El paseo

No sé si ponerme sombra de ojos, hace tanto tiempo que no la uso que no sé, me veo rara. Creo que me pondré un poco, no todos los días puedo asistir a una cena y dejar a los niños con su padre. Hoy tiene que ser especial. Tengo una sensación extraña, es como vértigo, eso es, vértigo en el estómago. No quiero parecer desesperada, quizás lo mejor sea que no me maquille, nunca lo hago.

Con estos pensamientos me encontré dos horas antes de mi cita. Había quedado con los compañeros de trabajo para cenar con motivo de las vacaciones de verano. Yo nunca podía ir a esas citas, tengo dos hijos y mi marido siempre trabaja. Me da miedo dejar a los niños con una persona extraña y no tengo a nadie de confianza que pueda quedarse. Pero ese día sí podía, mi marido libraba y por fin me decidí a dar el paso, me iba de cena.

Me arreglé cuidadosamente, casi con miedo, poniendo atención en cada detalle, como si fuera un momento especial, como una boda o un bautizo. Cuando faltaba una hora y cuarto para la cena salí de casa, no quería llegar tarde.

Vivo en una zona periférica de Madrid, trabajo desde casa como freelance y esporádicamente imparto clases de formación para la misma empresa junto con un grupo de profesionales con los que había quedado esa noche. Casi nunca salgo de casa salvo para hacer la compra, llevar a los niños al cole y recogerlos. Las tardes las paso en el parque, charlo con el resto de madres y descubro la soledad que nos embarga a todas nosotras. Mujeres dedicadas a los hijos, sin maridos, sin padres, tirando del carro solas. Es en el parque donde intercambiamos momentos de soledad unas con otras, convirtiéndola en compañía porque todas hacemos, pensamos y deseamos igual. Hasta que llega la hora del baño de los niños, de la cena, de acostar. A esa hora nos despedimos y llegan ellos, a tiempo de dar un beso de buenas noches a sus hijos.

Pero ese día yo me iba a cenar con mis compañeros de curso,  de pronto mi rutina se veía alterada por una noche. Me apetecía andar por Madrid, mirar con los ojos redondos la gente que subía y bajaba por la Gran Vía, los escaparates llenos de colores. Bajé despacio, recreándome en cada cruce, en cada tienda, cada cine, o restaurante, mirando, oliendo, saboreando el ruido de los coches y las motos. Allí estaba yo, plantada en la Gran Vía de Madrid mirando cómo la vida, otras vidas, brillaban bajo el cielo caluroso de esa noche de verano. Los carteles luminosos de los bares me sonreían y me invitaban a pasar. No sentía los pasos, prácticamente me desplazaba flotando. Cuánto tiempo hacía, ya ni me acordaba de la última vez que estuve en ese mismo lugar.

Antes de casarme solíamos salir por Madrid, ir al cine, de compras, o de paseo simplemente. Entonces no apreciaba lo bonito que es, con todo su ruido y sus colores. Esa noche descubrí la altura de los edificios, el perfil de la calle, los colores tan diversos de las ropas de las personas. Me fijé en dos chicos que se daban la mano para caminar unidos, en un semáforo se besaron en la boca. Me quedé embelesada mirando, pensando en la belleza que encerraba ese beso, y esas manos entrelazadas. Después me fijé en una chica que caminaba segura, atrayendo todas las miradas de la gente, no porque fuera especialmente guapa, si no porque sabía andar.

Pensé en mí misma, me miré y no me reconocí entre la gente. Estaba sola, sin los niños ni mi marido, arreglada y sonriente. Tenía ganas de caminar, mirar, tocar y guardarme muy dentro todos esos momentos vividos en tan solo un paseo por la Gran Vía.

Como aún era pronto me senté en un banco y seguí contemplando la vida de mi ciudad. Vi una pandilla de chicos jóvenes y me reconocí en mi juventud. Tan sólo tengo 35 años, pero siento que estoy muy mayor. Pensé en cuando tenía 18, como esos chicos que pasaban delante de mí, en las preocupaciones de entonces. Recuerdo que tenía aspiraciones frente a la vida, estudiar una carrera, eso sí lo hice, estudié periodismo. Quería trabajar, pero no conseguí un trabajo serio, hice algunas colaboraciones en algunas redacciones. Me casé en seguida y mi marido tenía que mantener su puesto de trabajo porque era más “seguro” que el mío, así que nunca me puse a buscar un trabajo fijo. Luego tuve a mi hija mayor, y después de tres años al pequeño. Aún son muy pequeños y me necesitan.

En ese banco mientras miraba a esa pandilla de chicos, comencé a pensar en mi hija cuando tuviera esa edad, ¿qué esperaría de la vida? ¿qué le estaba ofreciendo yo? Había decidido entregarme a ellos y sin embargo no tenía la seguridad de que eso fuera lo mejor que pudiera ofrecerles, sobre todo a la niña. Me visualicé como soy en la actualidad, agotada de intentar llevar todo a buen puerto, la casa, los niños, mi marido, el trabajo. Pensé en las veces que me descubro pensando en por qué los tuve, la culpabilidad me llena y me deshago de esos pensamientos, pero la tristeza aflora y estoy segura de que mi hija lo ve. Estoy enseñando a mi hija a seguir mis pasos y no quisiera.

Me levanté y seguí caminando, absorta en estos últimos pensamientos. Ya no iba mirando cada escaparate, ahora iba mirando al frente y pensando que quizás esa noche pudiera ser el comienzo de una nueva etapa. Así llegué a Plaza de España, donde estaban ya algunos compañeros esperando. Lo sé, porque me lo han dicho, que se encontraron con una persona diferente a la que había conocido, y esa persona era yo.

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