Tal y como se lo he dicho

María había estado en la piscina con su novio, era verano, le encantaba nadar y tomar el sol. A Fernando en cambio no le gustaba nada, él prefería pasar las tardes de verano frente al televisor, con una buena cerveza fresca y el aire acondicionado a tope. Pero ese día había accedido, María era muy persistente cuando quería.

Mientras Fernando aguantaba el calor de la piscina en la silla del bar, María tomaba el sol, primero boca arriba, después boca abajo, y así sucesivamente, arriba, abajo, arriba, abajo. Fernando miraba fascinado el movimiento de su chica y el aguante que demostraba, cuando de repente María pegó un grito, ¡ay!, y se señaló el codo. Fernando no quiso hacer caso, no tenía ganas de mover un músculo con ese calor, así que miró hacia otro lado. María se le acercó con la cara desencajada.

- ¡Me ha picado un bicho!, le dijo, mientras le mostraba el codo un poco enrojecido.
- Habrá sido el sol, no sé cómo aguantas ahí todo el tiempo
- Fernando, me duele mucho, por favor, vámonos al botiquín que me den algo.

Fernando pensó que su novia ya estaba con lo que él llamaba “sus paranoias”, y no puso cara de agrado. Ella que sabía lo que estaba pensando su novio, decidió sentarse a su lado y relajarse.

- Crees que estoy exagerando ¿no?
- Pues mira, sí. ¿Por qué no te das un baño y ya verás como se te pasa?
- Vale, no me crees. Está bien, hasta luego.

Y María se fue a dar un baño. El frescor del agua relajó la zona, incluso desapareció el enrojecimiento. Pensó entonces que quizás Fernando tenía razón y había exagerado un poco. Mientras nadaba pensó en lo que más le apetecía en ese momento, pedirle disculpas a su chico, irse a casa, darse una ducha con él, untarse crema mutuamente por todo el cuerpo. Cuanto más lo pensaba, más ganas tenía. Así que salió del agua y no le hizo falta mucha persuasión para convencer a Fernando de irse.

Pero en el trayecto a casa, el codo iba engordando por momentos, cada vez lo tenía más hinchado y rojo. María no hizo caso, tenía tantas ganas de llevar a cabo su plan que decidió no hacer caso. Sin embargo, cuando bajaron del coche, Fernando la miró y se quedó parado. María no sólo tenía el codo hinchado, casi hasta el doble de su tamaño, si no que uno de sus ojos estaba bastante cerrado. Decidieron ir a urgencias.

- Le pondremos Urbason, seguramente sea una reacción alérgica.
- ¿Urbason? Por favor, dígame qué efectos secundarios tiene ese medicamento, no quiero que me afecte a otras zonas de mi cuerpo.
- Señorita, la reacción alérgica es lo que va a afectar a su cuerpo como no se ponga inmediatamente una inyección de esto que tengo aquí. Déjeme trabajar.

Fernando comenzaba a sentirse incómodo, como casi siempre que la había acompañado al médico. Le hacía sentirse avergonzado porque siempre cuestionaba lo que decían los médicos. Él, muy al contrario que María, acataba obedientemente todo lo que le recetaban, y no entendía la afición de su novia de leer todos los prospectos, ¡si luego no se enteraba de nada! María se dejó inyectar el medicamento. Al fin y al cabo, pensó, con esto podemos acabar prontito y seguir con nuestro plan de ir a casa.

Sin embargo, después de la inyección, entró otro médico para examinar el ojo que aún estaba bastante cerrado y con dolor. La tumbaron en una camilla, le echaron unas gotas en el ojo y comenzaron a examinarlo. Ella podía ver cómo miraban dentro de su ojo dos personas. Podía ver la cara de extrañeza. Se le ocurrió preguntar: “¿pasa algo malo?”. Ninguno de los dos la respondió. Comenzaron a hablar entre ellos:

- ¿Habías visto algo así?
- Una vez, creo que es de tipo dendrítico. Señorita, ahora le vamos a tapar el ojo, tiene que estar en reposo, intentar no moverse demasiado durante las próximas 48 horas.
- Pero ¿qué tengo?, dijo María, mientras Fernando observaba mudo la escena.
- Es una “especie de herpes” ocular. No tiene importancia, pero sí tiene que seguir el tratamiento que le digamos a pies juntillas, tal y como se lo digamos.

