EL BESO

Yo, Charmion, miraba a mi reina borrosa tras las cortinas. Parecía perder sus contornos, y mezclarlos con las sombras rosáceas del Nilo. Nadie dormía bien en palacio desde la batalla de Actium. Mi mirada cansada se perdía en el río buscando la de mi reina amada entre las sombras del recién nacido día. “Los días andarán a partir de ahora, huérfanos, sin su reina”, decía Cleopatra. Se escuchaba el eco del río cercano que bañando los dos reinos, como serpientes, el Alto y el Bajo Egipto, los inundaba de vida, y acallaba las palabras de mi reina, que parecía volver a la vida  por unos instantes, al ver el reflejo de Antonio a lo lejos como un espejismo en el desierto.  
Desde Actium. Desde Actium la vida había sido muy diferente en palacio. Como si a mi señor le hubiera mordido la más venenosa serpiente, la de la cobardía, y fuera consumiéndole poco a poco.  Un valeroso general huyendo de su propio pueblo. Y Roma acechando a cada momento, como una serpiente rodea con su frío cuerpo su presa.
La salida victoriosa para mi reina era aliarse con Octavio. Un beso. Un beso que le hechizara como antes a César y luego a Antonio. Pero Octavio era diferente. Y su corazón de reina aún latiendo en su pecho, yacía ya en la tumba de Antonio, todavía caliente. No. La única opción posible, la única salida era unirse en la muerte con él, como se había unido en la vida. Y yo, Charmion, su fiel criada, lo sabía. Aunque no lo hubiéramos hablado. No podía permitir que mi reina, mi amada reina, la única persona a la que realmente había amado acabara sus días cautiva en una tierra extranjera, tan lejos del Nilo.  
Bala levantó los ojos del libro. Después de horas leyendo en el porche alumbrada tan solo por las estrellas del cielo, y la tenue luz de una vela, contemplaba las luces de la mañana sobre el río a través de una nebulosa tejida por el cansancio.  
¡Demasiado peso en sus pequeños párpados! Miró al horizonte con la mirada perdida, hasta donde la vista mezclaba las formas. Pasó sus finos dedos por las palabras escritas en aquel libro de la biblioteca del mayor Firch, y buscó con sus ojos el final de aquella historia “Cleopatra VII de los Ptolomeos”, pero estaba tan cansada que las palabras, caían sobre sus pestañas cerrándole los ojos.  

Bala era shudra, era sierva según el sistema de castas. Ese sistema de castas que nunca había funcionado tras los muros de aquella casa inglesa a orillas del Ganges. El mayor Firch la había recogido hacía muchos años, y lejos de tratarla como su criada, le había enseñado cosas de la vida, entre ellas, a leer las palabras inglesas. Y así leía ella, con los pies enroscados, como serpientes, alrededor de su cuerpo y el sari tapando su piel morena. 
La consciencia se escabullía de su cuerpo y se desvanecía entre las sombras del porche, y Bala antes de dormirse al fin, pudo ver en un segundo un resplandor dorado moverse en el jardín. “Debe ser una serpiente”, se dijo. “En cuanto despunte el día haré que la busquen bien entre las ramas”. 
Y antes de que el brillo de la  mañana, redujera la oscuridad a su cárcel de sombras, haciendo brillar la madera del porche, Bala penetró entre sueños en la claridad del día que se filtraba a través de unas lujosas cortinas. Muy lejos del Ganges, a orillas del Nilo. En el palacio de Cleopatra.  
“Es el momento, mi reina, ya es de día, y pronto llegará Octavio”, le susurré al oído, ofreciendo con mis gastados dedos de sierva la cesta de fruta fresca.
Ahora Yo, Charmión ya no era egipcia, era una muchacha india fea y deforme. “Soy shudra”, recordaba Bala. “Y la reina nunca me amó, como nunca me amó el mayor”. 
“Si sólo fuera más hermosa”, se susurró Bala en su corazón. “Y tuviera un bonito vestido”, y miraba el sari reconvertido extrañamente en un vestido muy diferente, hecho de lino. Y la reina, clavaba su mirada expectante, con los ojos vacíos.
Muy cerca, las serpientes anunciaban con su siseo su presencia.  Sólo había necesitado una mirada de mi reina y había comprendido. Dos serpientes. Enrolladas, y escondidas en la cesta, bajo la fruta. Salían ahora presurosas en busca de alguien a quien inyectar su veneno. Muy cerca. Sólo le quedaba esperar. Esperar ese último beso envenenado, mientras, yo, Bala contemplaba con ojos de Charmion la triste escena.  
 
 Aquella mañana el mayor Firch estaba inquieto y se levantó antes de tiempo, empapado por el sudor, salió en busca de aire fresco. Y la vió a ella tendida, velando su sueño. “De nuevo se ha quedado dormida leyendo”, pensó. India se le había metido dentro de tal manera que era incapaz de pensar en otra cosa. “Hasta esa pequeña niña que recogí, y que se ha convertido en una perfecta criada inglesa, ¿no es verdad que es hermosa?, o tal vez es que me estoy haciendo viejo”  
Y el mayor a penas penetró en su precioso jardín inglés enmarañado, cuando la cobra dorada, cayó sobre él como un rayo de sol en la mañana. Fue muy rápido, el veneno se extendió con tal rapidez, que paralizó hasta sus palabras. No tuvo que esperar, y aunque intentó llamar a Bala, ésta dormía mecida por la brisa del río, inmersa en un profundo sueño.
Y  la luz del sol alcanzó los ojos de Bala, y ésta despertó sobresaltada, con las imágenes del sueño grabadas en las retinas,  no sabía si había despertado. Ahora era Charmion, y se veía así misma bajando las escaleras hasta el jardín, con los pies descalzos.” ¿No es la reina tendida en el suelo?” Pero se acercó despacio y sintió un profundo dolor que empezaba en el pecho y le recorría el cuerpo, rebañándolo por dentro. No era un sueño. No era Cleopatra. Era el mayor Firch. ! El mayor Firch! ¡Siempre fue tan bueno y amable! Y ella le amaba tanto… Y ahora ¿que ocurriría con ella?, ¿qué ocurriría?  Le rozó con sus labios sólo un momento. Todavía notaba el calor de su aliento. Bala abrazó fuertemente su cuerpo, como nunca se había atrevido. Ahora era suyo, sólo suyo. Y así le meció, vertiendo dulcemente en su oído palabras de amor, esperando que la cobra saliera de su escondite y le otorgara a ella también la eternidad, inyectada en sus colmillos.   
 
 Y en el jardín les encontramos a ambos, enredados como dos serpientes. Nada se pudo hacer por ellos. Y en el porche, encontramos un libro olvidado, el libro de Bala, y leímos en alto el último párrafo:  
“El último beso. El último beso de Antonio, !cómo lo recuerdo!”, decía Cleopatra, tratando de no pensar en el dolor punzante que notaba en el pecho. Pensaba en la calidez de su beso, de sus brazos rodeando su cuerpo. “Si lo hubiera sabido, si hubiera sabido que era el último beso, nunca le hubiera dejado sólo. Tengo todavía su sabor dentro. ¡Y pensar que llegué a imaginarme con Octavio después! Y creo que el veneno va fluyendo dentro de mí. Pero yo sólo puedo pensar en Antonio” 
Y así fue, con estas palabras,  como mi reina se despidió del mundo, y murió en mis brazos. Y yo cerré sus ojos, contemplándola por última vez. Acerqué mis labios y me despedí con un beso, sabiendo que pronto, muy pronto, volvería a estar con ella.  

M.S.

EL BESO

Yo, Charmion, miraba a mi reina borrosa tras las cortinas. Parecía perder sus contornos, y mezclarlos con las sombras rosáceas del Nilo. Nadie dormía bien en palacio desde la batalla de Actium. Mi mirada cansada se perdía en el río buscando la de mi reina amada entre las sombras del recién nacido día. “Los días andarán a partir de ahora, huérfanos, sin su reina”, decía Cleopatra. Se escuchaba el eco del río cercano que bañando los dos reinos, como serpientes, el Alto y el Bajo Egipto, los inundaba de vida, y acallaba las palabras de mi reina, que parecía volver a la vida  por unos instantes, al ver el reflejo de Antonio a lo lejos como un espejismo en el desierto.  
Desde Actium. Desde Actium la vida había sido muy diferente en palacio. Como si a mi señor le hubiera mordido la más venenosa serpiente, la de la cobardía, y fuera consumiéndole poco a poco.  Un valeroso general huyendo de su propio pueblo. Y Roma acechando a cada momento, como una serpiente rodea con su frío cuerpo su presa.
La salida victoriosa para mi reina era aliarse con Octavio. Un beso. Un beso que le hechizara como antes a César y luego a Antonio. Pero Octavio era diferente. Y su corazón de reina aún latiendo en su pecho, yacía ya en la tumba de Antonio, todavía caliente. No. La única opción posible, la única salida era unirse en la muerte con él, como se había unido en la vida. Y yo, Charmion, su fiel criada, lo sabía. Aunque no lo hubiéramos hablado. No podía permitir que mi reina, mi amada reina, la única persona a la que realmente había amado acabara sus días cautiva en una tierra extranjera, tan lejos del Nilo.  

