HORMIGA ROJA, CORAZÓN OSCURO

Empujé hacia arriba con mis patas delanteras, la hoja que me había servido de refugio y pude ver cómo los rayos del sol esquivaban las cuerpos e iluminaban las sombras,  acariciando  todas esas gotas que la tormenta había regalado y que brillaban como si fueran joyas engalanando un mar de hierbas, matas y brezo, con olas verdes y amarillas que movía el viento.
Mi mirada quedó cautiva, prisionera en esas gotas que  veía todos esos ojos que parecían entrar por mis pupilas y atravesarme el alma. Al restregarme los ojos vidriosos por las lágrimas pude ver mi propio rostro mil veces reflejado, una vez por cada gota. ¿Eran gotas de lluvia o eran lágrimas? ¡Qué importaba!
Esos ojos, acusadores, tan parecidos a aquellos otros que me habían sentenciado: Deserción o muerte.
¿Cuánto peso puede soportar una conciencia?. Dicen que las hormigas pueden soportar siete veces su peso. Pero creo que es mentira.
Veo un rostro, y luego otro. ¿Es el mío o es de otros? ¿Es de mis víctimas o es de mi verdugos? ¿Qué soy yo víctima del destino, o verdugo del Reino Rojo? Cómo si cada uno fuera una puñalada Un cuchillo en plena batalla.. Cómo si todavía estuviera en el hormiguero, frente al Consejo de Guerra, temblorosa y asustada.
¿Cómo hacer una confesión ahora? Cómo si fuera posible confesar y pedir perdón. Tengo la pintura roja que me cubre mi cuerpo, y que puedo usar como tinta con la que dar forma a mi confesión. Puedo escribir con mis finas patas en estas hojas amarillas, húmedas por la lluvia. Una palabra tras otra. Ojalá al hacerlo, al tener las palabras ante mí, pueda leer en ellas algo. Alguna esperanza con la que vivir. Un pequeño rayo de luz que ilumine mi camino entre las ramas del páramo, o por el contrario la ver oscuridad que sellará mi fin.
Me gustaría decir que vendí a la Reina Roja, a mi reina, por una causa noble, pero sería mentira. Me gustaría decir que maté a la Reina Oscura para garantizar la paz en el páramo. Pero si lo dijera también mentiría
Yo no nací diferente a las otras. Podría estar frente a cualquiera de ellas, de las hormigas del Reino Rojo y hubiera visto el mismo rostro. ¿Qué importa si sobrevive el Reino Rojo, o el Reino Oscuro? Yo soy proscrita de ambos reinos, y ahora que no hay un lugar al que pertenezca, puedo volver al principio y pensar en el problema. ¿Por qué luchan los dos reinos?
Hace años, nuestros antepasados se hicieron la misma pregunta, y las hormigas sabias lo leyeron en las runas. Una paz que pendía de un hilo del que tiraban el Reino Rojo y el Reino Oscuro. Cada una del lado de su hormiguero. Y entonces se decidió un trueque de reinas. La paz se consiguió, pero la siguiente generación ya estaba de nuevo en guerra. Unas contra otras. Rojas contra Oscuras, y Oscuras contra Rojas.
Pero el cambio de reinas había supuesto un cambio también físico en todas ellas.
Ahora las hormigas del Reino Rojo, no eran ya rojas, sino que al nacer eran negras. Y las oscuras, en cambio, eran iguales que su reina, completamente rojas. Pero tanto unas como otras pintaban su cuerpo con los colores opuestos, aferradas a un pasado al que en realidad no habían pertenecido, nada más que sus contrarias…
Las palabras salían a borbotones, coloreadas con la pintura de mi cuerpo y no podía parar. No podía. Podía haber sido mi propia sangre la que manchaba aquellas hojas amarillas. Cerré los ojos un segundo y empecé a pensar en cómo podía llegar a entenderme a mi misma, a comprender mis errores.
No había conseguido convencer al jurado frente a mí, pero pensaba que tal vez podría convencer tan sólo a ese otro jurado. A esos rostros encerrados en esas gotas de lluvia que borraba el sol con sus rayos, empujándolas a su tumba de barro, compartida por tantas hormigas caídas en una guerra sin principio, sin final y sin ningún sentido.
Pensaba que tal vez si caía la última gota, acusadora, yo podría perdonarme de alguna forma. Una última gota de lluvia, y una última lágrima ¿Merezco vivir?, me preguntaba. Tal vez esta extraña confesión, esta pequeña nota que podría ser de suicidio de una pequeña hormiga sin corazón, tal vez podría servir de algo.
Y me arranqué esa pintura roja que aún me cubría en parte y seguí escribiendo:
¿Alguien entiende una guerra tan absurda? El trueque, en realidad, no es una razón para luchar, pero ¿No podría ser una razón para la paz?
¿No estamos de alguna forma emparentadas? ¿No guardamos en realidad la memoria de las Rojas que aparece tras nosotros como una sombra, porque en el fondo, es la memoria de las oscuras?
¿Por qué se lucha? El fragor de la batalla. Los destellos que provoca el choque de espada contra espada, ciegan la vista, y siegan la vida y el alma más que el hierro que las forman. Y la ira, que la empuña, se mete en el cuerpo, y ya no existe nada más que el momento. Tú en el campo de batalla, rodeado de enemigos y la espada en tus manos, como único amigo.
Recuerdo un momento en el que ascendí sobre todos aquellos cuerpos, todas esas hormigas con sus armaduras, y pude ver desde arriba a ambos ejércitos.
Ambos ejércitos dejaban un rastro de pintura al avanzar, como una estela que alfombraba el suelo. Una alfombra para que las reinas Oscura y, pisaran majestuosas desde la retaguardia, en la seguridad de sus carros tirados por pulgones. Pese a lo terrible de la situación pensé en aquella imagen hermosa.
Y me ví a mi entre el barro, malherida. No sé como llegué hasta ella, hasta la Reina Oscura y me arrastré entre el dolor y la locura, alzando el puñal que acabó con su vida. ¡Oía ya los vítores de las mías! ¡La alegría de las Rojas por la derrota de las oscuras. Pero ahí con la sangre roja de la Reina Oscura entre mis manos, no podía articular palabra. La pintura roja de mis manos se había levantado, y ahora la reemplazaba aquella sangre roja de la Reina Oscura. ¡Por qué lo hice?
Las hormigas oscuras clamaban venganza. Y aunque enfurecidas, decidieron perdonarme la vida, pues viva podría llevarlas al Reino Rojo, y servirles en bandeja una nueva reina, la única que existía ahora en el páramo. ¡Mi propia reina! ¡la Reina Roja!
Y así a cambio de mi vida entregué a mi reina, y al hacerlo sentencié a  mi pueblo. Y ahora que estoy aquí sola, ahora pienso, que la única forma de paz, la única forma posible de terminar esta guerra y de que no muera nadie más es que reconozcamos que sólo existe un reino.
¿Lo pensarás mi Reina Roja, mi Reina Oscura?
Y al terminar de escribir la hoja amarilla escrita por ambos lados, en mi cuerpo ya no quedaba tinta y por primera vez desde que había nacido era de mi propio color, y pude verme reflejada en aquella última gota de lluvia que suavemente ví caer al barro.
Y supe que había nacido para era enrollar suavemente aquella hoja y caminar en ese momento, sin nada que perder, hacia el Reino Oscuro.