Y comenzaron a explicarle que tenía que comprar en la farmacia varias medicinas para su “herpes ocular”, unas gotas para dilatar la pupila y que penetrara mejor la pomada que tenía que echarse después.

- ¿Con el dedo?, ¿cómo me voy a aplicar una pomada con el dedo dentro del ojo?, ¿no tiene aplicador? Y mientras decía esto, miraba la cara de desagrado de su novio que pensaba “lo ha vuelto a hacer, joder, si el médico le dice que se echa así, será así”, pero se lo calló.
- Señorita, es una pomada que se aplica en otras partes del cuerpo, por eso no tiene aplicador.

María no quiso seguir discutiendo, tenía ganas de irse. Ya no pensaba ni en la ducha, ni en la crema, ni en masajes, ni en nada de nada. Sólo quería tumbarse, cerrar los ojos y dormir. Al menos la hinchazón del codo había remitido.

Salieron de la consulta y fueron a la farmacia. Cuando llegaron a casa, María abrió el bote de pomada y extrajo el prospecto. Comenzó a leer. Efectivamente servía para otras partes del cuerpo, pero no para los ojos. En el apartado de precauciones sólo había una: “No se aplicará en los ojos”.

María no podía más, llamó a Fernando, le hizo leer el prospecto, pero él se negaba a revelarse, . Esto enfadó aún más a María, le pidió, casi le gritó, que bajara inmediatamente al ambulatorio para preguntarle al médico si quien se había equivocado era la farmacéutica. Él bajó de mala gana con la pomada en cuestión, y preguntó al médico cuya respuesta fue: “Que se lo eche tal y como se lo he dicho”.

- No, Fernando, me voy a otro médico. No pienso echármela.
- Pero si el médico te ha dicho que te lo eches…
- Vamos a ver, ¿es que tú no lees?
- Claro que leo, pero he hablado con el médico, que tiene una carrera y supongo que sabe de qué habla…
- Tú lo has dicho, supones…

Pasó un buen rato, María cada vez estaba más disgustada. No podía conducir, y Fernando no estaba por la labor de volver a salir, así que pensó en llamar a un taxi para irse a un hospital, estaba claro que en el ambulatorio de su barrio había mucho incompetente.

Estaba buscando el número del taxi y sonó el teléfono:

- ¿Señorita Rodríguez? Soy el doctor Requena, el que la ha atendido esta tarde.
- Sí, ya sé quién es
- Es que… ¿se ha echado la pomada?
- ¡No, y además no pienso hacerlo!
- Perfecto, no lo haga. Es que me he equivocado, hay una igual pero oftálmica. Es que tiene el mismo nombre y claro me he liado…
- ¿Se ha liado? ¿es consciente del grave problema en que podría haberse metido y haberme ocasionado a mí? Dé gracias de que leí el prospecto.
- Lo siento, es que estas cosas pasan.
- Mire, estoy tan cansada que no voy a denunciarle, pero porque me pilla harta de este tema. Pero ya le digo que a partir de ahora, acostúmbrese a mirar el Vademecum cuando dude, seguramente no se “líe” tanto.

Colgó el teléfono, miró a Fernando que estaba de pie frente a ella con la sorpresa pintada en la cara. No dijo nada, recogió la pomada, bajó a la farmacia, la cambió por la versión oftálmica, volvió a su casa, ayudó a María a ponerse las gotas y la nueva pomada. Por fin, ambos, pudieron descansar, eran casi las nueve de la noche.

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