Gustará

María se ha pinchado con la aguja mientras cose. Instintivamente se lleva el dedo a la boca y se lo chupa, saborea la sangre metálica y piensa: “eso es que gustará”.

Lleva cosiendo toda la tarde el traje que ha de llevar su niña para carnaval. Tiene que ir de dálmata, y María cose todas las manchas negras al traje blanco mientras su niña juega a su lado con muñecas y simula que también les cose la ropa. Suena de fondo la radio, pero ni María ni su niña le prestan atención, es sólo para ambientar. De vez en cuando María tararea alguna canción, pero lo hace instintivamente, sin fijarse, porque mientras cose piensa en si el traje gustará.

María quiere que su niña tenga un día de carnaval especial, pero no ha podido comprarle el disfraz, como hizo la madre de Laurita, porque era demasiado caro. Pero eso no le importa, sabe coser y puede hacer un traje a su niña tan bonito como el comprado. Por eso cose toda la tarde, y aunque la espalda le duele, María continúa, porque aún faltan algunas manchas por coser.

De repente se ha pinchado con la aguja, y ha sangrado. Su madre le enseñó que cuando uno se pincha, es que el traje iba a gustar. Mientras María saborea la sangre piensa que gustará. Su niña se ha vuelto a mirarla al oír la exclamación de su madre al pincharse, y se acerca a ella para consolarla.

- ¿Te has hecho daño, mami?
- No es nada, cielo, eso es que tu disfraz va a gustar mucho.
- ¿Cómo lo sabes?
- Porque me he pinchado, le dice sonriendo.

María sigue cosiendo y se da cuenta de que ha manchado el traje, justo en la parte blanca hay una mancha minúscula de sangre. Por un momento se queda inmóvil con la vista fija en ese círculo rojo. Después exclama, “¡no!”, y apoya la cabeza contra la pared, cerrando los ojos.

- ¿Qué pasa mami, te duele mucho?

María reacciona y mira a su niña, intenta fingir tranquilidad, pero su voz tiembla.

- No, mi amor, no me duele. Es que… ¡lo he manchado!

Descubre con horror que está llorando, silenciosamente, despacio, las lágrimas van cayendo sobre el pelo de su niña que la abraza con cara de preocupación. María no comprende por qué llora, no es tan importante, pero no puede evitar pensar en que ya no será el mejor traje de la fiesta. Imagina a su hija vestida de dálmata ensangrentado, en el centro de un círculo de niños señalándola y riendo. Los  músculos de su cuerpo se van tensando cada vez más. Siente pánico, ¿qué va a hacer? Todavía tiene que acabarlo, pero esa mancha minúscula de sangre la tiene totalmente bloqueada.

Su niña la mira y le pregunta, ¿no se puede lavar? Tan solo esa pregunta, dicha así como si todos los problemas del mundo tuvieran fácil solución, con esos ojos redondos y profundos de su niña que, inocentemente le pregunta algo totalmente lógico. ¡Claro!, ¿por qué se ha puesto así?, es un traje de tela, lo terminará, lo lavará y nadie sabrá nunca que tuvo una mancha de sangre. Posiblemente gustará mucho, porque se ha pinchado. María besa a su niña en la frente, la abraza y le dice, “¡claro, se puede lavar!, eres muy lista mi niña linda”, y su niña ríe abrazando a su madre.

María lava la mancha, frenéticamente frota la tela y descubre con gran horror que la mancha se extiende, ahora no es roja, si no rosa, pero ahí está. No sale, y cada vez está más mojado. Le va a costar secarlo, ya es tarde y al día siguiente es la fiesta. Tenía que haberlo hecho antes, pero no tuvo tiempo. Sigue frotando, con rabia, mientras escupe palabras de ira para maldecirse a sí misma, por su falta de previsión, de tiempo y de cuidado. Su niña ya está en la cama, y no escucha como su madre se pasa un buen rato secando el traje con el secador de pelo. Cuando por fin se seca, descubre que ya casi no se nota la mancha de sangre, pero como no lo ha lavado entero ha quedado un cerco alrededor del lugar donde estaba el punto rojo. Desesperada levanta la vista, busca algo que le de la solución. De repente descubre una de las manchas del dálmata, un trocito de tela negra en forma de círculo irregular. Pensaba que las había cosido todas. Inmediatamente piensa que esa sí es su salvación, tapará la mancha y el cerco con otra mancha, la del dálmata. Cose rápidamente el trozo de tela y cuando acaba contempla que ya no queda ni rastro de la sangre, ni del cerco. Le quedan aún cinco horas para dormir.

Al día siguiente, María sonríe a través de la verja del colegio mientras ve a su niña cruzar el patio vestida de dálmata. Ni una sola mancha ajena, y ni una sola burla. Lo sabía, piensa, sabía que gustaría.

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