Parabólicas

Marisa Gutiérrez vivía sola en un apartamento pequeño de un edificio grande, lleno de apartamentos pequeños. Cuando llegaba el fin de semana, le gustaba estar en casa, pasar las tardes tranquila, escuchando música y leyendo. Los sábados los reservaba para sus amigos, los domingos para ella. Apenas veía la televisión —solía decir que solo echaban basura.

Un día decidió instalar una antena parabólica, los canales convencionales no le gustaban, le parecían demasiado mediocres. Así que, por recomendación de un compañero de trabajo, decidió instalarse una de esas antenas que te permiten ver un montón de canales y programas mucho más interesantes, documentales históricos o películas en versión original.

Era domingo por la tarde, tenía ante sí una larga jornada para no hacer nada y decidió probar la televisión con su nueva antena, y sus nuevos canales. Encendió el aparato y miró. Cogió el mando a distancia y pulsó los botones, el uno, el dos, el cien, de repente tuvo un sobresalto, lo que estaba viendo no cuadraba con lo que ella esperaba. Apagó el televisor, se acercó a la entrada de la antena, la miró, aparentemente todo estaba correcto, volvió a encenderlo pero nada, ahí estaba, su vecina del segundo piso. Se quedó mirando, su vecina charlaba con un amigo alegremente. Marisa pudo escuchar todo lo que decían, como si estuvieran en un “reality show”. Al principio pensó que eso era lo que pasaba, que probablemente su vecina hubiese decidido ir a uno de esos programas, “qué mal gusto”, aunque le sorprendía ver que el apartamento era muy parecido al suyo. Pensó que, quizás, el programa lo estuvieran rodando justo en la planta segunda de su edificio, y no le gustó.

Decidió cambiar de canal, no había instalado una antena parabólica para seguir viendo programas de esos. Sin embargo, al cambiar de canal volvió a sorprenderse, esta vez estaba viendo a los vecinos del quinto. Fue tal la sorpresa que se quedó quieta mirando; al principio sintió rubor, después curiosidad, al final placer. Lo que estaba viendo le gustó, y mucho. Se quedó dos horas mirando, viendo cómo se relacionaban sus vecinos del quinto, nunca lo hubiera dicho cuando se cruzaba con él en el ascensor, no le parecía que pudiera ser tan tierno, ni tan seductor. Descubrió después que había estado dos horas mirando la relación de sus vecinos.

Se sobresaltó, pensó que no estaba bien espiar la vida íntima de los demás. Cambió de canal, no podía ser que siguieran apareciendo sus vecinos en la pantalla, y sin embargo, ahí estaba la familia Rodríguez, ellos también, jugando una partida de parchís con los niños, y la portera hablando por teléfono, y los abuelos del primero que también miraban la televisión. ¿Qué está pasando?, se dijo, tendré que llamar para que me lo instalen bien, seguro que han colocado mal algo. Y sin embargo volvió a quedarse mirando, esta vez la pelea que mantenían los estudiantes que vivían en el cuarto. Parecía que se peleaban por las habitaciones, pero pronto empezaron a sacar los trapos sucios de cada uno. Marisa tuvo que reconocer que le parecía hasta divertido ver cómo manejaban la información que tenían el uno del otro para hacerse daño. No pudo cambiar el canal, esto le estaba interesando tanto que dejó de preparar la cena. Sentía hambre, pero su curiosidad era más fuerte. Ahora voy, pensó, cuando terminen. Pero cuando terminaron los estudiantes, decidió hacer “zapping” nuevamente. Se encontró con los aromas de la cena en el sexto A, era tan intenso que casi lo saboreó ella también y allí permaneció durante un rato más. Y así siguió hasta que se durmió profundamente.

Al día siguiente decidió llamar a los instaladores para decirles que algo estaba mal, que ella no veía los canales que le habían dicho que se verían. De acuerdo a sus convicciones no podía admitir que la tarde anterior había sido una de las tardes más excitantes que podía recordar. No, decididamente no podía admitirlo.

El martes por la mañana revisaron su instalación, estaba todo correcto, los técnicos le dijeron a Marisa que no le pasaba nada a su instalación, podía ver hasta doscientos canales internacionales, y le mostraron cómo. Marisa pensó que todo había sido un mal sueño, no era posible que viera todo lo que vio en la televisión, seguramente lo imaginó o lo soñó.

Sin embargo, el siguiente domingo volvió a conectar el aparato y otra vez estaban allí, otra vez sus vecinos, otra vez las escenas cotidianas. La televisión le mostraba toda la vida de las personas que compartían con ella el edificio. Por un momento pensó que se estaba volviendo loca. Sintió ganas de gritar, llorar y salir corriendo, “¿qué me está pasando?”

Sin embargo, no gritó, ni lloró, ni tampoco se movió, simplemente miró a la pantalla y volvió a sentir la misma sensación, la misma curiosidad que el domingo anterior. Volvió a quedarse horas mirando, adentrándose en la vida de otras personas. Rió, lloró, se enfadó y sintió rabia, amor, deseo, hambre, saciedad, sueño. Decidió rendirse, realmente lo había pasado en grande, sintió que nada le había hecho sentir tanto como el mirar las vidas ajenas.

Pasaron muchos días, meses, años, Marisa se había acostumbrado a mirar la tele los domingos. Cuando se encontraba con un vecino en el ascensor o la escalera, sentía un gran regocijo por saber cosas que ellos no imaginaban. Lejos de sentirse mal por ello, se veía dueña de una información única, algo que, quién sabe, quizás algún día podría utilizar. No percibió la cara que ponían sus vecinos cuando la miraban a ella, no sintió cómo ellos también sonreían por dentro cuando se encontraban, quizás porque se creyó la única poseedora de esa información.

Un día, Marisa Gutiérrez, encendió su televisor y vio su propia casa, su salón, su sofá, a sí misma, pequeñita, con el mando a distancia en la mano.

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