Bala levantó los ojos del libro. Después de horas leyendo en el porche alumbrada tan solo por las estrellas del cielo, y la tenue luz de una vela, contemplaba las luces de la mañana sobre el río a través de una nebulosa tejida por el cansancio.  
¡Demasiado peso en sus pequeños párpados! Miró al horizonte con la mirada perdida, hasta donde la vista mezclaba las formas. Pasó sus finos dedos por las palabras escritas en aquel libro de la biblioteca del mayor Firch, y buscó con sus ojos el final de aquella historia “Cleopatra VII de los Ptolomeos”, pero estaba tan cansada que las palabras, caían sobre sus pestañas cerrándole los ojos.  

Bala era shudra, era sierva según el sistema de castas. Ese sistema de castas que nunca había funcionado tras los muros de aquella casa inglesa a orillas del Ganges. El mayor Firch la había recogido hacía muchos años, y lejos de tratarla como su criada, le había enseñado cosas de la vida, entre ellas, a leer las palabras inglesas. Y así leía ella, con los pies enroscados, como serpientes, alrededor de su cuerpo y el sari tapando su piel morena. 
La consciencia se escabullía de su cuerpo y se desvanecía entre las sombras del porche, y Bala antes de dormirse al fin, pudo ver en un segundo un resplandor dorado moverse en el jardín. “Debe ser una serpiente”, se dijo. “En cuanto despunte el día haré que la busquen bien entre las ramas”. 
Y antes de que el brillo de la  mañana, redujera la oscuridad a su cárcel de sombras, haciendo brillar la madera del porche, Bala penetró entre sueños en la claridad del día que se filtraba a través de unas lujosas cortinas. Muy lejos del Ganges, a orillas del Nilo. En el palacio de Cleopatra.  
“Es el momento, mi reina, ya es de día, y pronto llegará Octavio”, le susurré al oído, ofreciendo con mis gastados dedos de sierva la cesta de fruta fresca.
Ahora Yo, Charmión ya no era egipcia, era una muchacha india fea y deforme. “Soy shudra”, recordaba Bala. “Y la reina nunca me amó, como nunca me amó el mayor”. 
“Si sólo fuera más hermosa”, se susurró Bala en su corazón. “Y tuviera un bonito vestido”, y miraba el sari reconvertido extrañamente en un vestido muy diferente, hecho de lino. Y la reina, clavaba su mirada expectante, con los ojos vacíos.
Muy cerca, las serpientes anunciaban con su siseo su presencia.  Sólo había necesitado una mirada de mi reina y había comprendido. Dos serpientes. Enrolladas, y escondidas en la cesta, bajo la fruta. Salían ahora presurosas en busca de alguien a quien inyectar su veneno. Muy cerca. Sólo le quedaba esperar. Esperar ese último beso envenenado, mientras, yo, Bala contemplaba con ojos de Charmion la triste escena.  
 
 Aquella mañana el mayor Firch estaba inquieto y se levantó antes de tiempo, empapado por el sudor, salió en busca de aire fresco. Y la vió a ella tendida, velando su sueño. “De nuevo se ha quedado dormida leyendo”, pensó. India se le había metido dentro de tal manera que era incapaz de pensar en otra cosa. “Hasta esa pequeña niña que recogí, y que se ha convertido en una perfecta criada inglesa, ¿no es verdad que es hermosa?, o tal vez es que me estoy haciendo viejo”  
Y el mayor a penas penetró en su precioso jardín inglés enmarañado, cuando la cobra dorada, cayó sobre él como un rayo de sol en la mañana. Fue muy rápido, el veneno se extendió con tal rapidez, que paralizó hasta sus palabras. No tuvo que esperar, y aunque intentó llamar a Bala, ésta dormía mecida por la brisa del río, inmersa en un profundo sueño.
Y  la luz del sol alcanzó los ojos de Bala, y ésta despertó sobresaltada, con las imágenes del sueño grabadas en las retinas,  no sabía si había despertado. Ahora era Charmion, y se veía así misma bajando las escaleras hasta el jardín, con los pies descalzos.” ¿No es la reina tendida en el suelo?” Pero se acercó despacio y sintió un profundo dolor que empezaba en el pecho y le recorría el cuerpo, rebañándolo por dentro. No era un sueño. No era Cleopatra. Era el mayor Firch. ! El mayor Firch! ¡Siempre fue tan bueno y amable! Y ella le amaba tanto… Y ahora ¿que ocurriría con ella?, ¿qué ocurriría?  Le rozó con sus labios sólo un momento. Todavía notaba el calor de su aliento. Bala abrazó fuertemente su cuerpo, como nunca se había atrevido. Ahora era suyo, sólo suyo. Y así le meció, vertiendo dulcemente en su oído palabras de amor, esperando que la cobra saliera de su escondite y le otorgara a ella también la eternidad, inyectada en sus colmillos.   
 
 Y en el jardín les encontramos a ambos, enredados como dos serpientes. Nada se pudo hacer por ellos. Y en el porche, encontramos un libro olvidado, el libro de Bala, y leímos en alto el último párrafo:  
“El último beso. El último beso de Antonio, !cómo lo recuerdo!”, decía Cleopatra, tratando de no pensar en el dolor punzante que notaba en el pecho. Pensaba en la calidez de su beso, de sus brazos rodeando su cuerpo. “Si lo hubiera sabido, si hubiera sabido que era el último beso, nunca le hubiera dejado sólo. Tengo todavía su sabor dentro. ¡Y pensar que llegué a imaginarme con Octavio después! Y creo que el veneno va fluyendo dentro de mí. Pero yo sólo puedo pensar en Antonio” 
Y así fue, con estas palabras,  como mi reina se despidió del mundo, y murió en mis brazos. Y yo cerré sus ojos, contemplándola por última vez. Acerqué mis labios y me despedí con un beso, sabiendo que pronto, muy pronto, volvería a estar con ella.  

M.S.

EL BESO

Yo, Charmion, miraba a mi reina borrosa tras las cortinas. Parecía perder sus contornos, y mezclarlos con las sombras rosáceas del Nilo. Nadie dormía bien en palacio desde la batalla de Actium. Mi mirada cansada se perdía en el río buscando la de mi reina amada entre las sombras del recién nacido día. “Los días andarán a partir de ahora, huérfanos, sin su reina”, decía Cleopatra. Se escuchaba el eco del río cercano que bañando los dos reinos, como serpientes, el Alto y el Bajo Egipto, los inundaba de vida, y acallaba las palabras de mi reina, que parecía volver a la vida  por unos instantes, al ver el reflejo de Antonio a lo lejos como un espejismo en el desierto.  
Desde Actium. Desde Actium la vida había sido muy diferente en palacio. Como si a mi señor le hubiera mordido la más venenosa serpiente, la de la cobardía, y fuera consumiéndole poco a poco.  Un valeroso general huyendo de su propio pueblo. Y Roma acechando a cada momento, como una serpiente rodea con su frío cuerpo su presa.
La salida victoriosa para mi reina era aliarse con Octavio. Un beso. Un beso que le hechizara como antes a César y luego a Antonio. Pero Octavio era diferente. Y su corazón de reina aún latiendo en su pecho, yacía ya en la tumba de Antonio, todavía caliente. No. La única opción posible, la única salida era unirse en la muerte con él, como se había unido en la vida. Y yo, Charmion, su fiel criada, lo sabía. Aunque no lo hubiéramos hablado. No podía permitir que mi reina, mi amada reina, la única persona a la que realmente había amado acabara sus días cautiva en una tierra extranjera, tan lejos del Nilo.  
Bala levantó los ojos del libro. Después de horas leyendo en el porche alumbrada tan solo por las estrellas del cielo, y la tenue luz de una vela, contemplaba las luces de la mañana sobre el río a través de una nebulosa tejida por el cansancio.  
¡Demasiado peso en sus pequeños párpados! Miró al horizonte con la mirada perdida, hasta donde la vista mezclaba las formas. Pasó sus finos dedos por las palabras escritas en aquel libro de la biblioteca del mayor Firch, y buscó con sus ojos el final de aquella historia “Cleopatra VII de los Ptolomeos”, pero estaba tan cansada que las palabras, caían sobre sus pestañas cerrándole los ojos.  