M.S.

BIENVENIDO A OLVIDO

Llegó a Olvido el niño y nadie le dijo que era un recuerdo olvidado porque a nadie vio. Aquel parque con cemento en el suelo era el mundo entero. No recordaba nada antes, ni nada después. La piel rugosa del balón naranja contra sus dedos infantiles, y Lucy que llegaba una vez más con los ojos llorosos.
 
-          Me marcho esta tarde, no volveremos a vernos. Pero quiero que me recuerdes, y que guardes esto- le dijo entre sollozos la niña, poniendo en sus manos una canción, una partitura. – ahora es tuya, y recuerda que la música lo puede todo. Recuerda que igual que las notas se elevan del pentagrama, se expanden y llenan el aire, si los dos nos rodeamos de música volaremos alto, y nos encontraremos. Y ya nunca nos separaremos.
 
Un pequeño beso. Una despedida con la cara mojada por el llanto. Y el mundo se paró. Se paró la música, ahogada por el silencio. Y sonó la canción de amor.
 
Aun no lo sabía, pero aquel beso salado, aquella despedida que le atormentó al principio, que se le clavó como una aguja, cicatrizó.
En algún lugar de la mente, la llave giró en su cerradura, con un suave chirrido. Ya nunca saldría Lucy, ya nunca escucharía su voz.
 
A partir de ese instante, Lucy viviría sí, pero viviría muy lejos, y tendría otra vida, y al mismo tiempo viviría en el Olvido noche y día. Día y noche, en aquella  eterna despedida.
 
En otro lugar, más allá de la puerta cerrada, más allá de las murallas de la memoria, allí dónde las cosas son recordadas, un hombre anciano postrado en su cama, descansa. Los ojos cerrados hacia sus recuerdos. A su alrededor tubos, cables, le conectan todavía con el mundo. Igual que los pentagramas mantienen viva la melodía, los cables mantienen el ritmo de su corazón.
 
