Y ahora ¿que ocurriría con ella?, ¿qué ocurriría?  Le rozó con sus labios sólo un momento. Todavía notaba el calor de su aliento. Bala abrazó fuertemente su cuerpo, como nunca se había atrevido. Ahora era suyo, sólo suyo. Y así le meció, vertiendo dulcemente en su oído palabras de amor, esperando que la cobra saliera de su escondite y le otorgara a ella también la eternidad, inyectada en sus colmillos.   
 
 Y en el jardín les encontramos a ambos, enredados como dos serpientes. Nada se pudo hacer por ellos. Y en el porche, encontramos un libro olvidado, el libro de Bala, y leímos en alto el último párrafo:  
“El último beso. El último beso de Antonio, !cómo lo recuerdo!”, decía Cleopatra, tratando de no pensar en el dolor punzante que notaba en el pecho. Pensaba en la calidez de su beso, de sus brazos rodeando su cuerpo. “Si lo hubiera sabido, si hubiera sabido que era el último beso, nunca le hubiera dejado sólo. Tengo todavía su sabor dentro. ¡Y pensar que llegué a imaginarme con Octavio después! Y creo que el veneno va fluyendo dentro de mí. Pero yo sólo puedo pensar en Antonio” 
Y así fue, con estas palabras,  como mi reina se despidió del mundo, y murió en mis brazos. Y yo cerré sus ojos, contemplándola por última vez. Acerqué mis labios y me despedí con un beso, sabiendo que pronto, muy pronto, volvería a estar con ella.  

M.S.