Yo, Charmion, miraba a mi reina borrosa tras las cortinas. Parecía perder sus contornos, y mezclarlos con las sombras rosáceas del Nilo. Nadie dormía bien en palacio desde la batalla de Actium. Mi mirada cansada se perdía en el río buscando la de mi reina amada entre las sombras del recién nacido día. “Los días andarán a partir de ahora, huérfanos, sin su reina”, decía Cleopatra. Se escuchaba el eco del río cercano que bañando los dos reinos, como serpientes, el Alto y el Bajo Egipto, los inundaba de vida, y acallaba las palabras de mi reina, que parecía volver a la vida por unos instantes, al ver el reflejo de Antonio a lo lejos como un espejismo en el desierto.
Desde Actium. Desde Actium la vida había sido muy diferente en palacio. Como si a mi señor le hubiera mordido la más venenosa serpiente, la de la cobardía, y fuera consumiéndole poco a poco. Un valeroso general huyendo de su propio pueblo. Y Roma acechando a cada momento, como una serpiente rodea con su frío cuerpo su presa.
La salida victoriosa para mi reina era aliarse con Octavio. Un beso. Un beso que le hechizara como antes a César y luego a Antonio. Pero Octavio era diferente. Y su corazón de reina aún latiendo en su pecho, yacía ya en la tumba de Antonio, todavía caliente. No. La única opción posible, la única salida era unirse en la muerte con él, como se había unido en la vida. Y yo, Charmion, su fiel criada, lo sabía. Aunque no lo hubiéramos hablado. No podía permitir que mi reina, mi amada reina, la única persona a la que realmente había amado acabara sus días cautiva en una tierra extranjera, tan lejos del Nilo.
Bala levantó los ojos del libro. Después de horas leyendo en el porche alumbrada tan solo por las estrellas del cielo, y la tenue luz de una vela, contemplaba las luces de la mañana sobre el río a través de una nebulosa tejida por el cansancio.
¡Demasiado peso en sus pequeños párpados! Miró al horizonte con la mirada perdida, hasta donde la vista mezclaba las formas. Pasó sus finos dedos por las palabras escritas en aquel libro de la biblioteca del mayor Firch, y buscó con sus ojos el final de aquella historia “Cleopatra VII de los Ptolomeos”, pero estaba tan cansada que las palabras, caían sobre sus pestañas cerrándole los ojos.
Bala era shudra, era sierva según el sistema de castas. Ese sistema de castas que nunca había funcionado tras los muros de aquella casa inglesa a orillas del Ganges. El mayor Firch la había recogido hacía muchos años, y lejos de tratarla como su criada, le había enseñado cosas de la vida, entre ellas, a leer las palabras inglesas. Y así leía ella, con los pies enroscados, como serpientes, alrededor de su cuerpo y el sari tapando su piel morena.
La consciencia se escabullía de su cuerpo y se desvanecía entre las sombras del porche, y Bala antes de dormirse al fin, pudo ver en un segundo un resplandor dorado moverse en el jardín. “Debe ser una serpiente”, se dijo. “En cuanto despunte el día haré que la busquen bien entre las ramas”.
Y antes de que el brillo de la mañana, redujera la oscuridad a su cárcel de sombras, haciendo brillar la madera del porche, Bala penetró entre sueños en la claridad del día que se filtraba a través de unas lujosas cortinas. Muy lejos del Ganges, a orillas del Nilo. En el palacio de Cleopatra.
“Es el momento, mi reina, ya es de día, y pronto llegará Octavio”, le susurré al oído, ofreciendo con mis gastados dedos de sierva la cesta de fruta fresca.
Ahora Yo, Charmión ya no era egipcia, era una muchacha india fea y deforme. “Soy shudra”, recordaba Bala. “Y la reina nunca me amó, como nunca me amó el mayor”.
“Si sólo fuera más hermosa”, se susurró Bala en su corazón. “Y tuviera un bonito vestido”, y miraba el sari reconvertido extrañamente en un vestido muy diferente, hecho de lino. Y la reina, clavaba su mirada expectante, con los ojos vacíos.
Muy cerca, las serpientes anunciaban con su siseo su presencia. Sólo había necesitado una mirada de mi reina y había comprendido. Dos serpientes. Enrolladas, y escondidas en la cesta, bajo la fruta. Salían ahora presurosas en busca de alguien a quien inyectar su veneno. Muy cerca. Sólo le quedaba esperar. Esperar ese último beso envenenado, mientras, yo, Bala contemplaba con ojos de Charmion la triste escena.
Aquella mañana el mayor Firch estaba inquieto y se levantó antes de tiempo, empapado por el sudor, salió en busca de aire fresco. Y la vió a ella tendida, velando su sueño. “De nuevo se ha quedado dormida leyendo”, pensó. India se le había metido dentro de tal manera que era incapaz de pensar en otra cosa. “Hasta esa pequeña niña que recogí, y que se ha convertido en una perfecta criada inglesa, ¿no es verdad que es hermosa?, o tal vez es que me estoy haciendo viejo”
Y el mayor a penas penetró en su precioso jardín inglés enmarañado, cuando la cobra dorada, cayó sobre él como un rayo de sol en la mañana. Fue muy rápido, el veneno se extendió con tal rapidez, que paralizó hasta sus palabras. No tuvo que esperar, y aunque intentó llamar a Bala, ésta dormía mecida por la brisa del río, inmersa en un profundo sueño.
Y la luz del sol alcanzó los ojos de Bala, y ésta despertó sobresaltada, con las imágenes del sueño grabadas en las retinas, no sabía si había despertado. Ahora era Charmion, y se veía así misma bajando las escaleras hasta el jardín, con los pies descalzos.” ¿No es la reina tendida en el suelo?” Pero se acercó despacio y sintió un profundo dolor que empezaba en el pecho y le recorría el cuerpo, rebañándolo por dentro. No era un sueño. No era Cleopatra. Era el mayor Firch. ! El mayor Firch! ¡Siempre fue tan bueno y amable! Y ella le amaba tanto… Y ahora ¿que ocurriría con ella?, ¿qué ocurriría? Le rozó con sus labios sólo un momento. Todavía notaba el calor de su aliento. Bala abrazó fuertemente su cuerpo, como nunca se había atrevido. Ahora era suyo, sólo suyo. Y así le meció, vertiendo dulcemente en su oído palabras de amor, esperando que la cobra saliera de su escondite y le otorgara a ella también la eternidad, inyectada en sus colmillos.
Y en el jardín les encontramos a ambos, enredados como dos serpientes. Nada se pudo hacer por ellos. Y en el porche, encontramos un libro olvidado, el libro de Bala, y leímos en alto el último párrafo:
“El último beso. El último beso de Antonio, !cómo lo recuerdo!”, decía Cleopatra, tratando de no pensar en el dolor punzante que notaba en el pecho. Pensaba en la calidez de su beso, de sus brazos rodeando su cuerpo. “Si lo hubiera sabido, si hubiera sabido que era el último beso, nunca le hubiera dejado sólo. Tengo todavía su sabor dentro. ¡Y pensar que llegué a imaginarme con Octavio después! Y creo que el veneno va fluyendo dentro de mí. Pero yo sólo puedo pensar en Antonio”
Y así fue, con estas palabras, como mi reina se despidió del mundo, y murió en mis brazos. Y yo cerré sus ojos, contemplándola por última vez. Acerqué mis labios y me despedí con un beso, sabiendo que pronto, muy pronto, volvería a estar con ella.
M.S.