Y mientras, los dos niños en el cemento viajan por un túnel del tiempo, y navegan por esos cables recorriendo cada rincón de su cuerpo.
 
De nuevo se oyen golpes a lo lejos, el latido del corazón se confunde con el balón del niño golpeando el cemento gris. Los dedos contra la piel rugosa, naranja. Se oye el golpe del balón, y como un eco, los golpes de su corazón. Es como un ritmo, una canción.
 
El hombre mira la luz brillante a su alrededor, y al fondo ve al niño pequeño. ¿Era él mismo ese muchacho cubierto de pecas? ¿Ese muchacho de pelo rojizo? A penas podía recordar nada. Algunos detalles que iban y venían, y le golpeaban la cabeza.
 
Con un balón en sus manos, ese recuerdo debe ser anterior a todo. “¿Existió una vida anterior a la música? ¿Antes de que sus notas ahogaran cualquier otra voz?”
 
Y entonces, en esa realidad borrosa se da cuenta de que el niño no está solo. Una niña con los ojos tapados con sus finos dedos, oculta sus lágrimas. Ahora lo recuerda. “¿No es esa Lucy? ¡Cómo podría haber olvidado este momento!”
Y la niña se quita las manos de la cara, y el anciano se quita el velo que le cubre la memoria.
 
- Te juro, Lucy- le dijo el niño- que seré famoso, vendrán de todo el mundo a escuchar mi música. Pondrán mi nombre a calles y a plazas, e incluso a este parque, que será para siempre el nuestro. La música nos unirá de nuevo. Cuando sea famoso, ¿volverás a mí?
 
Pero la vida tenía notas discordantes. Y fue girando en su órbita de aplausos y de gloria. Los años se sucedieron, las canas plateadas hicieron brillar su rojo pelo. Y la música acalló el sonido de su corazón y lo envolvió de silencio.
 
¿Acaso no había sido Lucy su musa inconsciente? ¿Aquella que le había susurrado notas en el corazón? Aquella melodía que le regaló. Esa cancioncilla infantil, que creía recordar, y empezó a tararear el anciano en aquella fría habitación de hospital. Aquellas notas escritas de forma nerviosa por una niña tantos años atrás, en una partitura que olvidó en algún lugar.
 
Pero no había nadie que le cogiera la mano, nadie que le escuchara aquel último susurro, aquella última melodía. Estaba sólo. Sólo era una marioneta que mantenían con vida aquellos cables, aquellos hilos.
 Esa melodía que fue la primera. ¿Cómo empezaba aquella canción de amor…?
 ”Viviré eternamente en tu recuerdo, y pensaré en ti, y te echaré de menos…”
 
“¿Qué fue de ti, pequeña musa de ojos verdes? ¿Acaso volviste a mí? ¡Cuanto brillo, cuanto resplandor hay en tu recuerdo más incluso que en una canción! Temo que volvieras a mi, y que no supiera verte de nuevo”.
 
Y ahora él contempla con los ojos cerrados el momento más importante de su vida, sin recordar nada más. Fuera, la prensa espera, quizá impaciente. Están deseando volver a sus casas. El día es frío detrás de las ventanas. Llenarán los periódicos de noticias que muy pronto serán olvidadas. “Sólo la música pervive, Lucy, mi pequeña niña”.
Ahora, en las brumas eternas que le envuelven sólo brillan las lágrimas de Lucy, pequeñas semicorcheas en el viento, pequeñas estrellas en el cielo. Y ya no existe la música, sólo el latido de su corazón, Y se lleva las manos al pecho, y busca el corazón que late con fuerza en su interior.
 
Pero se da cuenta de que no hay ningún sonido. Que los latidos son los golpes del balón. Del balón naranja contra el cemento gris. La única música que queda allí.

M.S.

NAUFRAGO

El mar estiró las arrugas

                                                 que el viento había formado

Tumbas sin marca ni huella

                                                  habitaban en sus brazos

Si hubiera un puente de madera

                                                 colgando de ambos lados

cada paso sería un sueño,

                                                    y cada suspiro, un peldaño

¡Guarda tu aliento, pequeño

                                                    que tú ya estás sentenciado!

El horizonte burlesco

                                                   pintó de rojo un presagio

Y una medusa iluminó solemne

                                                    tu camino desde abajo

Busca junto a ti un cortejo

                                                     de caballeros emplatados,

Y nada hacia el olvido,

                                                             con grietas en los labios

¡Guarda tu llanto,  pequeño,

                                                  Qué de llorar el mar es salado!

No hay nada que hacer

                                                 cuándo el mar te aprieta en su abrazo

 frías colchas de espuma

                                                 y un suave murmullo arropado

Pronto te habrás dormido

                                                  Y  ya nunca serás despertado

Busca dentro de tí, mi niño

                                                  Busca el ancla que hasta aquí te ha varado

Que llegar a puerto es soñar,

                                                       Y soñar es vivir, 

                                                                                          aún naufragando

 

M.S.