Bala era shudra, era sierva según el sistema de castas. Ese sistema de castas que nunca había funcionado tras los muros de aquella casa inglesa a orillas del Ganges. El mayor Firch la había recogido hacía muchos años, y lejos de tratarla como su criada, le había enseñado cosas de la vida, entre ellas, a leer las palabras inglesas. Y así leía ella, con los pies enroscados, como serpientes, alrededor de su cuerpo y el sari tapando su piel morena. 
La consciencia se escabullía de su cuerpo y se desvanecía entre las sombras del porche, y Bala antes de dormirse al fin, pudo ver en un segundo un resplandor dorado moverse en el jardín. “Debe ser una serpiente”, se dijo. “En cuanto despunte el día haré que la busquen bien entre las ramas”. 
Y antes de que el brillo de la  mañana, redujera la oscuridad a su cárcel de sombras, haciendo brillar la madera del porche, Bala penetró entre sueños en la claridad del día que se filtraba a través de unas lujosas cortinas. Muy lejos del Ganges, a orillas del Nilo. En el palacio de Cleopatra.  
“Es el momento, mi reina, ya es de día, y pronto llegará Octavio”, le susurré al oído, ofreciendo con mis gastados dedos de sierva la cesta de fruta fresca.
Ahora Yo, Charmión ya no era egipcia, era una muchacha india fea y deforme. “Soy shudra”, recordaba Bala. “Y la reina nunca me amó, como nunca me amó el mayor”. 
“Si sólo fuera más hermosa”, se susurró Bala en su corazón. “Y tuviera un bonito vestido”, y miraba el sari reconvertido extrañamente en un vestido muy diferente, hecho de lino. Y la reina, clavaba su mirada expectante, con los ojos vacíos.
Muy cerca, las serpientes anunciaban con su siseo su presencia.  Sólo había necesitado una mirada de mi reina y había comprendido. Dos serpientes. Enrolladas, y escondidas en la cesta, bajo la fruta. Salían ahora presurosas en busca de alguien a quien inyectar su veneno. Muy cerca. Sólo le quedaba esperar. Esperar ese último beso envenenado, mientras, yo, Bala contemplaba con ojos de Charmion la triste escena.  
 
 Aquella mañana el mayor Firch estaba inquieto y se levantó antes de tiempo, empapado por el sudor, salió en busca de aire fresco. Y la vió a ella tendida, velando su sueño. “De nuevo se ha quedado dormida leyendo”, pensó. India se le había metido dentro de tal manera que era incapaz de pensar en otra cosa. “Hasta esa pequeña niña que recogí, y que se ha convertido en una perfecta criada inglesa, ¿no es verdad que es hermosa?, o tal vez es que me estoy haciendo viejo”  
Y el mayor a penas penetró en su precioso jardín inglés enmarañado, cuando la cobra dorada, cayó sobre él como un rayo de sol en la mañana. Fue muy rápido, el veneno se extendió con tal rapidez, que paralizó hasta sus palabras. No tuvo que esperar, y aunque intentó llamar a Bala, ésta dormía mecida por la brisa del río, inmersa en un profundo sueño.
Y  la luz del sol alcanzó los ojos de Bala, y ésta despertó sobresaltada, con las imágenes del sueño grabadas en las retinas,  no sabía si había despertado. Ahora era Charmion, y se veía así misma bajando las escaleras hasta el jardín, con los pies descalzos.” ¿No es la reina tendida en el suelo?” Pero se acercó despacio y sintió un profundo dolor que empezaba en el pecho y le recorría el cuerpo, rebañándolo por dentro. No era un sueño. No era Cleopatra. Era el mayor Firch. ! El mayor Firch! ¡Siempre fue tan bueno y amable! Y ella le amaba tanto… Y ahora ¿que ocurriría con ella?, ¿qué ocurriría?  Le rozó con sus labios sólo un momento. Todavía notaba el calor de su aliento. Bala abrazó fuertemente su cuerpo, como nunca se había atrevido. Ahora era suyo, sólo suyo. Y así le meció, vertiendo dulcemente en su oído palabras de amor, esperando que la cobra saliera de su escondite y le otorgara a ella también la eternidad, inyectada en sus colmillos.   
 
 Y en el jardín les encontramos a ambos, enredados como dos serpientes. Nada se pudo hacer por ellos. Y en el porche, encontramos un libro olvidado, el libro de Bala, y leímos en alto el último párrafo:  
“El último beso. El último beso de Antonio, !cómo lo recuerdo!”, decía Cleopatra, tratando de no pensar en el dolor punzante que notaba en el pecho. Pensaba en la calidez de su beso, de sus brazos rodeando su cuerpo. “Si lo hubiera sabido, si hubiera sabido que era el último beso, nunca le hubiera dejado sólo. Tengo todavía su sabor dentro. ¡Y pensar que llegué a imaginarme con Octavio después! Y creo que el veneno va fluyendo dentro de mí. Pero yo sólo puedo pensar en Antonio” 
Y así fue, con estas palabras,  como mi reina se despidió del mundo, y murió en mis brazos. Y yo cerré sus ojos, contemplándola por última vez. Acerqué mis labios y me despedí con un beso, sabiendo que pronto, muy pronto, volvería a estar con ella.  

M.S.

EL BESO

Yo, Charmion, miraba a mi reina borrosa tras las cortinas. Parecía perder sus contornos, y mezclarlos con las sombras rosáceas del Nilo. Nadie dormía bien en palacio desde la batalla de Actium. Mi mirada cansada se perdía en el río buscando la de mi reina amada entre las sombras del recién nacido día. “Los días andarán a partir de ahora, huérfanos, sin su reina”, decía Cleopatra. Se escuchaba el eco del río cercano que bañando los dos reinos, como serpientes, el Alto y el Bajo Egipto, los inundaba de vida, y acallaba las palabras de mi reina, que parecía volver a la vida  por unos instantes, al ver el reflejo de Antonio a lo lejos como un espejismo en el desierto.  
Desde Actium. Desde Actium la vida había sido muy diferente en palacio. Como si a mi señor le hubiera mordido la más venenosa serpiente, la de la cobardía, y fuera consumiéndole poco a poco.  Un valeroso general huyendo de su propio pueblo. Y Roma acechando a cada momento, como una serpiente rodea con su frío cuerpo su presa.
La salida victoriosa para mi reina era aliarse con Octavio. Un beso. Un beso que le hechizara como antes a César y luego a Antonio. Pero Octavio era diferente. Y su corazón de reina aún latiendo en su pecho, yacía ya en la tumba de Antonio, todavía caliente. No. La única opción posible, la única salida era unirse en la muerte con él, como se había unido en la vida. Y yo, Charmion, su fiel criada, lo sabía. Aunque no lo hubiéramos hablado. No podía permitir que mi reina, mi amada reina, la única persona a la que realmente había amado acabara sus días cautiva en una tierra extranjera, tan lejos del Nilo.  
Bala levantó los ojos del libro. Después de horas leyendo en el porche alumbrada tan solo por las estrellas del cielo, y la tenue luz de una vela, contemplaba las luces de la mañana sobre el río a través de una nebulosa tejida por el cansancio.  
¡Demasiado peso en sus pequeños párpados! Miró al horizonte con la mirada perdida, hasta donde la vista mezclaba las formas. Pasó sus finos dedos por las palabras escritas en aquel libro de la biblioteca del mayor Firch, y buscó con sus ojos el final de aquella historia “Cleopatra VII de los Ptolomeos”, pero estaba tan cansada que las palabras, caían sobre sus pestañas cerrándole los ojos.  

Bala era shudra, era sierva según el sistema de castas. Ese sistema de castas que nunca había funcionado tras los muros de aquella casa inglesa a orillas del Ganges. El mayor Firch la había recogido hacía muchos años, y lejos de tratarla como su criada, le había enseñado cosas de la vida, entre ellas, a leer las palabras inglesas. Y así leía ella, con los pies enroscados, como serpientes, alrededor de su cuerpo y el sari tapando su piel morena. 
La consciencia se escabullía de su cuerpo y se desvanecía entre las sombras del porche, y Bala antes de dormirse al fin, pudo ver en un segundo un resplandor dorado moverse en el jardín. “Debe ser una serpiente”, se dijo. “En cuanto despunte el día haré que la busquen bien entre las ramas”. 
Y antes de que el brillo de la  mañana, redujera la oscuridad a su cárcel de sombras, haciendo brillar la madera del porche, Bala penetró entre sueños en la claridad del día que se filtraba a través de unas lujosas cortinas. Muy lejos del Ganges, a orillas del Nilo. En el palacio de Cleopatra.  
“Es el momento, mi reina, ya es de día, y pronto llegará Octavio”, le susurré al oído, ofreciendo con mis gastados dedos de sierva la cesta de fruta fresca.
Ahora Yo, Charmión ya no era egipcia, era una muchacha india fea y deforme. “Soy shudra”, recordaba Bala. “Y la reina nunca me amó, como nunca me amó el mayor”. 
“Si sólo fuera más hermosa”, se susurró Bala en su corazón. “Y tuviera un bonito vestido”, y miraba el sari reconvertido extrañamente en un vestido muy diferente, hecho de lino. Y la reina, clavaba su mirada expectante, con los ojos vacíos.
Muy cerca, las serpientes anunciaban con su siseo su presencia.  Sólo había necesitado una mirada de mi reina y había comprendido. Dos serpientes. Enrolladas, y escondidas en la cesta, bajo la fruta. Salían ahora presurosas en busca de alguien a quien inyectar su veneno. Muy cerca. Sólo le quedaba esperar. Esperar ese último beso envenenado, mientras, yo, Bala contemplaba con ojos de Charmion la triste escena.  
 
