Un, dos, tres, al escondite inglés

De niña, solía jugar en la calle con mis hermanos y mis vecinos cuando Madrid todavía era pequeño, mi barrio era como un pueblecito y apenas pasaban coches. Los niños estábamos en la calle gran parte del día. Enfrente de mi casa mis abuelos tenían una vaquería, muchas veces entrábamos para ver cómo ordeñaban a las vacas, y otras jugábamos con los terneros. Mi abuelo sacaba a alguno de ellos y nosotros lo acariciábamos y le metíamos los dedos en la boca para ver cómo succionaban.

Cada tarde después del cole, salía a la calle, mi madre siempre nos advertía -cuidado con los coches- pero nosotros no le hacíamos caso porque casi nunca pasaba uno y, además, para eso estaba mi hermana, para vigilar. Hasta aquel día nunca nos habíamos planteado, ni mi hermano Jesús ni yo, que había que mirar antes de cruzar. Jesús y yo somos gemelos, a mi madre le costó mucho parirnos porque por lo visto uno de los dos venía de nalgas, nunca he sabido quien porque ni ella se acuerda. Mi pobre madre decía que éramos los dos iguales y que lo que no se le ocurría a uno, se le ocurría al otro. Siempre estábamos juntos, a mí me encantaba estar con él, era muy divertido porque apenas teníamos que hablar para comunicarnos. Tere, nuestra hermana mayor, tenía el encargo de cuidar de nosotros y la pobre no lo tenía fácil porque siempre estábamos maquinando alguna maldad.

Ese día fuimos, como siempre, a jugar con los niños del barrio. Empezamos a saltar a la comba, uno de nuestros juegos favoritos era “lo que dice la madre”. Uno hacía de madre y saltaba en primer lugar, tenía que hacer algo que los demás teníamos que repetir y si te equivocabas te la ligabas y tenías que dar. Había que prestar mucha atención para no acabar dando. Casi siempre después de la comba jugábamos al escondite inglés. Echábamos a suertes quién contaba: un, dos, tres, al escondite inglés sin mover las manos ni los pies, y se daba la vuelta. Si alguien se movía volvía a la posición del fondo y vuelta a empezar. Había que estar muy quieto. Se volvía a contar hasta que alguien llegaba hasta la pared en que se contaba. Y ese que llegaba primero le tocaba contar.

Aquella tarde me tocaba contar a mí. Yo me apoyaba contra la pared de la vaquería y los demás tenían que empezar el recorrido desde el otro lado de la calle. Había que cruzar la carretera, pero casi nunca pasaban coches así que decidimos hacerlo así. Me puse a contar, “un, dos, tres, al escondite inglés sin mover las manos ni los pies”, me di la vuelta y allí estaban todos sin moverse, en total éramos siete, mi hermanos Tere y Jesús, Anita, Julia, José y Ángel. Volví a girarme para contar, mientras lo hacía escuché el sonido de un coche acercándose, fue tan rápido que no me dio tiempo a terminar de contar y me volví a mirar. En ese momento todo se me nubló, vi a Jesús tendido en el suelo, Tere llorando y a una chica bajar del coche a toda prisa. Ya no recuerdo cuándo salió mi madre, porque todo sucedió muy rápido. Alguien me sujetó cuando me dirigí a la propietaria del coche y me puse a golpearla, pero no me acuerdo de quién fue. La mujer estaba asustada, mi hermano Jesús decía que no podía moverse y se señalaba la pierna. Tenía además sangre por el brazo y la cabeza.