NAUFRAGO

El mar estiró las arrugas

                                            que el viento había formado

Tumbas sin marca ni huella

                                             habitaban en sus brazos

Si hubiera un puente de madera

                                              colgando de ambos lados

cada paso sería un sueño,

                                              y cada suspiro, un peldaño

¡Guarda tu aliento, pequeño

                                              que tú ya estás sentenciado!

El horizonte burlesco

                                            pintó de rojo un presagio

Y una medusa iluminó solemne

                                             tu camino desde abajo

Busca junto a ti un cortejo

                                              de caballeros emplatados,

Y nada hacia el olvido,

                                                con grietas en los labios

¡Guarda tu llanto,  pequeño,

                                                  Qué de llorar el mar es salado!

No hay nada que hacer

                                                 cuándo el mar te aprieta en su abrazo

 frías colchas de espuma

                                                 y un suave murmullo arropado

Pronto te habrás dormido

                                                  Y  ya nunca serás despertado

Busca dentro de tí, mi niño

                                                  Busca el ancla que hasta aquí te ha varado

Que llegar a puerto es soñar,

                                                       Y soñar es vivir, 

                                                                                          aún naufragando

 

M.S.

NAUFRAGO

El mar estiró las arrugas

                                                     que el viento había formado

Tumbas sin marca ni huella

                                                       habitaban en sus brazos

Si hubiera un puente de madera

                                                       colgando de ambos lados

cada paso sería un sueño,

                                                            y cada suspiro, un peldaño

¡Guarda tu aliento, pequeño

                                                            que tú ya estás sentenciado!

El horizonte burlesco

                                                             pintó de rojo un presagio

Y una medusa iluminó solemne

                                                             tu camino desde abajo

Busca junto a ti un cortejo

                                                            de caballeros emplatados,

Y nada hacia el olvido,

                                                             con grietas en los labios

¡Guarda tu llanto,  pequeño,

                                                              Qué de llorar el mar es salado!

No hay nada que hacer

                                                    cuándo el mar te aprieta en su abrazo

 frías colchas de espuma

                                                     y un suave murmullo arropado

Pronto te habrás dormido

                                                         Y  ya nunca serás despertado

Busca dentro de tí, mi niño

                                                           Busca el ancla que hasta aquí te ha varado

Que llegar a puerto es soñar,

                                                            Y soñar es vivir, 

                                                                                                   aún naufragando

 

M.S.

ZAPATOS MOJADOS

Llego con lágrimas en los ojos a la puerta de embarque. Mi aspecto es grotesco con estos zapatos mojados. La gente me mira. No me importa. No puedo sacarme esa última imagen de mi cabeza. Los dos juntos por última vez bajo la lluvia, despidiéndonos para siempre. Y la bolsa de papel marrón rompiéndose, dejando que las manzanas rojas rueden por la acera cubierta de charcos. 
La atención de la gente pronto se desvía hacia ella. Yo tampoco puedo dejar de mirarla con su kimono azul con flores, su tez pintada de blanco, y su pelo negro y fino recogido en un moño. Por un momento al mirarla dejo de pensar en él, y en mi misma, abandonada como mi propio paraguas. Olvidado para siempre. Retorcido en cualquier esquina.
 
Entro en la cabina del avión, haciendo ruido al andar con mis zapatos mojados. Estoy ridícula. ¡Es que nadie más que yo se ha mojado con esta lluvia! Miro mi tarjeta de embarque, y  busco mi número de asiento con la mirada, y me doy cuenta de que me toca sentarme al lado de ella. De aquella mujer salida de otro tiempo. Mi asiento es de ventanilla, así que trato de pasar a su lado sin mojar su kimono.
 
Nos abrochamos los cinturones de seguridad. Masco chicle, nerviosa. Noto toda la presión del despegue sobre mi cuerpo, pero en seguida estamos en el aire, flotando en el vacío. Alcanzamos la altitud deseada. El vuelo será de seis horas y quince minutos. Saco de mi bolsa de plástico los calcetines que he comprado en el aeropuerto, y me quito los zapatos, y los calcetines ejecutivos, que parece que se han fundido hace rato con mi piel mojada, formando una masa amorfa. Me pongo los calcetines nuevos, me quedaré descalza. ¿En seis horas se secarán los malditos zapatos?
 
Alguien llama a la azafata. La geisha a mi lado pide un té, y saca de una bolsa de seda una taza de porcelana. Introduce el agua caliente dentro de la taza, y después la gira varias veces  sobre la palma de su mano. Me llega el olor a té, aunque tal vez me sugestiono. Sólo es una bolsita de hornimans. Creo que tengo fiebre. ¿En qué estaría pensando al traerme estos zapatos conmigo? Supongo que en él. Y todo para nada.
 