 Aquella mañana el mayor Firch estaba inquieto y se levantó antes de tiempo, empapado por el sudor, salió en busca de aire fresco. Y la vió a ella tendida, velando su sueño. “De nuevo se ha quedado dormida leyendo”, pensó. India se le había metido dentro de tal manera que era incapaz de pensar en otra cosa. “Hasta esa pequeña niña que recogí, y que se ha convertido en una perfecta criada inglesa, ¿no es verdad que es hermosa?, o tal vez es que me estoy haciendo viejo”  
Y el mayor a penas penetró en su precioso jardín inglés enmarañado, cuando la cobra dorada, cayó sobre él como un rayo de sol en la mañana. Fue muy rápido, el veneno se extendió con tal rapidez, que paralizó hasta sus palabras. No tuvo que esperar, y aunque intentó llamar a Bala, ésta dormía mecida por la brisa del río, inmersa en un profundo sueño.
Y  la luz del sol alcanzó los ojos de Bala, y ésta despertó sobresaltada, con las imágenes del sueño grabadas en las retinas,  no sabía si había despertado. Ahora era Charmion, y se veía así misma bajando las escaleras hasta el jardín, con los pies descalzos.” ¿No es la reina tendida en el suelo?” Pero se acercó despacio y sintió un profundo dolor que empezaba en el pecho y le recorría el cuerpo, rebañándolo por dentro. No era un sueño. No era Cleopatra. Era el mayor Firch. ! El mayor Firch! ¡Siempre fue tan bueno y amable! Y ella le amaba tanto… Y ahora ¿que ocurriría con ella?, ¿qué ocurriría?  Le rozó con sus labios sólo un momento. Todavía notaba el calor de su aliento. Bala abrazó fuertemente su cuerpo, como nunca se había atrevido. Ahora era suyo, sólo suyo. Y así le meció, vertiendo dulcemente en su oído palabras de amor, esperando que la cobra saliera de su escondite y le otorgara a ella también la eternidad, inyectada en sus colmillos.   
 
 Y en el jardín les encontramos a ambos, enredados como dos serpientes. Nada se pudo hacer por ellos. Y en el porche, encontramos un libro olvidado, el libro de Bala, y leímos en alto el último párrafo:  
“El último beso. El último beso de Antonio, !cómo lo recuerdo!”, decía Cleopatra, tratando de no pensar en el dolor punzante que notaba en el pecho. Pensaba en la calidez de su beso, de sus brazos rodeando su cuerpo. “Si lo hubiera sabido, si hubiera sabido que era el último beso, nunca le hubiera dejado sólo. Tengo todavía su sabor dentro. ¡Y pensar que llegué a imaginarme con Octavio después! Y creo que el veneno va fluyendo dentro de mí. Pero yo sólo puedo pensar en Antonio” 
Y así fue, con estas palabras,  como mi reina se despidió del mundo, y murió en mis brazos. Y yo cerré sus ojos, contemplándola por última vez. Acerqué mis labios y me despedí con un beso, sabiendo que pronto, muy pronto, volvería a estar con ella.  

M.S.

EL BESO

Yo, Charmion, miraba a mi reina borrosa tras las cortinas. Parecía perder sus contornos, y mezclarlos con las sombras rosáceas del Nilo. Nadie dormía bien en palacio desde la batalla de Actium. Mi mirada cansada se perdía en el río buscando la de mi reina amada entre las sombras del recién nacido día. “Los días andarán a partir de ahora, huérfanos, sin su reina”, decía Cleopatra. Se escuchaba el eco del río cercano que bañando los dos reinos, como serpientes, el Alto y el Bajo Egipto, los inundaba de vida, y acallaba las palabras de mi reina, que parecía volver a la vida  por unos instantes, al ver el reflejo de Antonio a lo lejos como un espejismo en el desierto.  
Desde Actium. Desde Actium la vida había sido muy diferente en palacio. Como si a mi señor le hubiera mordido la más venenosa serpiente, la de la cobardía, y fuera consumiéndole poco a poco.  Un valeroso general huyendo de su propio pueblo. Y Roma acechando a cada momento, como una serpiente rodea con su frío cuerpo su presa.
La salida victoriosa para mi reina era aliarse con Octavio. Un beso. Un beso que le hechizara como antes a César y luego a Antonio. Pero Octavio era diferente. Y su corazón de reina aún latiendo en su pecho, yacía ya en la tumba de Antonio, todavía caliente. No. La única opción posible, la única salida era unirse en la muerte con él, como se había unido en la vida. Y yo, Charmion, su fiel criada, lo sabía. Aunque no lo hubiéramos hablado. No podía permitir que mi reina, mi amada reina, la única persona a la que realmente había amado acabara sus días cautiva en una tierra extranjera, tan lejos del Nilo.  
Bala levantó los ojos del libro. Después de horas leyendo en el porche alumbrada tan solo por las estrellas del cielo, y la tenue luz de una vela, contemplaba las luces de la mañana sobre el río a través de una nebulosa tejida por el cansancio.  
¡Demasiado peso en sus pequeños párpados! Miró al horizonte con la mirada perdida, hasta donde la vista mezclaba las formas. Pasó sus finos dedos por las palabras escritas en aquel libro de la biblioteca del mayor Firch, y buscó con sus ojos el final de aquella historia “Cleopatra VII de los Ptolomeos”, pero estaba tan cansada que las palabras, caían sobre sus pestañas cerrándole los ojos.  

Bala era shudra, era sierva según el sistema de castas. Ese sistema de castas que nunca había funcionado tras los muros de aquella casa inglesa a orillas del Ganges. El mayor Firch la había recogido hacía muchos años, y lejos de tratarla como su criada, le había enseñado cosas de la vida, entre ellas, a leer las palabras inglesas. Y así leía ella, con los pies enroscados, como serpientes, alrededor de su cuerpo y el sari tapando su piel morena. 
La consciencia se escabullía de su cuerpo y se desvanecía entre las sombras del porche, y Bala antes de dormirse al fin, pudo ver en un segundo un resplandor dorado moverse en el jardín. “Debe ser una serpiente”, se dijo. “En cuanto despunte el día haré que la busquen bien entre las ramas”. 
Y antes de que el brillo de la  mañana, redujera la oscuridad a su cárcel de sombras, haciendo brillar la madera del porche, Bala penetró entre sueños en la claridad del día que se filtraba a través de unas lujosas cortinas. Muy lejos del Ganges, a orillas del Nilo. En el palacio de Cleopatra.  
“Es el momento, mi reina, ya es de día, y pronto llegará Octavio”, le susurré al oído, ofreciendo con mis gastados dedos de sierva la cesta de fruta fresca.
Ahora Yo, Charmión ya no era egipcia, era una muchacha india fea y deforme. “Soy shudra”, recordaba Bala. “Y la reina nunca me amó, como nunca me amó el mayor”. 
“Si sólo fuera más hermosa”, se susurró Bala en su corazón. “Y tuviera un bonito vestido”, y miraba el sari reconvertido extrañamente en un vestido muy diferente, hecho de lino. Y la reina, clavaba su mirada expectante, con los ojos vacíos.
Muy cerca, las serpientes anunciaban con su siseo su presencia.  Sólo había necesitado una mirada de mi reina y había comprendido. Dos serpientes. Enrolladas, y escondidas en la cesta, bajo la fruta. Salían ahora presurosas en busca de alguien a quien inyectar su veneno. Muy cerca. Sólo le quedaba esperar. Esperar ese último beso envenenado, mientras, yo, Bala contemplaba con ojos de Charmion la triste escena.  
 
 Aquella mañana el mayor Firch estaba inquieto y se levantó antes de tiempo, empapado por el sudor, salió en busca de aire fresco. Y la vió a ella tendida, velando su sueño. “De nuevo se ha quedado dormida leyendo”, pensó. India se le había metido dentro de tal manera que era incapaz de pensar en otra cosa. “Hasta esa pequeña niña que recogí, y que se ha convertido en una perfecta criada inglesa, ¿no es verdad que es hermosa?, o tal vez es que me estoy haciendo viejo”  
Y el mayor a penas penetró en su precioso jardín inglés enmarañado, cuando la cobra dorada, cayó sobre él como un rayo de sol en la mañana. Fue muy rápido, el veneno se extendió con tal rapidez, que paralizó hasta sus palabras. No tuvo que esperar, y aunque intentó llamar a Bala, ésta dormía mecida por la brisa del río, inmersa en un profundo sueño.
Y  la luz del sol alcanzó los ojos de Bala, y ésta despertó sobresaltada, con las imágenes del sueño grabadas en las retinas,  no sabía si había despertado. Ahora era Charmion, y se veía así misma bajando las escaleras hasta el jardín, con los pies descalzos.” ¿No es la reina tendida en el suelo?” Pero se acercó despacio y sintió un profundo dolor que empezaba en el pecho y le recorría el cuerpo, rebañándolo por dentro. No era un sueño. No era Cleopatra. Era el mayor Firch. ! El mayor Firch! ¡Siempre fue tan bueno y amable! Y ella le amaba tanto… Y ahora ¿que ocurriría con ella?, ¿qué ocurriría?  Le rozó con sus labios sólo un momento. Todavía notaba el calor de su aliento. Bala abrazó fuertemente su cuerpo, como nunca se había atrevido. Ahora era suyo, sólo suyo. Y así le meció, vertiendo dulcemente en su oído palabras de amor, esperando que la cobra saliera de su escondite y le otorgara a ella también la eternidad, inyectada en sus colmillos.   
 
