Las palabras también duelen

Muchas veces no nos damos cuenta de lo mucho que pueden llegar a doler unas pocas palabras que decimos casi sin pensar.

El colegio y, sobre todo, el instituto es esa época en la que desarrollamos nuestra personalidad, nos conocemos a nosotros mismos y experimentamos millones de cambios. Pero es en esta época también en la que podemos, con dos simples frases, hundir la adolescencia de un compañero.

A todos se nos llena la boca de “stop bulling” “no al acoso escolar” “no dejes que tu hijo humille a un compañero”, sin embargo no controlamos lo que hacen o dejan de hacer la dirección de los colegios, ellos son los que realmente tienen que cambiar las cosas además de, por supuesto, los padres.

No podemos permitir que niños de once años se planteen quitarse su corta vida, que niñas adolescentes empiecen a adelgazar y no paren por comentarios de sus compañeros, que les arrebatemos su seguridad en si mismos porque no seamos capaces de transmitir los valores de respeto, tolerancia y empatía a nuestros hijos, a nuestros alumnos.
Siempre he dicho que todo empieza en los más pequeños –en cambiar la educación–, si supiésemos de verdad inculcar esos valores muchos de estos problemas no existirían.

El ser humano aprende por imitación, es decir, cuando decimos que los padres y profesores tienen que dar ejemplo es más que cierto. Los pequeños van a ver en los mayores su futuro e, inconscientemente, repetirán cada acción que vean en ellos. Si por la calle ven a un chico hacerle comentarios a una chica, empezarán a hacer lo mismo con sus compañeras, a criticar su peso, su ropa, sus detalles. Si los pequeños ven que sus padres critican a otras personas, ellos criticarán y se reirán de sus compañeros. Si les enseñan a ser los reyes de la casa, a no compartir, a ser egoístas, etc. no sabrán cómo tratar y cómo compartir con sus compañeros. Si todos los días ven que sus profesores castigan y regañan a un alumno por cosas insignificantes, ellos castigarán y regañarán con las mismas razones
De esta manera jamás aprenderán a denunciar una situación que sufre un compañero y que les debería resultar una situación violenta si alguien se lo hubiese enseñado.

Se nos tiene que meter en la cabeza que la víctima –en cualquier tipo de acoso o situación violenta–, quien lo sufre, jamás es culpable de nada. El único culpable es ese niño que humilla, ese acosador que intimida, ese violador que hace daño. Nadie se merece sentirse débil y vulnerable o peor que sus compañeros, ningún niño debería sufrir ese tipo de humillaciones.
Tendría que estar prohibido que niños y niñas se vean obligados a agachar la cabeza.

Cambiemos la educación por unos colegios e institutos que no permitan que los niños no puedan desarrollar su personalidad, sea la que sea, porque todas las personalidades son preciosas.

Las palabras también duelen

Muchas veces no nos damos cuenta de lo mucho que pueden llegar a doler unas pocas palabras que decimos casi sin pensar.

El colegio y, sobre todo, el instituto es esa época en la que desarrollamos nuestra personalidad, nos conocemos a nosotros mismos y experimentamos millones de cambios. Pero es en esta época también en la que podemos, con dos simples frases, hundir la adolescencia de un compañero.

A todos se nos llena la boca de “stop bulling” “no al acoso escolar” “no dejes que tu hijo humille a un compañero”, sin embargo no controlamos lo que hacen o dejan de hacer la dirección de los colegios, ellos son los que realmente tienen que cambiar las cosas además de, por supuesto, los padres.

No podemos permitir que niños de once años se planteen quitarse su corta vida, que niñas adolescentes empiecen a adelgazar y no paren por comentarios de sus compañeros, que les arrebatemos su seguridad en si mismos porque no seamos capaces de transmitir los valores de respeto, tolerancia y empatía a nuestros hijos, a nuestros alumnos.
Siempre he dicho que todo empieza en los más pequeños –en cambiar la educación–, si supiésemos de verdad inculcar esos valores muchos de estos problemas no existirían.