Traen la comida o la cena. Ya no lo sé. No soy capaz de comer nada. Si al menos tuviera una de esas manzanas que rodaron por el suelo esta mañana, justo antes de que él me dejara. La geisha se levanta con un movimiento lento, que hace que vuelva a fijarme en ella, dejando a un lado mis pensamientos. Vuelve a coger su bolsa de seda, y saca dos manzanas. Con una sonrisa pintada en su cara me ofrece una. No le gusta comer sola, me dice. Y yo asiento y se lo agradezco.
 
Muerdo la manzana, y en cada bocado, me siento más tranquila. Más reconfortada. “Manzanas que caen, semillas germinan”, dice la geisha, y yo sonrío. Creo que empiezo a comprenderlo.
Llegamos al aeropuerto de Madrid-Barajas. La temperatura exterior es de 25 º C. El tiempo es soleado. Mis zapatos milagrosamente están secos, y ya no me siento desconsolada.
Bajo del avión, dejando tras de mí las últimas horas, como en un sueño. Y miro por última vez a esa etérea mujer, salida de un intemporal jardín japonés. Tomando el té eternamente, bajo las ramas de un árbol cargado de manzanas.

M.S.

ZAPATOS MOJADOS

Para Elena

Llego con lágrimas en los ojos a la puerta de embarque. Mi aspecto es grotesco con estos zapatos mojados. La gente me mira. No me importa. No puedo sacarme esa última imagen de mi cabeza. Los dos juntos por última vez bajo la lluvia, despidiéndonos para siempre. Y la bolsa de papel marrón rompiéndose, dejando que las manzanas rojas rueden por la acera cubierta de charcos.
La atención de la gente pronto se desvía hacia ella. Yo tampoco puedo dejar de mirarla con su kimono azul con flores, su tez pintada de blanco, y su pelo negro y fino recogido en un moño. Por un momento al mirarla dejo de pensar en él, y en mi misma, abandonada como mi propio paraguas. Olvidado para siempre. Retorcido en cualquier esquina.

Entro en la cabina del avión, haciendo ruido al andar con mis zapatos mojados. Estoy ridícula. ¡Es que nadie más que yo se ha mojado con esta lluvia! Miro mi tarjeta de embarque, y  busco mi número de asiento con la mirada, y me doy cuenta de que me toca sentarme al lado de ella. De aquella mujer salida de otro tiempo. Mi asiento es de ventanilla, así que trato de pasar a su lado sin mojar su kimono.

Nos abrochamos los cinturones de seguridad. Masco chicle, nerviosa. Noto toda la presión del despegue sobre mi cuerpo, pero en seguida estamos en el aire, flotando en el vacío. Alcanzamos la altitud deseada. El vuelo será de seis horas y quince minutos. Saco de mi bolsa de plástico los calcetines que he comprado en el aeropuerto, y me quito los zapatos, y los calcetines ejecutivos, que parece que se han fundido hace rato con mi piel mojada, formando una masa amorfa. Me pongo los calcetines nuevos, me quedaré descalza. ¿En seis horas se secarán los malditos zapatos?

Alguien llama a la azafata. La geisha a mi lado pide un té, y saca de una bolsa de seda una taza de porcelana. Introduce el agua caliente dentro de la taza, y después la gira varias veces  sobre la palma de su mano. Me llega el olor a té, aunque tal vez me sugestiono. Sólo es una bolsita de hornimans. Creo que tengo fiebre. ¿En qué estaría pensando al traerme estos zapatos conmigo? Supongo que en él. Y todo para nada.

Traen la comida o la cena. Ya no lo sé. No soy capaz de comer nada. Si al menos tuviera una de esas manzanas que rodaron por el suelo esta mañana, justo antes de que él me dejara. La geisha se levanta con un movimiento lento, que hace que vuelva a fijarme en ella, dejando a un lado mis pensamientos. Vuelve a coger su bolsa de seda, y saca dos manzanas. Con una sonrisa pintada en su cara me ofrece una. No le gusta comer sola, me dice. Y yo asiento y se lo agradezco.

Muerdo la manzana, y en cada bocado, me siento más tranquila. Más reconfortada. “Manzanas que caen, semillas germinan”, dice la geisha, y yo sonrío. Creo que empiezo a comprenderlo.
Llegamos al aeropuerto de Madrid-Barajas. La temperatura exterior es de 25 º C. El tiempo es soleado. Mis zapatos milagrosamente están secos, y ya no me siento desconsolada.
Bajo del avión, dejando tras de mí las últimas horas, como en un sueño. Y miro por última vez a esa etérea mujer, salida de un intemporal jardín japonés. Tomando el té eternamente, bajo las ramas de un árbol cargado de manzanas.