 Y en el jardín les encontramos a ambos, enredados como dos serpientes. Nada se pudo hacer por ellos. Y en el porche, encontramos un libro olvidado, el libro de Bala, y leímos en alto el último párrafo:  
“El último beso. El último beso de Antonio, !cómo lo recuerdo!”, decía Cleopatra, tratando de no pensar en el dolor punzante que notaba en el pecho. Pensaba en la calidez de su beso, de sus brazos rodeando su cuerpo. “Si lo hubiera sabido, si hubiera sabido que era el último beso, nunca le hubiera dejado sólo. Tengo todavía su sabor dentro. ¡Y pensar que llegué a imaginarme con Octavio después! Y creo que el veneno va fluyendo dentro de mí. Pero yo sólo puedo pensar en Antonio” 
Y así fue, con estas palabras,  como mi reina se despidió del mundo, y murió en mis brazos. Y yo cerré sus ojos, contemplándola por última vez. Acerqué mis labios y me despedí con un beso, sabiendo que pronto, muy pronto, volvería a estar con ella.  

M.S.

EL BESO

Yo, Charmion, miraba a mi reina borrosa tras las cortinas. Parecía perder sus contornos, y mezclarlos con las sombras rosáceas del Nilo. Nadie dormía bien en palacio desde la batalla de Actium. Mi mirada cansada se perdía en el río buscando la de mi reina amada entre las sombras del recién nacido día. “Los días andarán a partir de ahora, huérfanos, sin su reina”, decía Cleopatra. Se escuchaba el eco del río cercano que bañando los dos reinos, como serpientes, el Alto y el Bajo Egipto, los inundaba de vida, y acallaba las palabras de mi reina, que parecía volver a la vida  por unos instantes, al ver el reflejo de Antonio a lo lejos como un espejismo en el desierto.  
Desde Actium. Desde Actium la vida había sido muy diferente en palacio. Como si a mi señor le hubiera mordido la más venenosa serpiente, la de la cobardía, y fuera consumiéndole poco a poco.  Un valeroso general huyendo de su propio pueblo. Y Roma acechando a cada momento, como una serpiente rodea con su frío cuerpo su presa.
La salida victoriosa para mi reina era aliarse con Octavio. Un beso. Un beso que le hechizara como antes a César y luego a Antonio. Pero Octavio era diferente. Y su corazón de reina aún latiendo en su pecho, yacía ya en la tumba de Antonio, todavía caliente. No. La única opción posible, la única salida era unirse en la muerte con él, como se había unido en la vida. Y yo, Charmion, su fiel criada, lo sabía. Aunque no lo hubiéramos hablado. No podía permitir que mi reina, mi amada reina, la única persona a la que realmente había amado acabara sus días cautiva en una tierra extranjera, tan lejos del Nilo.  
Bala levantó los ojos del libro. Después de horas leyendo en el porche alumbrada tan solo por las estrellas del cielo, y la tenue luz de una vela, contemplaba las luces de la mañana sobre el río a través de una nebulosa tejida por el cansancio.  
¡Demasiado peso en sus pequeños párpados! Miró al horizonte con la mirada perdida, hasta donde la vista mezclaba las formas. Pasó sus finos dedos por las palabras escritas en aquel libro de la biblioteca del mayor Firch, y buscó con sus ojos el final de aquella historia “Cleopatra VII de los Ptolomeos”, pero estaba tan cansada que las palabras, caían sobre sus pestañas cerrándole los ojos.  

Bala era shudra, era sierva según el sistema de castas. Ese sistema de castas que nunca había funcionado tras los muros de aquella casa inglesa a orillas del Ganges. El mayor Firch la había recogido hacía muchos años, y lejos de tratarla como su criada, le había enseñado cosas de la vida, entre ellas, a leer las palabras inglesas. Y así leía ella, con los pies enroscados, como serpientes, alrededor de su cuerpo y el sari tapando su piel morena. 
La consciencia se escabullía de su cuerpo y se desvanecía entre las sombras del porche, y Bala antes de dormirse al fin, pudo ver en un segundo un resplandor dorado moverse en el jardín. “Debe ser una serpiente”, se dijo. “En cuanto despunte el día haré que la busquen bien entre las ramas”. 
Y antes de que el brillo de la  mañana, redujera la oscuridad a su cárcel de sombras, haciendo brillar la madera del porche, Bala penetró entre sueños en la claridad del día que se filtraba a través de unas lujosas cortinas. Muy lejos del Ganges, a orillas del Nilo. En el palacio de Cleopatra.  
“Es el momento, mi reina, ya es de día, y pronto llegará Octavio”, le susurré al oído, ofreciendo con mis gastados dedos de sierva la cesta de fruta fresca.
Ahora Yo, Charmión ya no era egipcia, era una muchacha india fea y deforme. “Soy shudra”, recordaba Bala. “Y la reina nunca me amó, como nunca me amó el mayor”. 
“Si sólo fuera más hermosa”, se susurró Bala en su corazón. “Y tuviera un bonito vestido”, y miraba el sari reconvertido extrañamente en un vestido muy diferente, hecho de lino. Y la reina, clavaba su mirada expectante, con los ojos vacíos.
Muy cerca, las serpientes anunciaban con su siseo su presencia.  Sólo había necesitado una mirada de mi reina y había comprendido. Dos serpientes. Enrolladas, y escondidas en la cesta, bajo la fruta. Salían ahora presurosas en busca de alguien a quien inyectar su veneno. Muy cerca. Sólo le quedaba esperar. Esperar ese último beso envenenado, mientras, yo, Bala contemplaba con ojos de Charmion la triste escena.  
 
 Aquella mañana el mayor Firch estaba inquieto y se levantó antes de tiempo, empapado por el sudor, salió en busca de aire fresco. Y la vió a ella tendida, velando su sueño. “De nuevo se ha quedado dormida leyendo”, pensó. India se le había metido dentro de tal manera que era incapaz de pensar en otra cosa. “Hasta esa pequeña niña que recogí, y que se ha convertido en una perfecta criada inglesa, ¿no es verdad que es hermosa?, o tal vez es que me estoy haciendo viejo”  
Y el mayor a penas penetró en su precioso jardín inglés enmarañado, cuando la cobra dorada, cayó sobre él como un rayo de sol en la mañana. Fue muy rápido, el veneno se extendió con tal rapidez, que paralizó hasta sus palabras. No tuvo que esperar, y aunque intentó llamar a Bala, ésta dormía mecida por la brisa del río, inmersa en un profundo sueño.
Y  la luz del sol alcanzó los ojos de Bala, y ésta despertó sobresaltada, con las imágenes del sueño grabadas en las retinas,  no sabía si había despertado. Ahora era Charmion, y se veía así misma bajando las escaleras hasta el jardín, con los pies descalzos.” ¿No es la reina tendida en el suelo?” Pero se acercó despacio y sintió un profundo dolor que empezaba en el pecho y le recorría el cuerpo, rebañándolo por dentro. No era un sueño. No era Cleopatra. Era el mayor Firch. ! El mayor Firch! ¡Siempre fue tan bueno y amable! Y ella le amaba tanto… Y ahora ¿que ocurriría con ella?, ¿qué ocurriría?  Le rozó con sus labios sólo un momento. Todavía notaba el calor de su aliento. Bala abrazó fuertemente su cuerpo, como nunca se había atrevido. Ahora era suyo, sólo suyo. Y así le meció, vertiendo dulcemente en su oído palabras de amor, esperando que la cobra saliera de su escondite y le otorgara a ella también la eternidad, inyectada en sus colmillos.   
 
 Y en el jardín les encontramos a ambos, enredados como dos serpientes. Nada se pudo hacer por ellos. Y en el porche, encontramos un libro olvidado, el libro de Bala, y leímos en alto el último párrafo:  
“El último beso. El último beso de Antonio, !cómo lo recuerdo!”, decía Cleopatra, tratando de no pensar en el dolor punzante que notaba en el pecho. Pensaba en la calidez de su beso, de sus brazos rodeando su cuerpo. “Si lo hubiera sabido, si hubiera sabido que era el último beso, nunca le hubiera dejado sólo. Tengo todavía su sabor dentro. ¡Y pensar que llegué a imaginarme con Octavio después! Y creo que el veneno va fluyendo dentro de mí. Pero yo sólo puedo pensar en Antonio” 
Y así fue, con estas palabras,  como mi reina se despidió del mundo, y murió en mis brazos. Y yo cerré sus ojos, contemplándola por última vez. Acerqué mis labios y me despedí con un beso, sabiendo que pronto, muy pronto, volvería a estar con ella.  

M.S.

EL MECANISMO DE UN RELOJ DE CUCO

Es curioso que ahora que ha pasado todo pienso en mi vida como la de un pequeño cuco atrapado en el reloj, deseando escapar de su destino cada hora, pero siempre retenido en su caja de madera.

Sobretodo desde que nos instalamos en este país, en esta ciudad, en esta calle perdida. Sin amigos, sin distracciones. “Es un ascenso, una oportunidad”, dijo él. Pero para mí era un camino lleno de polvo, que levantaba el aire, y llenaba mis ojos, haciéndome llorar lágrimas de barro. 

