Cuanto más cerca del 10, mejor.

Mayo de 2016 se ha terminado, ese mes que, junto con Enero, han sido tantas veces comentados, nos hemos quejado de ellos, hemos deseado que se pasaran rápido… Y es que, esos dos meses son los que hacen que me plantee varias cuestiones.
Cuatro meses de clases, de trabajos, de estrés, de enfados, de fiestas… se resumen en un día, en tres horas, en un examen. Te lo juegas todo a pura suerte.
Muchas personas dicen que si has estudiado apruebas, que es la única manera de evaluación, que la evaluación continua no sirve para nada, que si suspende más de la mitad de la clase sigue siendo culpa del alumnado por vago, que no hay otra manera de sacarse un título que haciendo exámenes una y otra vez.
Unos exámenes que consisten en demostrar la capacidad que tienes de retener información. Información que ha ido contándote a lo largo del cuatrimestre un profesor o profesora que no paraba de hablar delante de ti mientras tú pensabas en todo menos en las palabras que salían de su boca.
Una vez mi madre me dijo que el sistema educativo era bulímico y tenía toda la razón. Retienes durante dos días (como máximo) toda la información que has ido recuperando de esa persona que hablaba sin parar delante de ti, para luego soltarla en el examen como si vomitaras para no volverte a acordar posiblemente nunca.
Hablamos mucho de cambiar el sistema, pero realmente la mayoría no son capaces de concebir un sistema educativo sin exámenes, sin mejores ni peores, sin clases magistrales que consisten en soltar información, sin niños sentados sin moverse, sin hablar… Estamos tan acostumbrados a “en clase no se hablar”, “nos se come chicle”, “guarda el móvil o te lo quito”, “estate quieto”, “tenéis que sacar buenas notas para la media”, “hay que ir a la universidad”, “hay que hacer bachillerato”…
Deberíamos centrarnos más en aprender que en memorizar, en clases prácticas con asignaturas que nos sirvan para aplicarlas realmente cuando salgamos ahí fuera que en exprimir al alumnado durante un mes para conseguir esa ansiada media, ese número, porque al final somos un número que, cuanto más cerca del diez, mejor.
Y es que, aunque me queden cinco años de carrera, tengo la sensación de que lo único que voy a tener es un papel que diga que tengo un doble grado maravilloso. ¿Y luego qué? ¿Cómo lo hago? ¿Qué hago?.

Un café y un bollo

El otro día, como cualquier otro, volvía de la universidad en el Cercanías de Madrid, tenía que comer en la universidad y de postre decidí comprarme un café y un bollo.

El tren iba vacío por la hora que era, así que decidí poner mi bolso en el asiento de al lado, pero poco después tuve que quitarlo porque un chico quería sentarse a mi lado. Hasta aquí podéis pensar que vaya porquería de artículo porque no cuenta nada interesante ni reivindicativo.

Pues bien, iba yo bebiéndome mi café cuando noté como me acariciaban la pierna, me quedé un poco extrañada pero en ese momento pensé que se estaría acomodando en su asiento y me había rozado sin querer. Entonces, sentí como volvía a acariciarme la pierna y ahí, si que me quedé paralizada…
No supe como reaccionar, ni siquiera supe que decirle, tenía una sensación tan incomoda que no podía ni moverme, se me cerró el estómago y no podía dejar de mirar al frente.

Nunca me había pasado nada parecido. Si, me habían dicho de todo por la calle, si, habían intentado sacar la mano del coche para tocarme el culo en un cruce y si, me habían soltado piropos delante de mi madre, pero ¿tocarme?.
En ese momento tenía que reaccionar, el chico no paraba de mirarme y hasta se había girado y había puesto su brazo rodeando mi asiento. En mi cabeza aparecieron múltiples situaciones repugnantes por las que no quería pasar, por las que ninguna mujer debería pasar, así que agarré con fuerza mi bolso, mi café y mi bollo y me levante más rápido que en toda mi vida. Avancé todo lo que pude por el tren hasta sentarme al lado de una mujer, allí, ya por fin más tranquila, pude terminarme mi café y mi bollo, pero aún con la mirada alerta cada vez que alguien pasaba por mi lado.

Os juro que nunca una caricia había sido tan repugnante como aquellas, que una mirada no me producía tanta rabia como la de aquel chico, y eso que solo fueron dos caricias y una mirada. No quiero ni imaginar por todo lo que pasan muchísimas mujeres que sufren la violencia y el machismo que nos rodea.
Para que luego me digan que “esas cosas no son para tanto”.

Un café y un bollo

El otro día, como cualquier otro, volvía de la universidad en el Cercanías de Madrid, tenía que comer en la universidad y de postre decidí comprarme un café y un bollo.