M.S.

A FONDO

Tira al sable. Y lo hace bastante bien. Todos los días cuando cojo el autobús y voy a entrenar pienso en él con su chaquetilla blanca, de algodón y poliéster, que le queda tan bien.

Llego cansada de todo el día de trabajo y con ganas de que desaparezcan todas las preocupaciones. Quiero perderme en el tiempo y en el espacio durante una hora. Que nadie me encuentre, ser otra persona. Ponerme una careta y batirme en duelo.

Antes de llegar, siempre pienso en todo lo que tengo que hacer al día siguiente, pero una vez que cruzo el umbral de la puerta todo se me olvida.

Primero el calentamiento. Tenemos que estirar esos músculos. Tocamos el suelo sin flexionar las rodillas, estirándonos todo lo que podemos. No puedo evitar mirarle con el rabillo del ojo, y que al hacerlo nuestras miradas se crucen un instante. Desviamos los dos a la vez tímidamente la mirada, para volver a mirarnos un momento después. Esta vez más intensamente. La mantenemos unos segundos y sonreímos. “Hoy tenemos un duelo a muerte“. Me dice. Yo sonrío, y noto cómo sube el color a mis mejillas. Tal vez no se note por el ejercicio.

Los dos somos bastante flexibles, y físicamente estamos muy preparados. Él es técnicamente bastante mejor que yo, pero nadie lo diría en la pista porque lo cierto es que nos adaptamos perfectamente. Él sabe que yo sé, que me deja ganar.

No puedo apartar mi mirada de sus muslos, mientras nos sentamos en las colchonetas y me dice que tiene agujetas del otro día en esa zona, y que necesitaría un buen masaje en la parte interior. Sonrío como una tonta mientras bajo la mirada tratando de concentrarme en un punto fijo.

Él parece darse cuenta y llama mi atención preguntándome por el fin de semana, mientras nuestra entrenadora dice que empecemos con las abdominales. Superiores, inferiores, laterales, posteriores….

Al hacer las posteriores de nuevo mi mirada se fija en él. No puedo apartarla, al ver como se estira, dejando que sus músculos se peguen a su camiseta. Ni muy desarrollados, ni poco. En su punto justo.

Terminamos las abdominales, sudorosos y jadeantes. Comentamos cualquier tontería y nos vamos a los vestuarios a ponernos el equipo.

Descuelgo con la pértiga la chaquetilla con mis iniciales. Me la pongo sobre el protector de plástico. Y me subo la cremallera con mis manos hasta arriba ajustando bien la chaquetilla al cuerpo. En el cuarto de al lado, él estará haciendo lo mismo, pienso.

Cojo el sable, la careta y el guante, y salgo a la pista. Anhelante.

La pista cuatro es sólo para nosotros. Le veo al otro lado, en su línea de guardia y distingo bien su rostro a través de la careta. No puedo evitar sentir como me sube la adrenalina y cómo me emociono al verle, con su mirada borrosa fija sobre mí.

Me está esperando, me dice. Y me dirijo nerviosa, a mi línea de guardia a colocarme. Oigo su voz, que con autoridad grita ” en guardia“. Y me coloco, con la pierna derecha adelantada, la izquierda atrasada, y ambas muy flexionadas.

Listos. Adelante”. Y salgo lentamente hacia él, y voy cambiando el ritmo. Marcha. Marcha, y él hace un fondo estirando bien el brazo. Rompo y paro en cuarta. Respondo a la cabeza con un fondo. Parada y respuesta de él al travesón. 1-0.

Me dice que sea mucho más agresiva y que le de mucho más fuerte. Que me olvide de su sable. Y que le busque a él. Yo me estiro todo lo que puedo tratando de acercarme lo máximo a él, buscando su flanco, pero él mete su sable por debajo de mi brazo y me da en el mío. 2-0.

Me doy cuenta de que no estoy tirando bien. Los nervios me están traicionando. Necesito un cambio de estrategia.  

En guardia“, digo, mientras nuestras miradas permanecen fijas, y pienso cómo puedo sorprenderle.

Listos“, y concentrados más intensamente si cabe el uno en el otro, ponemos todo el cuerpo en tensión, preparándolo para el ataque, cómo si fuéramos animales a punto de saltar sobre nuestra presa.

Adelante“. Y marchamos deprisa, impacientes por deshacer el espacio que todavía existe entre nosotros. ¡Estamos tan cerca, y a la vez, tan lejos!.