La verdad es que la pobre chica fue muy amable, estaba tan asustada que se ofreció a llevarnos al hospital, digo llevarnos porque yo no quería separarme de Jesús y no paraba de llorar, así que tuvo que llevar a mi madre, a Jesús y a mí. Tere se quedó en casa, muy triste y casi muda desde que mi madre la reprendiera por habernos dejado jugar en medio de la calle. Ahora lo pienso y veo que no fue justo, mi hermana no podía prever que Jesús no fuera a oír el coche. Luego me enteré de que mientras yo contaba, mi hermano gemelo había salido corriendo para acercarse el máximo a la meta y no pudo reaccionar ante la aparición del coche. Todos los demás se volvieron y Tere gritó “¡Jesús!”, justo cuando se precipitó sobre el vehículo. Nadie tuvo la culpa, simplemente fue un accidente, pero mi madre se puso muy nerviosa.

En el hospital nos tranquilizaron, mi hermano tenía una pierna rota, pero el resto estaba bien, simples arañazos y golpes, pero sin más roturas. Iba a tener que estar en reposo hasta que se le soldara el hueso. Según el médico lo mejor era que no fuera al cole, y dado que tenía una hermana gemela, yo podría llevarle las tareas a casa. Aunque el médico me lo dijo con gran entusiasmo, a mí esto terminó de enfadarme del todo, cómo no iba a venir mi hermano Jesús conmigo al colegio, con quién iba a jugar en el recreo.

En todo el camino de vuelta no abrí la boca, iba agarrada a la mano de mi hermano pero no quería hablar, sólo iba pensando: si no me hubiese tocado contar en ese maldito juego, yo habría estado con él y no habría pasado, si mi hermana no hubiese sido tan descuidada…, si hubiésemos jugado a otra cosa.

Cuando llegamos a casa todo eran atenciones para Jesús, mis abuelos, los amigos, mi padre y mi hermana, que aún le duraba el disgusto, todos salieron corriendo para ver qué le había dicho el médico. Yo me vi, de pronto, sola y me entró una tristeza y una incomprensión enorme. Así que me fui, me metí en la vaquería y me escondí. Allí nadie me traicionaría porque las vacas no hablan. Me acurruqué en un rincón donde había una vaca con su ternero recién nacido y me quedé durante una hora esperando que vinieran a buscarme. Me sorprendió ver cómo pasaba el tiempo sin que nadie apareciera, se me hizo eterno. Había dejado de ser importante hasta para mi hermano gemelo, me sentía la niña más desgraciada del mundo. Pero empezó a entrarme hambre, y no oía gritos ni a nadie que me llamara, así que decidí salir de mi escondite. Allí vi a mi abuela ordeñando a una vaca.

- Estás aquí, me dijo. Sabía que tarde o temprano saldrías de tu escondite, no se puede estar toda la vida esperando que vengan a buscarte, a veces hay que salir y dejarte ver. Anda, toma un poco de leche.

Tomé el tazón de leche que me dio mi abuela y me la quedé mirando esperando que ella me dijera lo que quería oír, que Jesús me estaba esperando, o que podría quedarme con él sin ir al cole. Pero en vez de eso, siguió ordeñando, me pidió que la ayudara y mientras tanto me hablaba de otros temas, de cómo eran cada una de las vacas, de cuál era su favorita, de cómo le gustaba ver nacer a los terneros. Después de todo lo que había pasado esa tarde, acabé charlando con mi abuela y apaciguándome conmigo misma.

Cuando entré en casa me encontré a Jesús con la pierna escayolada sentado en el sofá y me dijo, “Carmen, por fin has venido, ¿quieres hacerme un dibujo en mi pierna mala?”

Todo volvía a ser normal, mi hermana Tere se abrazaba a mi madre cada poco tiempo y ésta volvía a tener una sonrisa serena en la cara.

Todavía pasó un poco de tiempo antes de que volviéramos a jugar al escondite inglés, eso sucedió el día en que Jesús lo propuso una tarde en que, como todas, apenas pasaban coches.

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos necesarios están marcados *

Puedes usar las siguientes etiquetas y atributos HTML: <a href="" title=""> <abbr title=""> <acronym title=""> <b> <blockquote cite=""> <cite> <code> <del datetime=""> <em> <i> <q cite=""> <strike> <strong>