El tren iba vacío por la hora que era, así que decidí poner mi bolso en el asiento de al lado, pero poco después tuve que quitarlo porque un chico quería sentarse a mi lado. Hasta aquí podéis pensar que vaya porquería de artículo porque no cuenta nada interesante ni reivindicativo.

Pues bien, iba yo bebiéndome mi café cuando noté como me acariciaban la pierna, me quedé un poco extrañada pero en ese momento pensé que se estaría acomodando en su asiento y me había rozado sin querer. Entonces, sentí como volvía a acariciarme la pierna y ahí, si que me quedé paralizada…
No supe como reaccionar, ni siquiera supe que decirle, tenía una sensación tan incomoda que no podía ni moverme, se me cerró el estómago y no podía dejar de mirar al frente.

Nunca me había pasado nada parecido. Si, me habían dicho de todo por la calle, si, habían intentado sacar la mano del coche para tocarme el culo en un cruce y si, me habían soltado piropos delante de mi madre, pero ¿tocarme?.
En ese momento tenía que reaccionar, el chico no paraba de mirarme y hasta se había girado y había puesto su brazo rodeando mi asiento. En mi cabeza aparecieron múltiples situaciones repugnantes por las que no quería pasar, por las que ninguna mujer debería pasar, así que agarré con fuerza mi bolso, mi café y mi bollo y me levante más rápido que en toda mi vida. Avancé todo lo que pude por el tren hasta sentarme al lado de una mujer, allí, ya por fin más tranquila, pude terminarme mi café y mi bollo, pero aún con la mirada alerta cada vez que alguien pasaba por mi lado.

Os juro que nunca una caricia había sido tan repugnante como aquellas, que una mirada no me producía tanta rabia como la de aquel chico, y eso que solo fueron dos caricias y una mirada. No quiero ni imaginar por todo lo que pasan muchísimas mujeres que sufren la violencia y el machismo que nos rodea.
Para que luego me digan que “esas cosas no son para tanto”.

Decidimos

El principal problema de nuestra sociedad es que hemos malentendido el término “feminismo”. Le hemos atribuido un significado de inferioridad respecto a importancia, consideramos que es un tema exclusivamente de la mujer y hemos decidido que, el machismo, micromachismos y lenguaje sexista, no son para tanto.

El primer paso que debemos dar para empezar un verdadero cambio es asumir y aceptar la situación en la que nos encontramos, no solo basta con decir que la mujer se encuentra en inferioridad en relación al hombre, escandalizarnos cada vez que vemos la cifra de asesinatos machistas y poner un puño morado en nuestro perfil de Facebook el 8 de Marzo. Todo eso está muy bien, si también decidimos cambiar situaciones de nuestro día a día.

Uno de los problemas importantes hoy en día es el tema que abarca el lenguaje, hemos decidido hablar tan sumamente bien que no nos damos cuenta del verdadero significado de algunas palabras y expresiones. Nos preocupamos tanto por no cometer errores ortográficos, léxicos y morfosintácticos teniendo en cuenta nuestra academia de la lengua que nos hemos olvidado de respetar y no ofender a la persona que tenemos al lado. Cambiar o, mejor dicho, evolucionar nuestra manera de hablar y nuestra lengua no solo dejaría de perjudicar a la mujer sino también al hombre, y eso es algo que tampoco recordamos. El término feminismo busca una igualdad entre ambos géneros, no la superioridad de uno solo, no busca hacer pasar a la sociedad por otra situación igual pero al revés.

Cuando empleamos palabras como “marica”, “llorica”, “nenaza”, “calientapollas”, “puta” y todos sus sinónimos, etc., o expresiones como “hay que ayudar a mamá en la cocina”, “vas provocando así vestida”, “eres una fresca/guarra”, “papá es que trabaja mucho y vuelve muy cansado”, etc., estamos asumiendo unos roles antiguos y culturales que, si no aceptamos, no cambiaremos jamás. No se trata de cambiar las normas lingüísticas, se trata de hablar de forma diferente, de emplear otras palabras que consigan mantener una igualdad entre ambos géneros para que “nenaza” no sea un insulto y “puta” sirva solo como sinónimo de prostituta, para que usemos un neutro verdaderamente neutro, para que nunca más tengamos que sentirnos inferiores cuando se refieran a todas las personas con un neutro en masculino.

Por ello el lenguaje es tan importante, por eso cargos públicos han empezado a utilizar el masculino y femenino cuando se refieres a todas las personas. Sin embargo, esto no quiere decir que la solución sea desdoblar todas las palabras del diccionario, pero si es un comienzo para evolucionar un lenguaje que tradicional y culturalmente ha infravalorado y desprestigiado a la mujer por el simple hecho de ser mujer.