Nos estiramos los dos todo lo que podemos, como si estuviéramos en un espejo, y nos damos fuerte al travesón. “Ataque simultáneo. Nada hecho“.

Volvemos a ponernos en posición. “En guardia, listos, adelante“. Y salimos de forma explosiva,  con las sonrisas en los labios y en los ojos, sabiendo que no tenemos que desviarlas al estar resguardadas del peligro, detrás de nuestras caretas.

Las gotas de sudor, empiezan a deslizarse suavemente por la cara. El pelo, se sale de la coleta, y queda suelto dentro de la careta, acercándose a mis ojos, entorpeciendo mi vista. Paramos un momento. Él me ayuda a quitarme la careta. Y nuestros dedos protegidos por el guante se tocan.  Sólo un instante. Él me sujeta la careta, mientras me ato el pelo, y me ayuda a ajustarme de nuevo el cuello de la chaquetilla, que parece haberse desabrochado por el ejercicio.

Ahora sí que estamos cerca. Muy cerca. Tan cerca, que me roza el cuello con los dedos, y parece susurrarme algo que no entiendo. Pero nos separamos y cada uno vuelve a su línea de guardia, sabiendo que un momento después volveremos juntos al centro de la pista.

En guardia. Listos. Adelante“. Salimos a la vez. Hago un paso resbalado húngaro y un fondo. Nuestros sables se entrelazan, buscándose, interponiéndose entre nosotros. Robándonos nuestro espacio.

Él lo aparta bruscamente y busca mi cuerpo con él, yo retrocedo, pero en el fondo me gustaría no hacerlo, y tenerle mucho más cerca. Desde dónde estoy oigo su respiración entrecortada.

Salto hacia atrás. Ataque fallido suyo. Le dejo corto. Ataque mío a la avanzada. Punto mío. 2-1.

Noto que sonríe tras la careta. ¿Se ha dejado ganar?. Me felicita por el golpe, y me dice “Ahora sí. Sin piedad. Vamos a muerte“.

Seguimos así toda la clase. Ataque simultáneo. Ataque suyo. Parada. Flanco. Cabeza. Figura…

Perdemos la cuenta de los puntos que llevamos. En realidad no importa quien gana y quien pierda cada punto. Tengo la sensación de estar jugándome algo mucho más importante.

Finalmente, la manecilla traidora del reloj de la pared es la que nos gana y nos vuelve a la realidad, recordándonos que tenemos una vida después de entrenar. Una vida en la que no hay duelos ni entrenamientos.

Nos acercamos lentamente, alargando el momento lo máximo que podemos, estirándolo como si fuera un fondo.

Nos damos la mano como saludo, con la mano desnuda. Y dejamos por unos segundos nuestras manos se reconozcan, lentamente. No podemos evitar que las emociones nos embarguen, mientras nos miramos y nos regalamos esos momentos, dejando que poco a poco nuestra respiración vaya recobrando su ritmo normal.

Muy despacio, apartamos la mirada el uno del otro y dejamos que detrás de ellas se separen nuestras manos y después, nuestros cuerpos. Y nos marchamos cabizbajos, buscando refugio en el vestuario. Tardo todavía unos momentos en recobrarme.

Me ducho. Me visto. Y parece que recupero mi vida normal, al contacto con mi ropa de calle.

Subo el equipo con la pértiga y parece que las emociones quedaran también suspendidas en el aire, esperando el día siguiente. Y entonces, vuelvo a pensar en el trabajo. En mi marido. En mis hijos.

Al salir, coincidimos en el ascensor, pero a penas sabemos que decirnos. Miramos al suelo evitando que nuestras miradas se encuentren. Los dos estamos en guardia.

Tensos, temblorosos y torpes. Ambos retrocedemos, dejando espacio entre nosotros. Cada uno a un lado del ascensor, evitando rozarnos.  

Y al salir, nos despedimos nerviosos y distantes hasta el día siguiente. Pensando en lo que podría ocurrir si bajáramos la guardia, y fuéramos por una vez a fondo.

M.S.

 

 

A FONDO

Tira al sable. Y lo hace bastante bien. Todos los días cuando cojo el autobús y voy a entrenar pienso en él con su chaquetilla blanca, de algodón y poliéster, que le queda tan bien.

Llego cansada de todo el día de trabajo y con ganas de que desaparezcan todas las preocupaciones. Quiero perderme en el tiempo y en el espacio durante una hora. Que nadie me encuentre, ser otra persona. Ponerme una careta y batirme en duelo.

Antes de llegar, siempre pienso en todo lo que tengo que hacer al día siguiente, pero una vez que cruzo el umbral de la puerta todo se me olvida.

