La criatura

Martín entró en la habitación 302, ahí estaba la criatura, tan pequeña, con esa cara de vieja pero con ese cuerpo diminuto y ese olor a nuevo. Su hija Matilde le miraba casi con miedo, sin saber qué estaría pensando ante el nacimiento de su pequeña. Martín siempre había tenido muy mal genio. Cuando eran niños, Matilde y sus hermanos sólo reían cuando él estaba fuera de casa, en cuanto volvía apenas se atrevían a levantar la vista del suelo por si acaso el simple hecho de mirarle pudiera ocasionar una nueva bronca.

Martín había llegado al hospital casi sin ganas, su yerno Felipe le había llamado por la mañana para decirle que había sido abuelo. Apenas dijo nada, la palabra “abuelo” resonaba en su cabeza, como si de repente desconociera su significado. Él, abuelo, ¿ya? Si todavía no había terminado de educar a sus cinco hijos y ya estaban haciéndole abuelo. Educar, esa había sido su misión cuando comenzó a tener hijos. Nunca supo si lo había hecho bien porque más de una vez, y más de dos, había tenido que utilizar la fuerza, como hicieron sus padres con él, y su mujer siempre se lo había reprochado. “Mano dura, eso es lo que hace falta, que si no te toman la medida y ya no hay nada que hacer con ellos”, le decía él. Nunca entendió por qué su mujer lloraba tanto cuando a él se le iba la mano. Esto le ponía aún más nervioso y era ahí cuando solía pasarse de la raya.

Como aquella vez en que su hijo pequeño se dejó algún juguete sin recoger y Martín tuvo que enseñarle a fijarse bien.

- Juan, ¿has recogido todo?
- Sí, papá
- ¿Estás seguro?
- Sí, creo que sí… bueno, puede que haya quedado algo…
- ¡Ven conmigo!

Martín acompañó a su hijo Juan por la casa, en silencio. Fue señalándole todos los juguetes que estaban sin recoger. Juan temblaba por dentro, el silencio de su padre le atenazaba, era el preludio de una explosión de ira. Así fue, cuando terminó de recoger los tres juguetes olvidados, su padre le dio una bofetada.

- Esto es para que te fijes bien la próxima vez. Y ahora cuéntale a tu madre que no habías recogido, que no me cree…
- Martín, deja al niño – dijo su madre – se ha olvidado pero ya no lo va a hacer más ¿verdad hijo?
- No, papá, ya no me olvidaré…
- ¡Cállate!, dile a tu madre que no habías recogido – dijo Martín gritando.

Gritó más de la cuenta, y pegó más a Juan, le pegó en la cara, en la cabeza, en la espalda. Notó un sabor amargo en la boca mientras dejaba correr su ira, y una nube negra le tapó los ojos, sólo veía a su mujer llorar y a su hijo que se había orinado encima. Pero no oía sus voces, sólo sentía el sabor y esa ceguera hasta que se mareó y cayó al suelo. Cuando se levantó reinaba el silencio en la casa, en un rincón estaban Juan y su madre, abrazados, temblando, pero en silencio. Martín salió de casa sin decir una palabra, le dolía la cabeza y tenía una sensación de soledad e incomprensión tremenda. Era padre, tenía que enseñar a sus hijos la responsabilidad, el orden, el respeto. Había tantas cosas que enseñar, y tan poco tiempo. Y esos mocosos eran tan difíciles. Y luego estaba la madre, tan protectora, ¿por qué tendría que ser así? En lugar de ayudarle, le hacía quedar como el malo de la película, a veces pensaba que sus hijos no le querían, que su mujer tampoco. Cuando sufría esos arrebatos de ira siempre sentía después esa sensación de soledad, aunque no de culpa, “algún día me reconocerán que actué por su bien”, se decía.

