Vocación tardía

Pablo descubrió tarde su vocación, cuando tenía 31 años y un trabajo de dependiente en una tienda de electrodomésticos se dió cuenta de que lo que a él le gustaba era ser maestro. Así que lo dejó todo, el trabajo, su novia, y comenzó a estudiar la carrera de Magisterio. En su casa nunca lo entendieron, pero él se armó de valor y terminó su carrera.

Con 34 años comenzó a buscar trabajo de maestro. Al principio empezó como todo el mundo, un curriculum aquí, otro allí, entrevistas, visitas, pero nada, el mundo laboral no parecía querer darle una oportunidad. Se dijo que lo que él tenía que hacer era estudiar las oposiciones. Si estudias unas oposiciones y te sacas la plaza, se dijo, ya podrás trabajar el resto de tu vida en lo que a ti te gusta.

Y así fue como Pablo se hizo con el temario de las oposiciones. Con mucho entusiasmo realizó un plan diario de estudio. Todos los días reservaba un espacio fijo de tiempo para estudiar. Y todos los días se sentaba a estudiar. Al cabo de un rato parecía como si los apuntes le miraran desde la mesa y le susurraran que eran aburridos, demasiado aburridos, así que Pablo se levantaba de la mesa de estudio varias veces durante la jornada, se dirigía a la nevera porque tenía hambre, después descansaba en el sofá un rato, luego volvía a la mesa de estudio y descubría que no había avanzado nada. Se obligaba a mirar los apuntes, leer, escribir, recordar. De repente se acordó de que tenía que comprar el pan, bueno, bajo un momento y luego sigo, así me despejo un poco. Y así lo hizo, bajó, se despejó, subió. Volvió a sentarse frente a los apuntes, otra vez sintió que le miraban desafiantes, parecía como si el tema uno tuviera ojos e incluso boca, unos ojos que le miraban y le decían, “venga, léeme, seguro que no eres capaz de llegar hasta el siguiente apartado”. Y esa boca, la boca sonreía, le sonreía a él, pero no con cariño, no con dulzura, era una especie de mueca que le retaba, “vamos, estudia, tienes que estudiar, tienes que sacar esa plaza, piensa en el futuro, piensa en el día de mañana”.

Y Pablo pensaba en el futuro, y en el día de mañana. Y se veía a sí mismo delante de un grupo de niños dando clase, se veía querido por sus alumnos, admirado. Se veía también con el grupo de compañeros, maestros como él, respetado, porque Pablo era un buen maestro, le gustaba ejercer su profesión, descubrió tarde su vocación pero estaba seguro de que él era un buen maestro.

Fue tanto lo que Pablo pensó que de repente se dio cuenta de que era muy tarde, tendría que comer. Bueno, después sigo estudiando. Pero después fue exactamente igual, se sentaba, miraba, intentaba leer, incluso leía, pero no conseguía pasar del tema uno, ¡ese dichoso tema! Mañana me pondré con otro, creo que este se me ha atravesado. Y lo dejó por ese día.

Al día siguiente comenzó con nuevo ímpetu, comenzaré con otro tema para desatascarme. Pero la secuencia del día anterior se repitió, volvió a levantarse para ir a comer, a sentarse en el sofá, a comprar el pan. Volvió a mirar los apuntes y a ver cómo le miraban, y cómo le hablaban. Volvió a pensar en su futuro, cuando apruebe la oposición, se decía, podré hacer todo lo que tengo pensado, porque yo voy a ser un maestro distinto. Y se vio realizando el examen, vio cómo presentaba sus ideas innovadoras sobre educación al tribunal, los miembros del tribunal estaban asombrados con las ideas de Pablo, se les notaba en la cara, en cómo asentían  y se miraban unos a otros con gestos de aprobación. Pablo estaba seguro, Pablo era un buen maestro, quería aprobar, iba a aprobar para llegar a ejercer.

Y así fueron pasando los días. Poco avanzaba Pablo, y cada día iba poniéndose un poco más nervioso. Sin embargo seguía pensando en su futuro, en cuando pudiera llevar una clase él, que había descubierto tarde su vocación, pero que estaba seguro de que era un gran maestro.

La oportunidad llamó a su puerta un buen día, o mejor dicho a su teléfono, porque recibió una llamada de un amigo que trabajaba en un colegio. Su amigo le ofrecía trabajo durante unos meses, una compañera suya estaba de baja y necesitaban sustitución. Pero Pablo pensó nuevamente en su futuro. Él no quería una simple sustitución, si lo hacía perdería tiempo de estudio, no podría sacar la plaza para la que estaba luchando tanto. Se vio fracasando en el examen, vio las caras de los miembros del tribunal, de desaprobación, esas caras amargas, insensibles de color verde. No, lo siento, tengo que centrarme en mi objetivo, tengo que estudiar.

Y Pablo volvió a la rutina, a su plan de estudio. Y volvió a mirar sus apuntes, ellos ya le observaban desde su escritorio con ojos risueños, esta vez no le desafiaban, esta vez le invitaban a un festín, un festín de títulos, apartados, conceptos, autores… Se sumergió, miró, empezó a leer de nuevo, y a escribir. Sí, sus apuntes y él eran grandes amigos ya. Habían conseguido pasar muchos días juntos, y todos los que quedaban. Y cada día, cada mañana y cada tarde, Pablo pensaba en lo que sería cuando consiguiera sacar la plaza de maestro.

Y hubo más días, más llamadas, más ofertas de trabajos, pero Pablo pensaba en el día en que mirara la lista de aprobados y ahí estuviera él, con el número uno. Y así, día tras día, Pablo se obligaba a sentarse en su escritorio para estudiar sin aceptar nada que le sacara de su objetivo para su futuro.

Llegó el día del examen teórico, Pablo estaba convencido de que no sacaría el número uno, no había podido estudiar todo, no había tenido tiempo, pero seguía pensando en que seguramente aprobaría y podría trabajar por fin en lo que él quería, y además para siempre. Lo había sacrificado todo, el momento estaba aquí, fue su turno.

Aprobó este primer examen, por los pelos. Ahora tenía una semana para realizar la segunda parte y sacar su ansiada plaza de maestro. Pablo siguió con su rutina, cada vez estaba más cerca de alcanzar su sueño. Sentarse a estudiar era casi un ritual, ordenaba de la misma forma los apuntes, los acariciaba, los sonreía, incluso en algún momento llegó a besarlos. Ahora estaba contento, cada vez más cerca de su futuro, cada vez más presente su futuro.

Pasó la semana y se presentó a la segunda parte de su examen, tendría que defender sus ideas frente al tribunal. Antes de ir, Pablo se preparó meticulosamente, escogió el mismo jersey que había llevado al examen anterior, los mismos pantalones, colocó del mismo modo sus apuntes en el maletín, y guardó en uno de los bolsillos su bolígrafo de la suerte, el mismo con el que había hecho el examen anterior. No podía fallar, lo tenía todo listo. Ya casi podía tocar con las manos su sueño, notaba ya el bullicio de los niños al entrar a clase, y sus caras entusiasmadas mirándole a él, su maestro favorito. Fue tanto lo que pensó, que a Pablo se le olvidó la mitad de las ideas que quería contar. Su voz, entrecortada, no era capaz de expresar todo lo que tenía en mente, aquello que tantos ratos de satisfacción le había dado en sus largos días de estudio. Esta vez, no aprobó, ni siquiera por los pelos.

Pablo no sacó su plaza. Después ya no hubo más sustituciones ni trabajos cortos, temporales. Quizás pueda volverlo a intentar el próximo año, se dijo.

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