Silencio

- ¡Silencio!, ¡escucha!
- No oigo nada, es como si el tiempo se hubiese detenido

¿Recuerdas el 11-M en Madrid? Seguro que sí, todo el mundo sabe qué estaba haciendo cuando recibió la noticia, al menos todo el mundo que vivía en Madrid.

Como cada mañana me levanté, y me puse con la rutina diaria, todo era normal, igual a cualquier mañana de un jueves como cualquier otro jueves. En mi casa, el olor de las tostadas recién hechas, el sonido de la ducha, el aire fresco de la mañana en la casa. “¡Vámonos peques, que no llegamos al cole!”, dije como todos los días.

Cada día, cada mañana, me levantaba antes que mis hijas para ir preparando el desayuno y recogiendo la casa. Sólo mínimamente, no me daba tiempo a más. Media hora después se levantaban ellas, para cuando estaban vestidas, el desayuno estaba en la mesa. Cada día el tiempo estaba milimetrado segundo a segundo. Todos los días nos sentábamos a desayunar las tres y dedicábamos un cuarto de hora a este momento tan placentero del día. Solíamos tener conversaciones alegres, unas más trascendentes que otras, sobre todo para unas niñas de seis años. A las nueve menos cuarto salíamos de casa, saludábamos a la portera, y nos íbamos andando al cole.

Aquella mañana todo era igual, a las nueve menos cuarto salimos hacia el colegio. Fuimos a saludar a la portera pero esa mañana no estaba sola, había una señora que gritaba un poco más de la cuenta. Decía: “un atentado, ya van cincuenta y tantos muertos”… Yo le pregunté dónde había sido, y ella me dijo que en Atocha.

En ese momento mi respiración se cortó momentáneamente, conocía tanta gente que vivía o pasaba por esa zona que todas ellas se me vinieron a la cabeza de golpe. Como no sabía a qué hora había sido, lo primero que pensé es que había sido reciente, así que le habría pillado a Juan llevando a las niñas al cole que estaba por allí y que cada día cogían el cercanías para ir. Le llamé pero no me contestó, normal! Seguía respirando mal y mis hijas me preguntaban, “¿qué pasa, mamá?”.

Cada mañana, menos esa, el camino al cole era un cúmulo de risas y sonidos familiares. Esa mañana no, esa mañana había silencio, sólo eso. Las personas desconocidas cruzábamos miradas, nos mirábamos a los ojos, buscando saber, sin atrevernos a hablar.

Conseguí hablar con otro amigo que vivía cerca del atentado, estaba llorando, había escuchado la explosión y estaba muy nervioso, rabioso, más bien.

Cada mañana cogía el autobús para ir a la oficina, pero ese día, con la noticia, ni siquiera me di cuenta de que llegué andando. Iba hablando por teléfono, llamando a gente para tranquilizarme, saber que todo estaba bien. Aún tardé dos horas en hablar con Juan. El atentado había sido mucho antes de que él tuviera que llevar a las niñas al cole. Todos mis amigos estaban bien, pero daba igual porque el sonido de la ciudad era aterrador.

Seguro que tú también te acuerdas del silencio de Madrid en ese día, el 11 de marzo.

Mi socio tenía que coger un avión y decidí llevarle al aeropuerto en coche, la simple idea de que tuviera que montarse en un tren, aunque fuera el metro, me parecía absolutamente inaceptable. Reconozco que era un pensamiento absurdo pero inevitable en esos momentos. Al salir a la calle para coger el coche, el silencio volvió a aturdirme hasta dejarme casi sorda. Me hacía daño esta densidad, era demasiado espesa.

- ¡Silencio, escucha!, le dije a mi socio.
- No oigo nada, es como si el tiempo se hubiese detenido, me dijo él.

Era cierto, el tiempo se detuvo, y tardó mucho en volver a andar. Tardó mucho en sonar el ruido de Madrid tal y como lo escuchas hoy. Todavía hoy, cuando cojo un tren, recuerdo el silencio estremecedor que nos invadió durante un tiempo a los habitantes de esta ciudad. Y cuando dejo de pensar en él, el sonido de las ruedas sobre las vías, el aviso de cierre de puertas, y sobre todo las conversaciones ajenas, me parecen alegres.

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