Renacuajos

Cuando éramos niños hacíamos cosas que ahora nos avergonzarían, como pedir ir a confesión para librarnos de la clase del padre Avencio, o jugar a las tres en raya en un papel al final de la clase mientras la señorita Adela explicaba los números primos. Si alguna vez nos pillaban, era a mí a quien encontraban con la boca abierta y la risa a flor de piel, pero como tenía fama de bueno, nunca me castigaban. Como mucho me daban un pellizco cariñoso en la mejilla y me decían: “anda, Fermín, no les rías las gracias, que tú no eres como ellos”.

Mis amigos me decían siempre que era demasiado bueno, casi tonto, porque nunca me peleaba con nadie. Prefería salir corriendo a tener que pelearme. Un día entré en la tienda de chuches con mi hermano mayor y la dependienta me señaló y dijo:

- Hombre, ¿has venido a pagarme las cincuenta pesetas que me debías?

Yo me quedé mirándola sin poder hablar, sentí que se me ponían rojas las orejas, y hasta el pelo, de la vergüenza. Mi hermano me miró y me dijo:

- ¿Que le debes cincuenta pesetas?, ¿y en qué, si puede saberse, te has gastado tú ese dinero?

No fui capaz de decir nada, simplemente miré hacia el suelo y esperé que mi hermano saliera del atolladero. Que me pasaría a pagárselo al día siguiente, le dijo. Yo no le debía nada a esa señora, me debía haber confundido con otro, pero no supe cómo explicárselo a mi hermano. De camino a casa fue dándome la matraca con que si estaba hecho un pieza, engañar así, gastarse un dinero que no tenía… Nada, no fui capaz de defenderme. Al día siguiente, saqué de mi hucha las cincuenta pesetas y se las llevé a la señora de la tienda. En cuanto dejé el dinero en el mostrador salí corriendo y ya no volví a entrar allí nunca más. Lo único que fui capaz de pedirle a mi hermano es que no le dijera nada a mis padres, y él lo cumplió.

Cuando nos daban las vacaciones de verano íbamos al pueblo. Me juntaba con una pandilla de ocho chicos que vivían allí. A mí no me caían demasiado bien, pero mi madre insistía en que eran los hijos de unas amigas suyas de toda la vida y que no podían ser malos. Pero a mí no me gustaban. Sus actividades favoritas consistían en salir con la bici y dar vueltas a la plaza cantando canciones de muy mal gusto. A mi madre no le habrían gustado las canciones, estoy seguro de que habría cortado rápidamente la relación si yo se lo hubiera contado, pero tampoco fui capaz. Muchas tardes se sentaban a fumar y a hablar de chicas, que si le gustaría meter mano a Irene, que si María era una calientabraguetas. Yo lo pasaba mal porque me sentía fuera de lugar, nunca había sentido las cosas que contaban esos chicos, y tampoco quería fumar. No estaba a gusto, pero todas las tardes venía Martín a buscarme y acabábamos con el resto haciendo que nos divertíamos con ellos. Martín y yo nos habíamos hecho amigos, más amigos que con el resto. Vivía al lado de mi casa y era el hijo de la mejor amiga de mi madre de la infancia. A mí me parecía una buena persona, aunque se dejara arrastrar por el resto, sobre todo por Julián que era el cabecilla de la panda. Era más alto y fuerte que los demás, y tenía la voz más grave. Si Julián decía “hoy se fuma”, todos (incluido Martín) fumaban, todos menos yo. Si tocaba hablar de chicas, todos menos yo contaban alguna batallita. Julián me toleraba porque era amigo de Martín, pero me miraba siempre con cara de ironía y a mí me hacía sentir incómodo. Yo, en general, me limitaba a estar callado, y eso no era del agrado de Julián.

Un día decidieron que íbamos a ir al monte a caminar. Como de costumbre, Martín pasó por mi casa y nos fuimos juntos a la “piedra gorda”, que era donde habíamos quedado. Allí estaban todos, fumándose un cigarro escondidos detrás de la piedra.  En cuanto llegamos, Julián se puso en pie de un salto y nos dijo, “vamos allá”. La cosa no pintaba mal, sobre todo porque hablábamos de cosas de chicos, de la última colección de cromos, las chapas que habíamos pintado para el campeonato que estábamos organizando… hasta que encontramos una charca en medio del monte. Allí empezamos a jugar a salpicarnos, pero de repente vimos a Julián coger un bote y meter algo dentro de él. Nos acercamos a ver qué era y vimos que eran renacuajos. Martín le preguntó:

- ¿Qué haces?
- ¿Tú qué crees? Estoy metiendo estos bichos en el bote para poder observarlos luego en mi casa, a ver si es verdad que se convierten en rana.
- Pues claro, son renacuajos, los renacuajos se convierten en rana, pero no van a poder vivir en esa lata.
- No voy a tenerlos todo el rato en la lata, es sólo para llevarlos a casa.

Nadie dijo nada más, y continuamos camino con los renacuajos. Cuando ya habíamos olvidado de ellos, Julián se paró y dijo:

- ¡Lo he pensado mejor!

Y antes de que pudiéramos preguntar a qué se refería, Julián volcó los renacuajos en medio de la tierra seca del monte. Los bichos se retorcían buscando un poco de agua donde vivir, pero el agua se filtraba en la tierra y cada vez había menos humedad. Fue entonces cuando Julián, que mostraba una sonrisa torcida, comenzó a repartir piedras entre todos nosotros y nos dijo:

- Venga, vamos a aplastarlos, a ver cómo son por dentro.

Hubo unos segundos de tensión y nadie reaccionó, o eso me pareció a mí porque yo no pude moverme ni dejar de mirar hacia los pobres renacuajos que nunca se convertirían en rana. Y entonces Julián tiró la primera piedra sobre uno de los bichos. A partir de ahí, todos gritaron y tiraron piedras sobre ellos. Estaban rojos y tenían un brillo extraño en su mirada, también Martín. Me quedé extrañamente quieto, sin poder apartar la mirada de la tierra, y la verdad es que no sé cuánto tiempo duró. Pero de repente sentí todas sus miradas sobre mí, y me vi a mí mismo con la piedra en la mano. Julián se acercó y me dijo:

- Vamos, ¡tírala! Tan solo son unos renacuajos, no sienten.

No respondí y salí corriendo con la piedra en la mano y grité, grité tanto que me quedé sin voz. Al día siguiente, cuando Martín vino a buscarme, mi madre le dijo que no iría más con ellos. Le conté todo la tarde anterior, por fin mi madre me escuchó y yo me sentí un poco más mayor, como si hubiese comenzado el proceso de perder la cola de renacuajo.

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