¡Viva la mujer que lucha!

¡Viva la mujer que lucha!
Ya no tuvo que levantar su puño morado al grito de: “¡Viva la mujer que lucha!” nunca más. Porque ya no caminaba con miedo por la calle, no se sentía encerrada a su lado, podía comprarle muñecas a su niño y camiones a su niña, podía elegir si tener hijos.
Nunca más tubo que luchar por la igualdad, porque nunca se rindió.

¡Viva la mujer que lucha!

¡Viva la mujer que lucha!
Ya no tuvo que levantar su puño morado al grito de: “¡Viva la mujer que lucha!” nunca más. Porque ya no caminaba con miedo por la calle, no se sentía encerrada a su lado, podía comprarle muñecas a su niño y camiones a su niña, podía elegir si tener hijos.
Nunca más tubo que luchar por la igualdad, porque nunca se rindió.

Ella

Ella.
“A nosotras no nos pasa” repetía cada vez que veía una película árabe. A la vez, empequeñecía cada día por su amor, porque su novio era igual, pero no tanto. El doble azul para él no contaba. El espejo tampoco. Un argumentario forzado y para quien él le decía. Imponiendo amigos y disputas. Lo plástico se volvió acartonado permitiéndole a Gulliver reducirla más y más…
Tan pequeña se hizo que se volvió invisible.

Las palabras también duelen

Muchas veces no nos damos cuenta de lo mucho que pueden llegar a doler unas pocas palabras que decimos casi sin pensar.

El colegio y, sobre todo, el instituto es esa época en la que desarrollamos nuestra personalidad, nos conocemos a nosotros mismos y experimentamos millones de cambios. Pero es en esta época también en la que podemos, con dos simples frases, hundir la adolescencia de un compañero.

A todos se nos llena la boca de “stop bulling” “no al acoso escolar” “no dejes que tu hijo humille a un compañero”, sin embargo no controlamos lo que hacen o dejan de hacer la dirección de los colegios, ellos son los que realmente tienen que cambiar las cosas además de, por supuesto, los padres.

No podemos permitir que niños de once años se planteen quitarse su corta vida, que niñas adolescentes empiecen a adelgazar y no paren por comentarios de sus compañeros, que les arrebatemos su seguridad en si mismos porque no seamos capaces de transmitir los valores de respeto, tolerancia y empatía a nuestros hijos, a nuestros alumnos.
Siempre he dicho que todo empieza en los más pequeños –en cambiar la educación–, si supiésemos de verdad inculcar esos valores muchos de estos problemas no existirían.

El ser humano aprende por imitación, es decir, cuando decimos que los padres y profesores tienen que dar ejemplo es más que cierto. Los pequeños van a ver en los mayores su futuro e, inconscientemente, repetirán cada acción que vean en ellos. Si por la calle ven a un chico hacerle comentarios a una chica, empezarán a hacer lo mismo con sus compañeras, a criticar su peso, su ropa, sus detalles. Si los pequeños ven que sus padres critican a otras personas, ellos criticarán y se reirán de sus compañeros. Si les enseñan a ser los reyes de la casa, a no compartir, a ser egoístas, etc. no sabrán cómo tratar y cómo compartir con sus compañeros. Si todos los días ven que sus profesores castigan y regañan a un alumno por cosas insignificantes, ellos castigarán y regañarán con las mismas razones
De esta manera jamás aprenderán a denunciar una situación que sufre un compañero y que les debería resultar una situación violenta si alguien se lo hubiese enseñado.

Se nos tiene que meter en la cabeza que la víctima –en cualquier tipo de acoso o situación violenta–, quien lo sufre, jamás es culpable de nada. El único culpable es ese niño que humilla, ese acosador que intimida, ese violador que hace daño. Nadie se merece sentirse débil y vulnerable o peor que sus compañeros, ningún niño debería sufrir ese tipo de humillaciones.
Tendría que estar prohibido que niños y niñas se vean obligados a agachar la cabeza.

Cambiemos la educación por unos colegios e institutos que no permitan que los niños no puedan desarrollar su personalidad, sea la que sea, porque todas las personalidades son preciosas.

Todos y todas

El otro día me mandaron un mensaje que supuestamente había escrito una profesora reivindicando un correcto lenguaje castellano. En ese mensaje había frases como: “el participio en castellano es presidente y nunca presidenta” “¿hacen mal uso de la gramática por ideología o por ignorancia?” “el machisto”. Así mismo, este mensaje estaba escrito incorrectamente haciendo un mal uso de los signos de puntuación, las mayúsculas y los tiempos verbales. La profesora autora del mensaje se enorgullecía de haber estudiado con la ley educativa vigente en la dictadura y de haber estudiado asignaturas como historia, latín, filosofía, etc.

