En la guarida

Hacía varios años que la mujer habitaba con el lobo que en su día le dio su cobijo, su calor y su piel. Habían sellado una amistad perpetua basada en la confianza mutua, ella ya no sentía miedo de sus ojos ni de sus dientes, y en su lugar había aparecido una especie de poder frente a él que había hecho que aumentara de tamaño sorprendentemente, siendo casi igual que lobo. Ahora, cuando ella se echaba sobre él para darle calor, sentía que él se abandonaba cada vez más, hundiéndose en el suelo, cerrando los ojos. Esos ojos amarillos, que tanto atemorizaban a la mujer al principio, iban siendo cada vez más grises y habían tomado la forma de unos ojos casi humanos para ella. Con el paso de los años, la mujer había dejado de sentirse necesitada de protección, y no permitía apenas que él se echase para darle calor, su piel seguía protegiéndola y aunque estaba algo más débil, ella no lo percibía. Lobo, sin embargo, sabía que perdía su fuerza y que juntos podrían volver a tenerla, pero por alguna razón, ella no se dejaba proteger y prefería peinarse en soledad y tan solo mostrarle de vez en cuando alguna caricia.

Lobo iba sintiendo cada vez un poquito más de frío, e intentaba protegerse de él buscando algún lugar donde cobijarse, parecía que la cueva que en su día le albergó sólo a él, y que después compartió con la mujer, se había convertido en un lugar inhóspito con el paso del tiempo. Solo alguna vez, cuando conseguía arrancar un abrazo a la mujer, volvía a sentir calor y fuerza, pero desgraciadamente, cada vez eran más escasos esos momentos y él sentía la urgencia de buscar otra cueva para sentirse confortable.

Pensaba una y otra vez en por qué le pasaría esto, él que siempre había vivido solo, que no había necesitado más que ese pequeño trozo escarbado en la roca para vivir, por qué ahora sentía como si no hubiese más aire que el que emanaba de la boca de la mujer. Por las noches, cuando ella dormía, a veces la miraba y recordaba la primera vez que la vio, indefensa, pequeña, asustada. Recordaba su olor, el olor de la primavera recién llegada, y su desnudez pálida y temblorosa que él ayudó a cubrir. También recordaba el miedo que tuvo la primera vez que la vio, el sabor a metal en la boca cuando escuchó las pisadas de alguien adentrándose en su hogar, un metal que se transformó en miel cuando aspiró el aroma de su pelo. Y es cierto que ahí quiso comérsela, a punto estuvo si no hubiese sido por la mirada suplicante de ella, y la pregunta “¿vas a comerme?”. Descubrió entonces que no podía comerse a un ser tan indefenso, y decidió darle calor comenzando así una historia de amistad infinita.

Pero las cosas habían cambiado mucho, la mujer no parecía tenerle miedo, sus ojos parecían haber cambiado la forma en que lo miraba, se había vuelto más altiva, mucho más segura, y no quería apenas compartir esos ratos juntos bajo la luna. Tampoco entendía por qué lo había debilitado tanto a él que no tuvieran la misma relación. Lobo se enfurecía muchas veces, rugía y enseñaba sus dientes buscando otra vez la mirada temblorosa de ella, pero no llegaba. En lugar de eso, la mujer permanecía sentada tranquila mirándole con desánimo, hundiendo sus largos dedos en la piel que un día lobo le dio.

Un día, la mujer decidió abandonar a Lobo, estaba cansada de vivir siempre en una cueva, de sentir un frío impreciso, sin ganas para charlar, ni para mirar a la luna que cada vez parecía más lejana. Sentía a su compañero pequeño y triste, y una decepción había empezado a hacer mella en su interior convirtiéndose en desilusión y hastío. Así que una mañana se levantó temprano y se fue, sin decir adiós, tan solo salió a caminar. Necesitaba encontrar otras caras, cuando había llegado a aquel lugar apenas recordaba nada de su pasado, pero sabía que era una mujer, y que vivir con un lobo no era algo natural para la especie humana. Era cierto que había vivido años con él sin sentir el más mínimo temor, salvo al principio, pero algo en su interior le recordaba que ella era humana, que se merecía encontrar a otros humanos, probar a ver la vida con ellos, como ellos, y quizás encontrar también un compañero humano, como ella.