Si no hubiéramos venido a este lugar, creo que los años hubieran pasado sin cambios. Había dejado toda mi vida, suspendida en el tiempo. Cómo si se hubiera parado, como si le hubiera puesto una chincheta atravesándola y sujetándola en un corcho.  Llegamos aquí, y en la casa de dos pisos con el hermoso y fantasmal jardín de ramas retorcidas, tan sólo había un libro “el mecanismo de un reloj de cuco”, y mucho polvo.

Y entonces pensé, “un nuevo hobby con el que llenar las horas vacías, las páginas vacías de mi vida, que nunca serán leídas”.

 Y cómo el cuco cada hora anunciando su visita, cada día llegaba aquel hombre extraño de la gabardina. Ese hombre extraño con olor a tabaco, gabardina oscura hasta los pies. Peluquín peinado hacia delante.

Ese hombre que cada día traía un sobre color manila bajo el brazo. Y allí fuera, en las sombras del jardín de flores marchitas, se lo entregaba a mi marido. ¿Quien era ese hombre extraño? ¿Y qué contenía ese sobre cerrado?

Siempre lo mismo, la misma pregunta. “¿Qué hacemos aquí?” todo estaba relacionado. Y mientras yo movía un poco de tierra para plantar nuevas plantas, con una pequeña pala, el viento devolvía una y otra vez la arena a su agujero. “¿Qué estás plantando hoy, querida?”. “Buganvillas, esto es tan triste… necesito ver algo que me transmita alegría”

 Tal vez toda mi vida era una mentira. Vivía en mi pequeña casa, y soñaba con una vida que en realidad no existía. ¡Si no me hubiera planteado nada. Si hubiera acogido las preguntas sin respuestas! Si me hubiera resignado. Pero estaba aburrida. Aburrida mirando pasar las horas, dedicada a devolver color a un jardín que tal vez nunca lo tuvo, dedicada a leer el libro sobre el mecanismo del reloj de cuco: la vida que vive el cuco dentro del reloj, la vida a la que aspira cuando se abre la portezuela y casi ve la luz del sol.

 Y la curiosidad me despertó, cómo si volviera a la vida al mirar una pequeña hoja tambaleante que flotaba, suspendida en el tiempo, tras la ventana. ¡Cómo lo recuerdo! Esos pequeños detalles son los que echo de menos. La luz centelleante, reflejándose en las hojas doradas, que anunciaban el otoño.

El aire era mucho más frío de lo que parecía aquella mañana, mirando hacia el jardín a través de la ventana.

¡Pensé en las veces que había tratado de entrar en su despacho sin conseguir nada! La cerradura siempre cerrada. Igual que se cerraban sus palabras cuando  le preguntaba. “Olvídate de ese hombre, querida, no es importante”. “Exactamente, ¿a qué te dedicas?, ya sé que a algo de seguros, pero ahora que no tengo mucho que hacer, que tengo todo el día, me da por pensar cosas y …”, le decía. “Querida, olvídate de todo, sal a pasear”, me respondía.

 Le obedecí y me encontré en una calle vacía de la ciudad frente una pequeña placa oxidada con un letrero: “DETECTIVES”.  No quería subir, pero mis pies me desobedecieron, como siguiendo el dictado de mi curiosidad. El ascensor no funcionaba. Las escaleras eran estrechas. Puerta de cristal. Humo de cigarrillos. Personas, personas con las que hablar. Paredes desconchadas. ¿Cuanto valía la verdad? Les hice un talón, estaba nerviosa. Pronto lo sabría. Lo sabría todo, sabría la verdad.

 Claro, serían seguros de vida, “que tonta soy”, pensé. Pero tenía que estar segura. Habíamos venido a este lugar porque él debía vender seguros de vida a estas personas. “¿Pero qué vida hay aquí? Grandes casas. Grandes parques, pero nadie sonríe, nadie habla. No hay más vida en esta ciudad que el viento que se mete por debajo de las contraventanas”

 ”El viento a veces azota con fuerza este lugar. El viento. Las ventanas. Las ventanas se abren con fuerza, y el viento susurra <<corre, aquí hay una salida>>. Pero no me atrevía. ¡Si hubiera tenido el valor que no tenía el cuco del reloj! ¡El valor de extender mis alas y emprender el vuelo! << ¿Qué digo? el valor lo tengo. He extendido mis alas, y estoy preparada para volar. ¿Seguros? ¿Un vendedor de seguros que trabaja en casa, que sale a horas intempestivas, que tiene amigos tan extraños como el hombre de la gabardina…? Maletines oscuros. Noche. Cerraduras ¿Cuantos años he vivido una mentira?>> Ahora, la puerta de mi pequeña casa de madera se abría y veía la verdad que entraba llenando de luz la estancia.

 Después, en la casa, dieron las tres en el reloj de la pared del salón. El hombre extraño de gabardina oscura y peluquín llegó y entregó el sobre como cada día. Ese día sonreí oculta tras las cortinas que cubrían la ventana. Ese día. Ese día yo había quitado el papel de calco de debajo del libro de mi vida y había cambiado las palabras que debían ser escritas. “Hoy escribiré mi destino, con mi propia caligrafía” pronto sabría quien era ese hombre. Pronto encontraría sentido a mi vida.

 Me encontraría con el detective en el parque unas horas después, un día más tarde. Le encontraría después del desayuno. Estaba tan impaciente que cuando llegó el momento a penas me manché los labios con la espuma del capuchino. Un bolso lo suficientemente grande para guardar los secretos de toda una vida. Un maquillaje discreto. Un murmullo,  “me voy a dar un paseo”.

Y me encontré en el parque. “Hoy es domingo y el parque está lleno de niños que ríen ruidosamente”. Yo sonreía. “Si pudiera parar el tiempo, si pudiera volver al principio..”, pero no podía. El hombre llegaría con respuestas a mis preguntas, y me contaría mi vida. Pero las horas giraban en las manillas del reloj, y nadie aparecía.

 Llegué a casa derrotada y confundida, con arena en el pelo y muchas más preguntas no respondidas. La tarjeta amarillenta escrita con letra de imprenta de los detectives en mi bolsillo. Había llamado varias veces desde una cabina, pero nada sabía.

 No me esperaba encontrarle en casa aquel día. A ese hombre extraño con el que vivía, al que alguna vez había querido, con el batín puesto. Me esperaba en su despacho. “Pasa querida. Debo hablarte”. Noté algo extraño en su voz. Tal vez él notó que mi cuerpo temblaba como una hoja. Cómo aquella hoja frente a la ventana del salón. Moví mi sandalia, sintiendo la suavidad de la alfombra al pisarla, mientras él hablaba. “¡Tenías que fastidiarlo todo, tenías que meterte en mis asuntos!”. Y así, sin tiempo para reaccionar él que me había jurado un día amor eterno, sacó un revolver del cajón de arriba de su escritorio de cedro y disparo varias veces, dejándome en el suelo, tendida, cubierta por mi propia sangre muerta, que a penas salió de su agujero. Hay cosas que nunca pueden salir.

 Y desde entonces, no veo la luz. No oigo el zumbido del aire. No oigo a los niños reír en el parque. El mecanismo del reloj de cuco falló en un instante, y la puerta cerró y ya no se abre. No puedo moverme. Permaneceré para siempre en esta pequeña caja de madera como si fuera un pequeño cuco atrapado en un reloj, cubierta de arena y sin ninguna respuesta, y fuera sólo las buganvillas lucharán por mantener mi recuerdo con vida. 

M.S.

EL MECANISMO DE UN RELOJ DE CUCO

Es curioso que ahora que ha pasado todo pienso en mi vida como la de un pequeño cuco atrapado en el reloj, deseando escapar de su destino cada hora, pero siempre retenido en su caja de madera.

Sobretodo desde que nos instalamos en este país, en esta ciudad, en esta calle perdida. Sin amigos, sin distracciones. “Es un ascenso, una oportunidad”, dijo él. Pero para mí era un camino lleno de polvo, que levantaba el aire, y llenaba mis ojos, haciéndome llorar lágrimas de barro. 

Si no hubiéramos venido a este lugar, creo que los años hubieran pasado sin cambios. Había dejado toda mi vida, suspendida en el tiempo. Cómo si se hubiera parado, como si le hubiera puesto una chincheta atravesándola y sujetándola en un corcho.  Llegamos aquí, y en la casa de dos pisos con el hermoso y fantasmal jardín de ramas retorcidas, tan sólo había un libro “el mecanismo de un reloj de cuco”, y mucho polvo.

Y entonces pensé, “un nuevo hobby con el que llenar las horas vacías, las páginas vacías de mi vida, que nunca serán leídas”.

 Y cómo el cuco cada hora anunciando su visita, cada día llegaba aquel hombre extraño de la gabardina. Ese hombre extraño con olor a tabaco, gabardina oscura hasta los pies. Peluquín peinado hacia delante.

Ese hombre que cada día traía un sobre color manila bajo el brazo. Y allí fuera, en las sombras del jardín de flores marchitas, se lo entregaba a mi marido. ¿Quien era ese hombre extraño? ¿Y qué contenía ese sobre cerrado?