El ser humano aprende por imitación, es decir, cuando decimos que los padres y profesores tienen que dar ejemplo es más que cierto. Los pequeños van a ver en los mayores su futuro e, inconscientemente, repetirán cada acción que vean en ellos. Si por la calle ven a un chico hacerle comentarios a una chica, empezarán a hacer lo mismo con sus compañeras, a criticar su peso, su ropa, sus detalles. Si los pequeños ven que sus padres critican a otras personas, ellos criticarán y se reirán de sus compañeros. Si les enseñan a ser los reyes de la casa, a no compartir, a ser egoístas, etc. no sabrán cómo tratar y cómo compartir con sus compañeros. Si todos los días ven que sus profesores castigan y regañan a un alumno por cosas insignificantes, ellos castigarán y regañarán con las mismas razones
De esta manera jamás aprenderán a denunciar una situación que sufre un compañero y que les debería resultar una situación violenta si alguien se lo hubiese enseñado.

Se nos tiene que meter en la cabeza que la víctima –en cualquier tipo de acoso o situación violenta–, quien lo sufre, jamás es culpable de nada. El único culpable es ese niño que humilla, ese acosador que intimida, ese violador que hace daño. Nadie se merece sentirse débil y vulnerable o peor que sus compañeros, ningún niño debería sufrir ese tipo de humillaciones.
Tendría que estar prohibido que niños y niñas se vean obligados a agachar la cabeza.

Cambiemos la educación por unos colegios e institutos que no permitan que los niños no puedan desarrollar su personalidad, sea la que sea, porque todas las personalidades son preciosas.

Las palabras también duelen

Muchas veces no nos damos cuenta de lo mucho que pueden llegar a doler unas pocas palabras que decimos casi sin pensar.

El colegio y, sobre todo, el instituto es esa época en la que desarrollamos nuestra personalidad, nos conocemos a nosotros mismos y experimentamos millones de cambios. Pero es en esta época también en la que podemos, con dos simples frases, hundir la adolescencia de un compañero.

A todos se nos llena la boca de “stop bulling” “no al acoso escolar” “no dejes que tu hijo humille a un compañero”, sin embargo no controlamos lo que hacen o dejan de hacer la dirección de los colegios, ellos son los que realmente tienen que cambiar las cosas además de, por supuesto, los padres.

No podemos permitir que niños de once años se planteen quitarse su corta vida, que niñas adolescentes empiecen a adelgazar y no paren por comentarios de sus compañeros, que les arrebatemos su seguridad en si mismos porque no seamos capaces de transmitir los valores de respeto, tolerancia y empatía a nuestros hijos, a nuestros alumnos.
Siempre he dicho que todo empieza en los más pequeños –en cambiar la educación–, si supiésemos de verdad inculcar esos valores muchos de estos problemas no existirían.

El ser humano aprende por imitación, es decir, cuando decimos que los padres y profesores tienen que dar ejemplo es más que cierto. Los pequeños van a ver en los mayores su futuro e, inconscientemente, repetirán cada acción que vean en ellos. Si por la calle ven a un chico hacerle comentarios a una chica, empezaran a hacer lo mismo con sus compañeras, a criticar su peso, su ropa, sus detalles. Si los pequeños ven que sus padres critican a otras personas, ellos criticaran y se reirán de sus compañeros. Si les enseñan a ser los reyes de la casa, a no compartir, a ser egoístas, etc. no sabrán cómo tratar y cómo compartir con sus compañeros. Si todos los días ven que sus profesores castigan y regañan a un alumno por cosas insignificantes, ellos castigaran y regañaran con las mismas razones
De esta manera jamás aprenderán a denunciar una situación que sufre un compañero y que les debería resultar una situación violenta si alguien se lo hubiese enseñado.

Se nos tiene que meter en la cabeza que la víctima –en cualquier tipo de acoso o situación violenta–, quien lo sufre, jamás es culpable de nada. El único culpable es ese niño que humilla, ese acosador que intimida, ese violador que hace daño. Nadie se merece sentirse débil y vulnerable o peor que sus compañeros, ningún niño debería sufrir ese tipo de humillaciones.
Tendría que estar prohibido que niños y niñas se vean obligados a agachar la cabeza.

Cambiemos la educación por unos colegios e institutos que no permitan que los niños no puedan desarrollar su personalidad, sea la que sea, porque todas las personalidades son preciosas.

Las palabras también duelen

Muchas veces no nos damos cuenta de lo mucho que pueden llegar a doler unas pocas palabras que decimos casi sin pensar.

El colegio y, sobre todo, el instituto es esa época en la que desarrollamos nuestra personalidad, nos conocemos a nosotros mismos y experimentamos millones de cambios. Pero es en esta época también en la que podemos, con dos simples frases, hundir la adolescencia de un compañero.