El motivo de este tipo de mensajes es que la gente no puede soportar la tendencia que se ha adquirido de utilizar un género neutro con “los” y “las” (ej: los y las estudiantes, todos y todas).

 

Me considero una gran defensora de la gramática de la lengua castellana pero ese mensaje, además de estar mal escrito, me pareció que tenía muchos contra argumentos posibles, así como a todas aquellas personas a las que les parece absurdo el neutro en masculino y femenino.

Efectivamente, una cosa son los participios de los verbos —de presidir, presidido— pero otra muy diferente son los sustantivos —el presidente, la presidenta. Sin embargo, si es cierto que se dice el medico y la medico, el músico y la músico (porque si se dijera música se confundiría con la música como sustantivo del arte).

El neutro en castellano es “los” porque en la evolución de nuestro lenguaje se perdió el género neutro que tenían el griego arcaico y el latín —padres de nuestra lengua—, pero entiendo la reivindicación que ejercen ciertos personajes públicos de “los y las estudiantes”, ya que, es el principio para acabar con la sociedad machista en la que vivimos. Desde mi punto de vista, no lo utilizan para cambiar la evolución de nuestra lengua, sino para manifestar una postura de igualdad de género ante una sociedad que aún no se ha dado cuenta de que nos falta mucho por recorrer.

 

De todas formas, una vez mi profesora de lengua castellana nos dijo que las lenguas vivas se llamaban así porque estaban en continuo cambio, evolucionando cada día. Así que es posible que en un tiempo (cuando tengamos un mundo más justo) el lenguaje deje de ser discriminatorio y tengamos un género neutro de verdad como lo tenían nuestras lenguas muertas.

Y para acabar haciendo un guiño a ese mensaje que recorre las redes sociales: me llamo Nuria, tengo 18 años y también he estudiado latín, lengua, historia de España, filosofía… pero también griego, historia del arte, literatura universal, matemáticas y economía.

No hace falta negar lo evidente para hacer un buen uso de la lengua castellana, centrémonos en lo importante, en la cultura, en una buena educación para todos porque todos merecen conocer nuestro lenguaje y ejercer un uso correcto de él.

Las apariencias engañan

Una vez le dijeron a mi novio que tenía “pinta” de votar a un partido de derechas. Este juicio lo hicieron a partir de la ropa que llevaba, la manera de cortarse el pelo y por cómo hablaba de su tierra.

Se habla mucho ahora de la manera que tienen ciertos diputados de asistir al Congreso, de cómo se peinan o qué tipo de ropa llevan. Se juzga su profesionalidad o compromiso por detalles que deberíamos pasar por alto y ni siquiera pararnos a comentarlos. Una sociedad crítica de lo que hablaría sería de los temas tratados en el Congreso, de los problemas o soluciones que se sopesan, etc. Sin embargo, nos hemos creado una cultura prejuiciosa en la que son más importantes las rastas de un diputado que el robo de dinero público.

Estamos hartos de oír, desde que somos pequeños, la frase “las apariencias engañan”, sin embargo, jamás la ponemos en práctica. Es inevitable la primera vez que conoces a alguien asociar una determinada personalidad con su forma de vestir y eso no es malo, ya que, la primera impresión cuenta. Pero el problema llega cuando cuestionamos la capacidad profesional, lingüística, etc.  de uno en función de su vestimenta o su forma de vivir.

Ya no solo en la vida política, sino también en los ámbitos más cotidianos se dan este tipo de prejuicios. Se considera que si vistes de ciertas marcas es porque tienes un nivel de vida determinado y, por lo tanto, hablas y actúas de una determinada manera.

Se hacen diferencias en función del barrio donde vivas o la universidad a la que vayas. No paro de oír frases del tipo: “en esa universidad son todos unos perroflautas” “ese barrio es de gitanos, te roban seguro” “mira en qué tiendas compra su ropa”. Pero luego todos nos llevamos las manos a la cabeza cuando nos pasa a nosotros, cuando somos nosotros los criticados y colocados en cierto “estatus” por nuestra forma de ser.

Es cierto que la primera impresión que nos llega de alguien cuenta, es cierto que todos criticamos y juzgamos —más si es alguien que no nos gusta— y si, es cierto que no todos tenemos el mismo nivel de vida. Pero también es cierto que no se es mejor ni más capaz por tener un nivel de vida mayor, vestir con trajes de marcas reconocidas o ir perfectamente peinado según marcan los protocolos estéticos.

Nos hace falta pararnos un momento e interesarnos en conocer a la persona con la que vamos a compartir espacio, profesión, carrera, trabajo, escenario… Nos hace falta apartar nuestros primeros prejuicios y cambiar las impresiones, solo así podremos convivir y compartir un mundo más justo.