Siempre lo mismo, la misma pregunta. “¿Qué hacemos aquí?” todo estaba relacionado. Y mientras yo movía un poco de tierra para plantar nuevas plantas, con una pequeña pala, el viento devolvía una y otra vez la arena a su agujero. “¿Qué estás plantando hoy, querida?”. “Buganvillas, esto es tan triste… necesito ver algo que me transmita alegría”

 Tal vez toda mi vida era una mentira. Vivía en mi pequeña casa, y soñaba con una vida que en realidad no existía. ¡Si no me hubiera planteado nada. Si hubiera acogido las preguntas sin respuestas! Si me hubiera resignado. Pero estaba aburrida. Aburrida mirando pasar las horas, dedicada a devolver color a un jardín que tal vez nunca lo tuvo, dedicada a leer el libro sobre el mecanismo del reloj de cuco: la vida que vive el cuco dentro del reloj, la vida a la que aspira cuando se abre la portezuela y casi ve la luz del sol.

 Y la curiosidad me despertó, cómo si volviera a la vida al mirar una pequeña hoja tambaleante que flotaba, suspendida en el tiempo, tras la ventana. ¡Cómo lo recuerdo! Esos pequeños detalles son los que echo de menos. La luz centelleante, reflejándose en las hojas doradas, que anunciaban el otoño.

El aire era mucho más frío de lo que parecía aquella mañana, mirando hacia el jardín a través de la ventana.

¡Pensé en las veces que había tratado de entrar en su despacho sin conseguir nada! La cerradura siempre cerrada. Igual que se cerraban sus palabras cuando  le preguntaba. “Olvídate de ese hombre, querida, no es importante”. “Exactamente, ¿a qué te dedicas?, ya sé que a algo de seguros, pero ahora que no tengo mucho que hacer, que tengo todo el día, me da por pensar cosas y …”, le decía. “Querida, olvídate de todo, sal a pasear”, me respondía.

 Le obedecí y me encontré en una calle vacía de la ciudad frente una pequeña placa oxidada con un letrero: “DETECTIVES”.  No quería subir, pero mis pies me desobedecieron, como siguiendo el dictado de mi curiosidad. El ascensor no funcionaba. Las escaleras eran estrechas. Puerta de cristal. Humo de cigarrillos. Personas, personas con las que hablar. Paredes desconchadas. ¿Cuanto valía la verdad? Les hice un talón, estaba nerviosa. Pronto lo sabría. Lo sabría todo, sabría la verdad.

 Claro, serían seguros de vida, “que tonta soy”, pensé. Pero tenía que estar segura. Habíamos venido a este lugar porque él debía vender seguros de vida a estas personas. “¿Pero qué vida hay aquí? Grandes casas. Grandes parques, pero nadie sonríe, nadie habla. No hay más vida en esta ciudad que el viento que se mete por debajo de las contraventanas”

 ”El viento a veces azota con fuerza este lugar. El viento. Las ventanas. Las ventanas se abren con fuerza, y el viento susurra <<corre, aquí hay una salida>>. Pero no me atrevía. ¡Si hubiera tenido el valor que no tenía el cuco del reloj! ¡El valor de extender mis alas y emprender el vuelo! << ¿Qué digo? el valor lo tengo. He extendido mis alas, y estoy preparada para volar. ¿Seguros? ¿Un vendedor de seguros que trabaja en casa, que sale a horas intempestivas, que tiene amigos tan extraños como el hombre de la gabardina…? Maletines oscuros. Noche. Cerraduras ¿Cuantos años he vivido una mentira?>> Ahora, la puerta de mi pequeña casa de madera se abría y veía la verdad que entraba llenando de luz la estancia.

 Después, en la casa, dieron las tres en el reloj de la pared del salón. El hombre extraño de gabardina oscura y peluquín llegó y entregó el sobre como cada día. Ese día sonreí oculta tras las cortinas que cubrían la ventana. Ese día. Ese día yo había quitado el papel de calco de debajo del libro de mi vida y había cambiado las palabras que debían ser escritas. “Hoy escribiré mi destino, con mi propia caligrafía” pronto sabría quien era ese hombre. Pronto encontraría sentido a mi vida.

 Me encontraría con el detective en el parque unas horas después, un día más tarde. Le encontraría después del desayuno. Estaba tan impaciente que cuando llegó el momento a penas me manché los labios con la espuma del capuchino. Un bolso lo suficientemente grande para guardar los secretos de toda una vida. Un maquillaje discreto. Un murmullo,  “me voy a dar un paseo”.

Y me encontré en el parque. “Hoy es domingo y el parque está lleno de niños que ríen ruidosamente”. Yo sonreía. “Si pudiera parar el tiempo, si pudiera volver al principio..”, pero no podía. El hombre llegaría con las respuestas que tanto quería, y me contaría mi vida. Pero las horas giraban en las manillas del reloj, y nadie aparecía.

 Llegué a casa derrotada y confundida, con arena en el pelo y muchas más preguntas no respondidas. La tarjeta amarillenta escrita con letra de imprenta de los detectives en mi bolsillo. Había llamado varias veces desde una cabina, pero nada sabía.

 No me esperaba encontrarle en casa aquel día. A ese hombre extraño con el que vivía, al que alguna vez había querido, con el batín puesto. Me esperaba en su despacho. “Pasa querida. Debo hablarte”. Noté algo extraño en su voz. Tal vez él notó que mi cuerpo temblaba como una hoja. Cómo aquella hoja frente a la ventana del salón. Moví mi sandalia, sintiendo la suavidad de la alfombra al pisarla, mientras él hablaba. “¡Tenías que fastidiarlo todo, tenías que meterte en mis asuntos!”. Y así, sin tiempo para reaccionar él que me había jurado un día amor eterno, sacó un revolver del cajón de arriba de su escritorio de cedro y disparo varias veces, dejándome en el suelo, tendida, cubierta por mi propia sangre muerta, que a penas salió de su agujero. Hay cosas que nunca pueden salir.

 Y desde entonces, no veo la luz. No oigo el zumbido del aire. No oigo a los niños reír en el parque. El mecanismo del reloj de cuco falló en un instante, y la puerta cerró y ya no se abre. No puedo moverme. Permaneceré para siempre en esta pequeña caja de madera como si fuera un pequeño cuco atrapado en un reloj, cubierta de arena y sin ninguna respuesta, y fuera sólo las buganvillas lucharán por mantener mi recuerdo con vida. 

M.S.

NIEVE

¿Qué es un copo de nieve? Pequeño y suave, y no peludo como Platero, sino helado. Tan frío que puede cortar el viento. Cuchillas envueltas en algodón insinuantes al viento.
Me siento con una manta que me cubre hasta el cuello, y un chocolate caliente que me quema las yemas de los dedos. Miro tras el cristal como la nieve cubre la ciudad, lentamente, envolviéndola en frío y silencio. Me encanta esa sensación de calidez, y me encanta la nieve. Cuando nieva me acuerdo de tantas cosas. Cosas que han pasado realmente y cosas que tal vez nunca pasaron, pero de las que igualmente, me acuerdo. Los recuerdos caen sobre mí como los copos, cubriéndome muy poco a poco.
 
A mi alrededor veo como caen despacio. Veo gente trabajando, echando sal en las calles. Los veo.  Veo hombres que caminan con sus paraguas. Niños que rien divertidos al sentir la nieve sobre ellos. Y me veo a mí misma, como si flotara en el aire, atrapada en  pequeños espejos.
 
Recuerdo mis pequeñas manos apoyadas contra el cristal de la clase, mientras mi reflejo se cubría de pequeños lunares, que iban alfombrando de nieve el patio del colegio. Le pedimos permiso al profe para usar una mesa pequeña como trineo. Y nos deslizamos con ella sin miedo a nada, rodeados de montañas blancas, hechas de sueños. Mientras el sol, salió envidioso entre las nubes con fuerza abrasadora. “Es el aphelio” nos dijo el profe. “Es en enero cuando el sol está tan cerca que incluso puedes ver los hilillos de luz y acariciarlos con los dedos”. Yo pensé que el sol también quería jugar con la nieve, pero ésta se derretía insistentemente entre sus rayos, y se perdía entre sus huecos.
 
Después una guerra de nieve. Cosa importante las guerras de nieve. Una gran bola que estampé en la cara de Mario. Claro, Mario me gustaba. Cómo te gustan los chicos a los nueve años. Nieve por mi cara, o quizás lágrimas. Y un castigo del profe. “No se tira la nieve a tan poca distancia”. Y nieve deshecha que cubría mi cara.
 
Muchos inviernos sin nieve después, y alguna nevada,  la niña se deshizo como si fuera un muñeco de nieve. Crecí, y al crecer se dejan atrás las guerras de nieve, se dejan atrás los juegos en el patio del colegio.
 
