Cautiva

Si vas a Granada y paseas por el Albayzin la verás. Subiendo por la Cuesta del Chapiz, casi en la Iglesia del Salvador, a mano derecha, está la calle San Martín. En cuanto te asomas Ella aparece al fondo, altiva, morena y elegante. Su mirada te detecta de inmediato y, aunque tú no la mires, sientes sus ojos clavados en ti. Es así desde que fue liberada porque antes era una cautiva rodeada de cal y puertas cerradas.

Si entraras en ella te cuenta historias enormes, de cómo era antes, de cómo fue rescatada y de cómo ahora crece cada día en que es habitada.

Nació hace mucho tiempo, y tuvo una infancia feliz habitada por sus padres y junto a sus hermanos que tatuaban en su piel historias de una época tumultuosa y prohibida pero a la vez feliz y constante. El caer de los días, compartir los momentos con personajes auténticos, llenos de sabiduría que observaban el mundo para poder pintarlo, reflejarlo y vivirlo. Personajes olvidados durante mucho tiempo porque se fueron, sí, ellos se fueron y la dejaron allí sola.

Las lluvias en Granada son escasas, pero cuando caen son como si alguien desde el cielo tuviera una pena muy grande, la pena de sentir que la belleza no se ve, ni se valora. Así se quedó ella, llorando por dentro, lloviendo por fuera durante siglos en los que fueron poniendo un poco de su paso por ella, más paredes, más puertas, tapando sus tatuajes para no mostrar su verdadero origen. Cada habitante buscaba su propio beneficio, alterando su estructura, haciéndola a su imagen y semejanza para albergar personas invisibles que solo dejaron un rastro de paso vano por el mundo. Y así fue, banalidad que la ancló a un suelo desconocido, como si nunca hubiese pertenecido a esa tierra extraña habitada por gente extraña que arrastraba sus pasos para llegar al fin del día y, después, volver a comenzar.

Nada quedaba ya de aquellos que acompañaban a sus padres, personas altas de cabezas llenas, obsesionadas por dejar su huella en el mundo, dejando un hueco entre los pasos que daban para llenarlo de conocimiento y saber estar, saber vivir. Ahora ella era la única que recordaba esa época, pero cautiva como estaba no podía mostrarlo. Y con cada pensamiento, cada recuerdo, su estructura crujía, desmoronándose poco a poco, sangrando por dentro. Sus propietarios ponían vendas, parches de madera, cal y ladrillo para sujetar su pena, pero ella poco a poco iba cayendo en el pozo de la tristeza.

Y así pasó tiempo hasta que también ellos se fueron y la dejaron sola de nuevo. Sola y desesperada, sin posibilidad para escapar ni para poder enseñarse y gritar: “aquí estoy yo, bella, grande y sólida”, porque ella ya no era bella ni sólida. Su paso por el tiempo, la cautividad a la que fue sometida había dejado huellas que consideraba irreparables. Solo quería morir, dejarse caer al vacío, levantar una polvareda inmensa con su desmoronamiento para volar por todo el Albayzin y dejar poso de su existencia en cada uno de los rincones de su barrio. Pero ni siquiera podía hacer eso, las cadenas que la ataban al suelo le hacían daño y no la soltaban. Ella quería caer, pero no podía.

Y entonces llegaron ellos, otra vez entró gente por su puerta, pisó su patio, acarició su piel, aunque no sintió mucho porque aquella no era su piel si no la capa blanquecina que la cubría para pretender ser otra distinta a quién era ella. Tuvo miedo y tembló, pero no pasó nada porque sus cadenas eran fuertes.

Pero sucedió el milagro, aunque fue doloroso. En sus nuevos habitantes detectó el brillo de los ojos de sus padres, de sus amigos, y sintió que se le quebraba el corazón, ¿estaría volviéndose loca? No parecía que ellos fueran a liberarla al principio, pero había algo en sus ojos, en la forma que tenían de mirarla y tocarla. Hasta que tomó la decisión de mostrarse y enseñar sus heridas.

Se asustó, durante bastante tiempo no volvió a verlos y pensó que se había equivocado con ellos, que los había sobrestimado y volvió a llover. Sin embargo un día le vio, se acercó despacio y solo, mirándolo todo, mirando hacia arriba y hacia los lados. Pudo verle los ojos y pensó: “no, no me había equivocado, esta es mi oportunidad, tengo que gritar hasta que me escuche, hasta que me entienda y me libere”. Y sintió ganas de vivir.

Él tenía dudas, demasiado vieja para rehabilitarla, ¿no estaría volviéndose loco? ¿viendo fantasmas de otra época? Le pareció que la casa le hablaba y le contaba historias de otra vida. Sintió un susurro que le decía: no soy así, sólo estoy sola hace mucho tiempo, hubo un tiempo que fui bella y sólida, construida para dejar rastro de un pasado. Y sintió que tenía que verla, descubrir si de verdad aquel primer impulso que le había llevado a visitarla otra vez era sueño o realidad.

Y comenzó el reencuentro. Cada día la despojaba de una prenda y descubría algo nuevo, una estructura sólida, unos ojos grandes, una piel morena con sus tatuajes y sus historias. Lloraron, rieron, se fundieron en uno solo.

Ella lo sabía, había visto algo en sus ojos, no podía haberse confundido. En sus ojos y en los que la miraron a partir de ese momento donde volvió a ser ella, donde volvió a escuchar, a ver, a sentir los pasos de su gente, las conversaciones para un futuro mejor, las risas y los silencios.

Si vas a Granada y subes al Albayzin la verás, la casa cautiva, liberada por los hijos de sus padres, aquellos que hicieron de ella el testimonio de una época para mirar hacia el futuro. Su mirada te detecta aún cuando acabas de asomarte y, aunque tú no la mires, sientes sus ojos clavados en ti, embrujándote desde sus columnas ochavadas que se elevan para mostrarse en todo su esplendor.

A los moradores de la Casa Liberada

Gracias por dejarme verla y sentirla

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos necesarios están marcados *

Puedes usar las siguientes etiquetas y atributos HTML: <a href="" title=""> <abbr title=""> <acronym title=""> <b> <blockquote cite=""> <cite> <code> <del datetime=""> <em> <i> <q cite=""> <strike> <strong>