A todos se nos llena la boca de “stop bulling” “no al acoso escolar” “no dejes que tu hijo humille a un compañero”, sin embargo no controlamos lo que hacen o dejan de hacer la dirección de los colegios, ellos son los que realmente tienen que cambiar las cosas además de, por supuesto, los padres.

No podemos permitir que niños de once años se planteen quitarse su corta vida, que niñas adolescentes empiecen a adelgazar y no paren por comentarios de sus compañeros, que les arrebatemos su seguridad en si mismos porque no seamos capaces de transmitir los valores de respeto, tolerancia y empatía a nuestros hijos, a nuestros alumnos.
Siempre he dicho que todo empieza en los más pequeños –en cambiar la educación–, si supiésemos de verdad inculcar esos valores muchos de estos problemas no existirían.

El ser humano aprende por imitación, es decir, cuando decimos que los padres y profesores tienen que dar ejemplo es más que cierto. Los pequeños van a ver en los mayores su futuro e, inconscientemente, repetirán cada acción que vean en ellos. Si por la calle ven a un chico hacerle comentarios a una chica, empezarán a hacer lo mismo con sus compañeras, a criticar su peso, su ropa, sus detalles. Si los pequeños ven que sus padres critican a otras personas, ellos criticarán y se reirán de sus compañeros. Si les enseñan a ser los reyes de la casa, a no compartir, a ser egoístas, etc. no sabrán cómo tratar y cómo compartir con sus compañeros. Si todos los días ven que sus profesores castigan y regañan a un alumno por cosas insignificantes, ellos castigarán y regañarán con las mismas razones
De esta manera jamás aprenderán a denunciar una situación que sufre un compañero y que les debería resultar una situación violenta si alguien se lo hubiese enseñado.

Se nos tiene que meter en la cabeza que la víctima –en cualquier tipo de acoso o situación violenta–, quien lo sufre, jamás es culpable de nada. El único culpable es ese niño que humilla, ese acosador que intimida, ese violador que hace daño. Nadie se merece sentirse débil y vulnerable o peor que sus compañeros, ningún niño debería sufrir ese tipo de humillaciones.
Tendría que estar prohibido que niños y niñas se vean obligados a agachar la cabeza.

Cambiemos la educación por unos colegios e institutos que no permitan que los niños no puedan desarrollar su personalidad, sea la que sea, porque todas las personalidades son preciosas.

Todos y todas

El otro día me mandaron un mensaje que supuestamente había escrito una profesora reivindicando un correcto lenguaje castellano. En ese mensaje había frases como: “el participio en castellano es presidente y nunca presidenta” “¿hacen mal uso de la gramática por ideología o por ignorancia?” “el machisto”. Así mismo, este mensaje estaba escrito incorrectamente haciendo un mal uso de los signos de puntuación, las mayúsculas y los tiempos verbales. La profesora autora del mensaje se enorgullecía de haber estudiado con la ley educativa vigente en la dictadura y de haber estudiado asignaturas como historia, latín, filosofía, etc.

El motivo de este tipo de mensajes es que la gente no puede soportar la tendencia que se ha adquirido de utilizar un género neutro con “los” y “las” (ej: los y las estudiantes, todos y todas).

 

Me considero una gran defensora de la gramática de la lengua castellana pero ese mensaje, además de estar mal escrito, me pareció que tenía muchos contra argumentos posibles, así como a todas aquellas personas a las que les parece absurdo el neutro en masculino y femenino.

Efectivamente, una cosa son los participios de los verbos —de presidir, presidido— pero otra muy diferente son los sustantivos —el presidente, la presidenta. Sin embargo, si es cierto que se dice el medico y la medico, el músico y la músico (porque si se dijera música se confundiría con la música como sustantivo del arte).

El neutro en castellano es “los” porque en la evolución de nuestro lenguaje se perdió el género neutro que tenían el griego arcaico y el latín —padres de nuestra lengua—, pero entiendo la reivindicación que ejercen ciertos personajes públicos de “los y las estudiantes”, ya que, es el principio para acabar con la sociedad machista en la que vivimos. Desde mi punto de vista, no lo utilizan para cambiar la evolución de nuestra lengua, sino para manifestar una postura de igualdad de género ante una sociedad que aún no se ha dado cuenta de que nos falta mucho por recorrer.