Así que se fue, al principio caminó ligera, sintiéndose cada vez más liviana con cada paso, y eso la animó, pensó: esto es lo que necesitaba. Pero al llegar la primera noche, la oscuridad inundó el entorno y la mujer tuvo que parar a descansar. Por un momento sintió que el pánico la inundaba cuando al cruzarse de brazos notó que volvía a estar desnuda. Un escalofrío recorrió su espalda al recordar su primera noche en aquel lugar, el frío, el miedo, el dolor que le provocaba la hierba y las hojas caídas en su piel, así que buscó a tientas nuevamente, pensó: “encontraré otro lugar, igual que la otra vez”, pero no encontró nada. Decidió sentarse despacio apoyada en un árbol, quizás alguien pasase por allí y la encontraría, pero al poco rato notó la corteza arañando su fina piel y no escuchó ni el más mínimo rastro de vida. También tenía frío y de repente se sintió pequeña, quizás incluso más que aquella vez, y deseó notar tan solo un soplo de aire de su boca, el aliento de su amigo, su voz gruesa, su mirada prolongada y dialogante, su piel… y lloró.

Lloró toda la noche, y al amanecer descubrió que no había dormido nada, notaba el peso en las piernas magulladas como si arrastrase un saco de piedras. Se tocó los brazos y descubrió su piel, otra vez esa piel blanca, suave, frágil, y le gustó por un momento. Después recordó que no tenía con qué cubrirse y sabía que tendría frío cada noche. Tuvo miedo, ¿y si Lobo también había perdido la piel? o peor ¿y si él había recuperado su fuerza y su pelaje y se había olvidado de ella? Ahora solo imaginarle enfadado sí le infundía temor y se quedó paralizada sin saber qué hacer. Quería volver, pero tenía miedo, y ese cansancio la impedía andar rápido. Se movió pesada a través de las hojas, haciendo crujir a cada paso el manto áspero de un bosque desierto, y entonces sucedió.

Desde lo más recóndito de su ser, dentro de sus vísceras, en el centro mismo del estómago, notó un dolor agudo que fue extendiéndose a lo largo de todo su cuerpo, primero hacia la pelvis y las piernas, hasta los dedos de sus pies, subiendo después por su columna, como un latigazo lleno de electricidad y luz, invadió todo su ser y salió por la boca en forma de aullido largo y doloroso. Y repitió hasta tres veces, muy largo, muy lejos. El aullido del lobo habitaba en ella. Con cada exhalación sentía un poco más de seguridad, y quiso seguir aullando en bajito, soltando el peso de su cuerpo, el que se había instalado durante los últimos años. Pensó en él, en su olor a fuerza, en la generosidad de aquella primera vez, en su peso grande y liviano a la vez, y notó que el aire le faltaba, que necesitaba oír su voz.

Lobo había pasado un día y una noche en blanco esperando verla regresar y cuando ya lo había dado por perdido escuchó un sonido familiar pero lejano, como si su propia voz estuviese independiente por el bosque, aullando desconectada de su garganta. Y entonces fue cuando miró, y la vio. Salió corriendo en su busca, pero se detuvo en seco al ver que esto la asustaba. Tan solo se paró, y se sentó sobre sus patas traseras, a esperar.
Ella llegó lentamente, hundiendo sus ojos en los de él, suplicando “perdóname”. Lobo agachó la cabeza hasta su mano y se dejó acariciar, después se tumbó del todo y esperó que ella diera el siguiente paso. Y entonces la mujer le dijo: “He vuelto y he aprendido. Dejé de escuchar el sonido de las pisadas, y de tu respiración, de tus palabras. Dejé de mirar el reflejo que la luna hace sobre nuestros cuerpos, dejé de escuchar mi propia respiración, pendiente de romper con la rutina, caí en una rutina nueva de desánimo y desamor. No me di cuenta de que el amor entre tú y yo es indisoluble, si uno cae, también cae el otro, que si me quedo desnuda, desnudaré tu interior. Caminé sola y segura, esperando encontrar el amor auténtico con un hombre como yo, hasta que perdí mi pelaje, el tuyo, me volví a herir, y me di cuenta de que me había vuelto a equivocar. Pero esta vez he sabido regresar, y quiero montarme en tu lomo y salir a caminar contigo, juntos”. Y se subió encima de él y se tumbó boca abajo, acariciando su cabeza, su hocico, sus patas fuertes, y recostó su cabeza en el cuello para mezclarse de nuevo en uno solo. Lobo cerró los ojos y, por primera vez en su vida, sonrió. Lobo cada vez más humano, y ella cada vez más salvaje.

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