Otro copo de nieve. Otro momento flotando en el viento. Me enfadé con mi novio, un novio más que se desvanecía entre mis dedos, como la nieve, como la bruja del este del Mago de Oz, al contacto con el agua. Nieve, agua. Un momento. Un copo de nieve. ¿Qué importa un solo copo de nieve en una nevada? Salí furiosa, con un vestido negro de tirantes, y zapatos de tacón altos. Un frío intenso, y ningún taxi. “Ya se sabe”, pensé, “las cenas de navidad de empresas. La peor fecha para coger un taxi en el centro”. Y entonces, empezó a nevar lentamente, muy lentamente. Perezosa nieve. Al principio me decidí a caminar deprisa pensando que podría ser más rápida que la nieve. Que podría dejarla atrás, fácilmente, igual que había dejado atrás mi infancia. Qué ilusa mentecata era yo. Empezó a cubrirme entera y a deslizarse por mi piel.
 
Ahora que miro a través del cristal, cómo me acuerdo. Me parece sentir los copos sobre mi. Como iban llenándome de puntos blancos. Tenía que caminar despacio, para evitar resbalar con el hielo que se había formado en el suelo. Viendo que no podía caminar, me descalcé, y  dí pequeños pasos, cubiertos mis pies tan sólo por una media fina y negra que trataba infructuosamente de darme calor a mis pies, cada vez más morados. Me empecé a reír. Primero una sonrisa. Y después verdaderas carcajadas, mientras tiritaba de frío, y mis piernas se quedaban heladas. Lo divertido de todo, es que ya no pensaba en él. “No volveré contigo, Ismael”, me hubiera dicho. Y es que ya lo tenía grabado en mi voluntad de hierro al rojo vivo, como un forjador moldea a golpes y fuego sus armas.
Y me resbalé, me resbalé mojándome entera, y unas manos cubiertas con guantes de lana, me ayudaron a levantarme.
 
Yo no tenía nada, sólo una torcedura de tobillo. Él, desconocido aún, tenía el coche aparcado y se ofreció a llevarme a casa. “Será imposible coger un taxi esta noche”. Yo accedí. “Me llamo Mario, soy fisioterapeuta. Te haré un hueco mañana en mi agenda, ese tobillo, necesitará rehabilitación intensa”. Y me citó para todos los jueves, y luego para los fines de semana, y luego para todos los días. ¡Y ya no me duele nada!
 
¿Qué importancia tiene la nieve? ¿Para qué nieva, si nevar siempre es tan breve? ¿Cómo se sabe que copo de nieve es el centro de la nevada? Me siento con una manta que me cubre hasta el cuello, y un chocolate caliente que ya lo he dicho, pero me quema las yemas de los dedos. Miro tras el cristal de la bola con Madrid en miniatura viendo caer la nieve aunque sea de mentira, y rozo mis labios con la taza blanca. Y pienso en mis dos Marios. Un círculo perfecto. Aquel niño pequeño al que tiraba bolas de nieve, y aquel otro extraño que ya no lo era, y que me salvo de ella. Porque la nieve es para los niños, y está bien verla, pero a salvo, junto a un cristal, recordando lo que fuimos y lo que somos ahora. ¿Cuantos copos de nieve hay? No lo sé.
 
Pero sé que importa después de todo, un sólo copo de nieve en la nevada. Pues ¿qué somos nosotros sino copos de nieve atravesando el tiempo, siempre a punto de deshacernos? Pero qué importa el final, qué importa desvanecerse en el suelo. Lo maravilloso es deslizarse insinuante en el viento. Aysss, ojala nevara.

M.S.

NIEVE

¿Qué es un copo de nieve? Pequeño y suave, y no peludo como Platero, sino helado. Tan frío que puede cortar el viento. Cuchillas envueltas en algodón insinuantes al viento.
Me siento con una manta que me cubre hasta el cuello, y un chocolate caliente que me quema las yemas de los dedos. Miro tras el cristal como la nieve cubre la ciudad, lentamente, envolviéndola en frío y silencio. Me encanta esa sensación de calidez, y me encanta la nieve. Cuando nieva me acuerdo de tantas cosas. Cosas que han pasado realmente y cosas que tal vez nunca pasaron, pero de las que igualmente, me acuerdo. Los recuerdos caen sobre mí como los copos, cubriéndome muy poco a poco.
 
A mi alrededor veo como caen despacio. Veo gente trabajando, echando sal en las calles. Los veo.  Veo hombres que caminan con sus paraguas. Niños que rien divertidos al sentir la nieve sobre ellos. Y me veo a mí misma, como si flotara en el aire, atrapada en  pequeños espejos.
 
Recuerdo mis pequeñas manos apoyadas contra el cristal de la clase, mientras mi reflejo se cubría de pequeños lunares, que iban alfombrando de nieve el patio del colegio. Le pedimos permiso al profe para usar una mesa pequeña como trineo. Y nos deslizamos con ella sin miedo a nada, rodeados de montañas blancas, hechas de sueños. Mientras el sol, salió envidioso entre las nubes con fuerza abrasadora. “Es el aphelio” nos dijo el profe. “Es en enero cuando el sol está tan cerca que incluso puedes ver los hillillos de luz y acariciarlos con los dedos”. Yo pensé que el sol también quería jugar con la nieve, pero ésta se derretía insistentemente entre sus rayos, y se perdía entre sus huecos.
 
Después una guerra de nieve. Cosa importante las guerras de nieve. Una gran bola que estampé en la cara de Mario. Claro, Mario me gustaba. Cómo te gustan los chicos a los nueve años. Nieve por mi cara, o quizás lágrimas. Y un castigo del profe. “No se tira la nieve a tan poca distancia”. Y nieve deshecha que cubría mi cara.
 
Muchos inviernos sin nieve después, y alguna nevada,  la niña se deshizo como si fuera un muñeco de nieve. Crecí, y al crecer se dejan atrás las guerras de nieve, se dejan atrás los juegos en el patio del colegio.
 
Otro copo de nieve. Otro momento flotando en el viento. Me enfadé con mi novio, un novio más que se desvanecía entre mis dedos, como la nieve, como la bruja del este del Mago de Oz, al contacto con el agua. Nieve, agua. Un momento. Un copo de nieve. ¿Qué importa un solo copo de nieve en una nevada? Salí furiosa, con un vestido negro de tirantes, y zapatos de tacón altos. Un frío intenso, y ningún taxi. “Ya se sabe”, pensé, “las cenas de navidad de empresas. La peor fecha para coger un taxi en el centro”. Y entonces, empezó a nevar lentamente, muy lentamente. Perezosa nieve. Al principio me decidí a caminar deprisa pensando que podría ser más rápida que la nieve. Que podría dejarla atrás, fácilmente, igual que había dejado atrás mi infancia. Qué ilusa mentecata era yo. Empezó a cubrirme entera y a deslizarse por mi piel.
 
Ahora que miro a través del cristal, cómo me acuerdo. Me parece sentir los copos sobre mi. Como iban llenándome de puntos blancos. Tenía que caminar despacio, para evitar resbalar con el hielo que se había formado en el suelo. Viendo que no podía caminar, me descalcé, y  dí pequeños pasos, cubiertos mis pies tan sólo por una media fina y negra que trataba infructuosamente de darme calor a mis pies, cada vez más morados. Me empecé a reír. Primero una sonrisa. Y después verdaderas carcajadas, mientras tiritaba de frío, y mis piernas se quedaban heladas. Lo divertido de todo, es que ya no pensaba en él. “No volveré contigo, Ismael”, me hubiera dicho. Y es que ya lo tenía grabado en mi voluntad de hierro al rojo vivo, como un forjador modea a golpes y fuego sus armas.
Y me resbalé, me resbalé mojándome entera, y unas manos cubiertas con guantes de lana, me ayudaron a levantarme.
 
Yo no tenía nada, sólo una torcedura de tobillo. Él, desconocido aún, tenía el coche aparcado y se ofreció a llevarme a casa. “Será imposible coger un taxi esta noche”. Yo accedí. “Me llamo Mario, soy fisioterapeuta. Te haré un hueco mañana en mi agenda, ese tobillo, necesitará rehabilitación intensa”. Y me citó para todos los jueves, y luego para los fines de semana, y luego para todos los días. ¡Y ya no me duele nada!
 
¿Qué importancia tiene la nieve? ¿Para qué nieva, si nevar siempre es tan breve? ¿Cómo se sabe que copo de nieve es el centro de la nevada? Me siento con una manta que me cubre hasta el cuello, y un chocolate caliente que ya lo he dicho, pero me quema las yemas de los dedos. Miro tras el cristal de la bola con Madrid en miniatura viendo caer la nieve aunque sea de mentira, y rozo mis labios con la taza blanca. Y pienso en mis dos Marios. Un círculo perfecto. Aquel niño pequeño al que tiraba bolas de nieve, y aquel otro extraño que ya no lo era, y que me salvo de ella. Porque la nieve es para los niños, y está bien verla, pero a salvo, junto a un cristal, recordando lo que fuimos y lo que somos ahora. ¿Cuantos copos de nieve hay? No lo sé.
 
Pero sé que importa después de todo, un sólo copo de nieve en la nevada. Pues ¿qué somos nosotros sino copos de nieve atravesando el tiempo, siempre a punto de deshacernos? Pero qué importa el final, qué importa desvanecerse en el suelo. Lo maravilloso es deslizarse insinuante en el viento. Aysss, ojala nevara.

M.S.