 

De todas formas, una vez mi profesora de lengua castellana nos dijo que las lenguas vivas se llamaban así porque estaban en continuo cambio, evolucionando cada día. Así que es posible que en un tiempo (cuando tengamos un mundo más justo) el lenguaje deje de ser discriminatorio y tengamos un género neutro de verdad como lo tenían nuestras lenguas muertas.

Y para acabar haciendo un guiño a ese mensaje que recorre las redes sociales: me llamo Nuria, tengo 18 años y también he estudiado latín, lengua, historia de España, filosofía… pero también griego, historia del arte, literatura universal, matemáticas y economía.

No hace falta negar lo evidente para hacer un buen uso de la lengua castellana, centrémonos en lo importante, en la cultura, en una buena educación para todos porque todos merecen conocer nuestro lenguaje y ejercer un uso correcto de él.

Las apariencias engañan

Una vez le dijeron a mi novio que tenía “pinta” de votar a un partido de derechas. Este juicio lo hicieron a partir de la ropa que llevaba, la manera de cortarse el pelo y por cómo hablaba de su tierra.

Se habla mucho ahora de la manera que tienen ciertos diputados de asistir al Congreso, de cómo se peinan o qué tipo de ropa llevan. Se juzga su profesionalidad o compromiso por detalles que deberíamos pasar por alto y ni siquiera pararnos a comentarlos. Una sociedad crítica de lo que hablaría sería de los temas tratados en el Congreso, de los problemas o soluciones que se sopesan, etc. Sin embargo, nos hemos creado una cultura prejuiciosa en la que son más importantes las rastas de un diputado que el robo de dinero público.

Estamos hartos de oír, desde que somos pequeños, la frase “las apariencias engañan”, sin embargo, jamás la ponemos en práctica. Es inevitable la primera vez que conoces a alguien asociar una determinada personalidad con su forma de vestir y eso no es malo, ya que, la primera impresión cuenta. Pero el problema llega cuando cuestionamos la capacidad profesional, lingüística, etc.  de uno en función de su vestimenta o su forma de vivir.

Ya no solo en la vida política, sino también en los ámbitos más cotidianos se dan este tipo de prejuicios. Se considera que si vistes de ciertas marcas es porque tienes un nivel de vida determinado y, por lo tanto, hablas y actúas de una determinada manera.

Se hacen diferencias en función del barrio donde vivas o la universidad a la que vayas. No paro de oír frases del tipo: “en esa universidad son todos unos perroflautas” “ese barrio es de gitanos, te roban seguro” “mira en qué tiendas compra su ropa”. Pero luego todos nos llevamos las manos a la cabeza cuando nos pasa a nosotros, cuando somos nosotros los criticados y colocados en cierto “estatus” por nuestra forma de ser.

Es cierto que la primera impresión que nos llega de alguien cuenta, es cierto que todos criticamos y juzgamos —más si es alguien que no nos gusta— y si, es cierto que no todos tenemos el mismo nivel de vida. Pero también es cierto que no se es mejor ni más capaz por tener un nivel de vida mayor, vestir con trajes de marcas reconocidas o ir perfectamente peinado según marcan los protocolos estéticos.

Nos hace falta pararnos un momento e interesarnos en conocer a la persona con la que vamos a compartir espacio, profesión, carrera, trabajo, escenario… Nos hace falta apartar nuestros primeros prejuicios y cambiar las impresiones, solo así podremos convivir y compartir un mundo más justo.

Las apariencias engañan

Una vez le dijeron a mi novio que tenía “pinta” de votar a un partido de derechas. Este juicio lo hicieron a partir de la ropa que llevaba, la manera de cortarse el pelo y por cómo hablaba de su tierra.

Se habla mucho ahora de la manera que tienen ciertos diputados de asistir al Congreso, de cómo se peinan o qué tipo de ropa llevan. Se juzga su profesionalidad o compromiso por detalles que deberíamos pasar por alto y ni siquiera pararnos a comentarlos. Una sociedad crítica de lo que hablaría sería de los temas tratados en el Congreso, de los problemas o soluciones que se sopesan, etc. Sin embargo, nos hemos creado una cultura prejuiciosa en la que son más importantes las rastas de un diputado que el robo de dinero público.