Martín volvió en sí, abuelo, era abuelo. Hacía un año que su mujer había muerto, vivía sólo desde entonces y sus hijos iban a verle en raras ocasiones. La que más visitas le hacía era Matilde, ella siempre había sido la más dócil y responsable, por eso casi no había tenido que pegarla cuando era niña. Sin embargo, sentía que Matilde le miraba siempre con miedo, podía sentirlo, olerlo, y eso le incomodaba. A veces había pensado en decirle, ¿por qué me tienes miedo hija?, pero siempre se había echado atrás. El día que Matilde le dijo que estaba embarazada casi ni reaccionó. Pero ahora él estaba allí con su hija y con esa nueva criatura, tan pequeña, con ese olor a nuevo.

Mirando a su nieta recordó cuando nació su hija mayor, Paloma, la extrañeza ante aquella piel tan suave. Su mujer estaba muy guapa pese a haber sufrido mucho en el parto, su piel y sus ojos brillaban de una manera muy especial, parecía como si se hubiese convertido en otra mujer, más mayor y más sabia. Recordó lo mucho que le gustó verla, aunque nunca se lo dijo. La primera noche en la casa, Paloma lloraba mucho, no se calmaba con nada, su mujer le daba el pecho pero la niña no quería comer, ni dormir. Martín no lo entendía, se puso muy nervioso y le gritó, ¡cállate!, pero la niña siguió llorando. Volvió a gritar, y la niña lloraba más, “¡maldita criatura!, cómo es posible que no obedezca al padre”. Su mujer le susurraba, “sólo es un bebé, ya me salgo de la habitación con ella para que puedas dormir”. Tuvo un ataque de ira, y golpeó la pared por no golpear a la niña. Se hizo daño, pero más le dolió la cara de su mujer, y ese olor a miedo. La misma sensación de soledad de siempre le volvió a invadir.

Miró a la hija de Matilde, su nieta, y vio en ella a todos y cada uno de sus hijos de recién nacidos: Paloma, Martín, Matilde, Gustavo y Juan. En esa cara de vieja pero con olor a nuevo, vio la cara de sus bebés. Los había querido, los quería aún, y quizás ellos no lo sabían. Siempre había sido consciente del miedo con que le hablaban, las miradas esquivas, el silencio en la mesa a la hora de cenar. Pero aquello no le había importado demasiado, lo daba por bien empleado si esas eran las señales de su logro, el secreto de la buena educación, “quien bien te quiere te hará llorar”. Había trabajado y se había esforzado por darles todo lo que necesitaran. Desde el primer minuto de vida de su primera hija, la responsabilidad, el afán por educarles habían sido sus guías durante el resto de su vida hasta que se hicieron mayores, y no supo ni cómo ni cuándo había sucedido eso. Había amado a su mujer como a nadie, pero tampoco sabía si ella lo había sabido. Ella estaba muerta, ya no podía hablar con ella, tampoco podía amarla más.

Pero allí estaba su hija Matilde mirándole con esa mezcla de respeto, miedo y expectación. La miró y reconoció el brillo de la piel y los ojos de su mujer cuando nació su hija, su primera hija. Reconoció en Matilde la misma sensación de madurez que había visto antes en su mujer. Apretó los puños fuertemente al descubrir cómo una lágrima le rodaba por la mejilla. Esta vez no sintió el sabor metálico de la ira, ni la nube negra. Esta vez sintió mucho calor en el pecho, y escuchó una música familiar que le inundó los ojos anegados ya por las lágrimas. Su nieta lloraba, con ese llanto que sólo los bebés saben hacer, sin lágrimas pero muy alto. Martín cogió en brazos a su nieta, le dio un beso en la frente y se la entregó a su madre, su niña Matilde, que ya no le miraba con miedo. Martín se sentó en el sillón y lloró hasta que sus puños se aflojaron. Era abuelo, su nieta era preciosa como lo habían sido sus hijos, pero él no tenía que educarla, esta vez no. Martín abrió los ojos de par en par para observar y disfrutar, por primera vez, de una criatura recién nacida.

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