La cita

Ernesto se miró al espejo antes de salir. Dudó un momento sobre si debía o no echarse colonia, quizás a ella no le gustase ese olor, quién sabe, tan solo se habían visto en clase y allí nunca había usado perfume. Había oído a sus amigos decir que a las chicas les gustaba que ellos se perfumasen, así que se puso un poco, ¿necesitaría más? Decidió llamar a su hermana mayor.

- No huele a nada, dijo ella.
- Cómo que no, concéntrate, me he echado colonia.
- ¿Colonia? ¿tú?, ¿adónde vas?, rió, ¡has quedado con una chica!
- Cállate, dijo Ernesto poniéndose colorado.

Su hermana siempre tenía que reírse de él. Era como si necesitara una persona sobre la que volcar su propia frustración, porque estaba claro que ella no era una persona feliz, lo sabía por su cara, siempre con esa mueca como de estar oliendo algo podrido que estuviera justo debajo de su nariz. Pero era la persona que podría aconsejarle esa tarde, al fin y al cabo era chica y además, mayor.

- ¿Crees que debo echarme más?
- Claro, si no la chica va a pensar que no te aseas. ¿Quiés es? ¿la conozco?
- Déjame en paz, no es ninguna chica, simplemente salgo con mis amigos.
- Venga ya, eso te lo creerás tú. Hazme caso, échate bastante más, así podrá fijarse en algo que no sean tus asquerosos granos.

Ernesto tenía granos, claro, como la mayor parte de los adolescentes. Tenía catorce años y en los últimos 6 meses había experimentado una serie de cambios que no le hacían ninguna gracia. Muchas veces se miraba al espejo y sufría una especie de crisis de identidad, no reconocía la figura que le miraba desde el otro lado, a veces se parecía a su padre y otras veces se parecía al niño que había dejado de ser. Observaba su cara, con esa nariz tan desproporcionada con respecto al resto, ¿de dónde había salido esa nariz?, hasta lo que él recuerda era pequeñita, a juego con el resto. Otras veces se miraba los brazos, tan largos, parecían dos escobas balanceándose a lo largo de su cuerpo tan delgado, no parecían sus brazos, ni tampoco su cuerpo. Pero lo sentía suyo, notaba cuando agarraba las cosas con las manos, el tacto de la piel de una naranja o un melocotón, igual que siempre, eso no había cambiado.

Esa tarde había quedado con María, para ir al cine. María tenía 13 años, estaba en su clase y era la chica más guapa y más lista de todas. Desde que la vio por primera vez, Ernesto había empezado a tener problemas respiratorios. Cada vez que la miraba su nariz se negaba a aspirar aire y eso le llevaba a ponerse rojo de asfixia. Pero no podía apartar sus ojos de ella, podía oler en la distancia el jabón que usaba María por las mañanas, con ese aroma a juventud y frescura. Sólo con los ojos era capaz de acariciar su pelo, largo, moreno, a juego con sus grandes ojos. María era perfecta, pero lo mejor era su sonrisa, una sonrisa que sonaba como un montón de conchas de nácar unidas por un hilo chocando suavemente unas con otras.

A Ernesto casi le da un infarto el día que María le pidió un folio. Al principio ni siquiera la oyó, no podía dejar de mirar su boca moviéndose para pronunciar unas palabras que él no escuchó. Pasado el primer momento, algo de su cuerpo se comportó de forma inteligente y decidió permitirle escuchar. Tan solo era un folio, nada más quería un folio, no podía creer que hubiese podido hacer un ridículo tan espantoso. Pasó un par de minutos sin oler, ver, oír nada en absoluto, pero de repente un olor desconocido le penetró por la nariz hasta el cerebro. Era un olor como de hamburguesería de barrio, que jamás ventilan y se mezclan los olores de la plancha donde se hace la carne, junto con el tabaco de los clientes. Comprendió que era su propio sudor y salió corriendo a casa a lavarse.

Pero habían pasado muchos días desde aquella primera vez en que habló con María. Había conseguido mantener a raya a sus sentidos, hasta parecía que estaba relajado en su presencia, si no fuera por el sudor que acudía siempre que se ponía nervioso.

- He quedado con María, pero no se lo digas a nadie. Simplemente vamos al cine.
- ¿María? ¿qué María? ¿La niñita esa de los dientes grandes? ¿esa te gusta?
- ¿Y qué si me gusta?
- No sé, la veo un poco “dientona”, y un poco pijita ¿no?
- No es ni una cosa ni otra, ¿por qué siempre tienes que ridiculizar lo que me gusta?
- Lo has dicho, te gusta, te gusta…
- ¡Cállate!

Se dio cuenta que había golpeado el lavabo, por no golpear a su hermana. Ésta podía ser absolutamente estúpida cuando quería, y cuando se trataba de sus gustos siempre hacía igual. Su hermana había abierto mucho los ojos, Ernesto estaba sangrando, había rajado el lavabo y se había cortado. Al mirarse, Ernesto, saboreó el metal de la sangre, no sintió dolor pero sí mucha rabia. Ahora tendría que explicar por qué y cómo se había hecho eso. Su madre intervendría y su hermana quizás, le contara que iba a salir con una chica. Ernesto no quería que se enterara su madre, le daba vergüenza o pudor, o las dos cosas.

Pero su hermana no hizo eso, corrió al botiquín y curó la herida de Ernesto, se la vendó y le dijo:

- Ni se te ocurra decir que esto tiene que ver con el lavabo roto, voy a fingir que he tirado sin querer un bote de crema y que lo he roto yo. Tú vete a tu cita, y perdona por hacerte rabiar, es que no lo puedo evitar.

Ernesto no podía dar crédito, parecía como si su hermana se hubiese convertido en otra persona.

Salió de casa para encontrarse con María. El corazón le latía más deprisa de lo normal y notaba un latido incómodo en las sienes, a ratos le parecía que olía demasiado a colonia, otras veces le parecía que no olía en absoluto y que el sudor le iba a jugar una mala pasada. Durante el trayecto en metro sintió un poco de frío, se abrochó la chaqueta un poco más, pero entonces notó calor. Los ojos se le volvieron y se vio a sí mismo con esa nariz larga, lleno de granos, los brazos colgando desgarbados. Comenzó a sudar, olió la colonia, saboreó la sangre de su mano, cerró los ojos y los abrió justo en el preciso momento.

María se acercaba hacia él, con una sonrisa en la cara. Esa sonrisa anuló los sentidos de Ernesto, ya sólo vio un destello blanco, el de los dientes de María sonriéndole con esa boca de invitar a volar. De repente notó que sus brazos se movían al son de las caderas de María, para abrazarla, y que su nariz estaba hecha para aspirar el aroma de María, larga para llegar hasta su pelo. Ernesto olía a colonia, y María a jabón.

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