Estamos hartos de oír, desde que somos pequeños, la frase “las apariencias engañan”, sin embargo, jamás la ponemos en práctica. Es inevitable la primera vez que conoces a alguien asociar una determinada personalidad con su forma de vestir y eso no es malo, ya que, la primera impresión cuenta. Pero el problema llega cuando cuestionamos la capacidad profesional, lingüística, etc.  de uno en función de su vestimenta o su forma de vivir.

Ya no solo en la vida política, sino también en los ámbitos más cotidianos se dan este tipo de prejuicios. Se considera que si vistes de ciertas marcas es porque tienes un nivel de vida determinado y, por lo tanto, hablas y actúas de una determinada manera.

Se hacen diferencias en función del barrio donde vivas o la universidad a la que vayas. No paro de oír frases del tipo: “en esa universidad son todos unos perroflautas” “ese barrio es de gitanos, te roban seguro” “mira en qué tiendas compra su ropa”. Pero luego todos nos llevamos las manos a la cabeza cuando nos pasa a nosotros, cuando somos nosotros los criticados y colocados en cierto “estatus” por nuestra forma de ser.

Es cierto que la primera impresión que nos llega de alguien cuenta, es cierto que todos criticamos y juzgamos —más si es alguien que no nos gusta— y si, es cierto que no todos tenemos el mismo nivel de vida. Pero también es cierto que no se es mejor ni más capaz por tener un nivel de vida mayor, vestir con trajes de marcas reconocidas o ir perfectamente peinado según marcan los protocolos estéticos.

Nos hace falta pararnos un momento e interesarnos en conocer a la persona con la que vamos a compartir espacio, profesión, carrera, trabajo, escenario… Nos hace falta apartar nuestros primeros prejuicios y cambiar las impresiones, solo así podremos convivir y compartir un mundo más justo.

Las apariencias engañan

Una vez le dijeron a mi novio que el tenía “pinta” de votar a un partido de derechas. Este juicio lo hicieron a partir de la ropa que llevaba, la manera de cortarse el pelo y por cómo hablaba de su tierra.

Se habla mucho ahora de la manera que tienen ciertos diputados de asistir al Congreso, de cómo se peinan o qué tipo de ropa llevan. Se juzga su profesionalidad o compromiso por detalles que deberíamos pasar por alto y ni siquiera paramos a comentarlos. Una sociedad crítica de lo que hablaría sería de los temas tratados en el Congreso, de los problemas o soluciones que se sopesan, etc. Sin embargo, nos hemos creado una cultura prejuiciosa en la que son más importantes las rastas de un diputado que el robo de dinero público.

Estamos hartos de oír, desde que somos pequeños, la frase “las apariencias engañan”, sin embargo, jamás la ponemos en práctica. Es inevitable la primera vez que conoces a alguien asociar una determinada personalidad con su forma de vestir y eso no es malo, ya que, la primera impresión cuenta. Pero el problema llega cuando cuestionamos la capacidad profesional, lingüística, etc.  de uno en función de su vestimenta o su forma de vivir.

Ya no solo en la vida política, sino también en los ámbitos más cotidianos se dan este tipo de prejuicios. Se considera que si vistes de ciertas marcas es porque tienes un nivel de vida determinado y, por lo tanto, hablas y actúas de una determinada manera.

Se hacen diferencias en función del barrio donde vivas o la universidad a la que vayas. No paro de oír frases del tipo: “en esa universidad son todos unos perroflautas” “ese barrio es de gitanos, te roban seguro” “mira en qué tiendas compra su ropa”. Pero luego todos nos llevamos las manos a la cabeza cuando nos pasa a nosotros, cuando somos nosotros los criticados y colocados en cierto “estatus” por nuestra forma de ser.

Es cierto que la primera impresión que nos llega de alguien cuenta, es cierto que todos criticamos y juzgamos —más si es alguien que no nos gusta— y si, es cierto que no todos tenemos el mismo nivel de vida. Pero también es cierto que no se es mejor ni más capaz por tener un nivel de vida mayor, vestir con trajes de marcas reconocidas o ir perfectamente peinado según marcan los protocolos estéticos.

Nos hace falta pararnos un momento e interesarnos en conocer a la persona con la que vamos a compartir espacio, profesión, carrera, trabajo, escenario… Nos hace falta apartar nuestros primeros prejuicios y cambiar las impresiones, solo así podremos convivir y compartir un mundo más justo.