Primero el calentamiento. Tenemos que estirar esos músculos. Tocamos el suelo sin flexionar las rodillas, estirándonos todo lo que podemos. No puedo evitar mirarle con el rabillo del ojo, y que al hacerlo nuestras miradas se crucen un instante. Desviamos los dos a la vez tímidamente la mirada, para volver a mirarnos un momento después. Esta vez más intensamente. La mantenemos unos segundos y sonreímos. “Hoy tenemos un duelo a muerte“. Me dice. Yo sonrío, y noto cómo sube el color a mis mejillas. Tal vez no se note por el ejercicio.

Los dos somos bastante flexibles, y físicamente estamos muy preparados. Él es técnicamente bastante mejor que yo, pero nadie lo diría en la pista porque lo cierto es que nos adaptamos perfectamente. Él sabe que yo sé, que me deja ganar.

No puedo apartar mi mirada de sus muslos, mientras nos sentamos en las colchonetas y me dice que tiene agujetas del otro día en esa zona, y que necesitaría un buen masaje en la parte interior. Sonrío como una tonta mientras bajo la mirada tratando de concentrarme en un punto fijo.

Él parece darse cuenta y llama mi atención preguntándome por el fin de semana, mientras nuestra entrenadora dice que empecemos con las abdominales. Superiores, inferiores, laterales, posteriores….

Al hacer las posteriores de nuevo mi mirada se fija en él. No puedo apartarla, al ver como se estira, dejando que sus músculos se peguen a su camiseta. Ni muy desarrollados, ni poco. En su punto justo.

Terminamos las abdominales, sudorosos y jadeantes. Comentamos cualquier tontería y nos vamos a los vestuarios a ponernos el equipo.

Descuelgo con la pértiga la chaquetilla con mis iniciales. Me la pongo sobre el protector de plástico. Y me subo la cremallera con mis manos hasta arriba ajustando bien la chaquetilla al cuerpo. En el cuarto de al lado, él estará haciendo lo mismo, pienso.

Cojo el sable, la careta y el guante, y salgo a la pista. Anhelante.

La pista cuatro es sólo para nosotros. Le veo al otro lado, en su línea de guardia y distingo bien su rostro a través de la careta. No puedo evitar sentir como me sube la adrenalina y cómo me emociono al verle, con su mirada borrosa fija sobre mí.

Me está esperando, me dice. Y me dirijo nerviosa, a mi línea de guardia a colocarme. Oigo su voz, que con autoridad grita ” en guardia“. Y me coloco, con la pierna derecha adelantada, la izquierda atrasada, y ambas muy flexionadas.

Listos. Adelante”. Y salgo lentamente hacia él, y voy cambiando el ritmo. Marcha. Marcha, y él hace un fondo estirando bien el brazo. Rompo y paro en cuarta. Respondo a la cabeza con un fondo. Parada y respuesta de él al travesón. 1-0.

Me dice que sea mucho más agresiva y que le de mucho más fuerte. Que me olvide de su sable. Y que le busque a él. Yo me estiro todo lo que puedo tratando de acercarme lo máximo a él, buscando su flanco, pero él mete su sable por debajo de mi brazo y me da en el mío. 2-0.

Me doy cuenta de que no estoy tirando bien. Los nervios me están traicionando. Necesito un cambio de estrategia.  

En guardia“, digo, mientras nuestras miradas permanecen fijas, y pienso cómo puedo sorprenderle.

Listos“, y concentrados más intensamente si cabe el uno en el otro, ponemos todo el cuerpo en tensión, preparándolo para el ataque, cómo si fuéramos animales a punto de saltar sobre nuestra presa.

Adelante“. Y marchamos deprisa, impacientes por deshacer el espacio que todavía existe entre nosotros. ¡Estamos tan cerca, y a la vez, tan lejos!.

Nos estiramos los dos todo lo que podemos, como si estuviéramos en un espejo, y nos damos fuerte al travesón. “Ataque simultáneo. Nada hecho“.

Volvemos a ponernos en posición. “En guardia, listos, adelante“. Y salimos de forma explosiva,  con las sonrisas en los labios y en los ojos, sabiendo que no tenemos que desviarlas al estar resguardadas del peligro, detrás de nuestras caretas.

Las gotas de sudor, empiezan a deslizarse suavemente por la cara. El pelo, se sale de la coleta, y queda suelto dentro de la careta, acercándose a mis ojos, entorpeciendo mi vista. Paramos un momento. Él me ayuda a quitarme la careta. Y nuestros dedos protegidos por el guante se tocan.  Sólo un instante. Él me sujeta la careta, mientras me ato el pelo, y me ayuda a ajustarme de nuevo el cuello de la chaquetilla, que parece haberse desabrochado por el ejercicio.

Ahora sí que estamos cerca. Muy cerca. Tan cerca, que me roza el cuello con los dedos, y parece susurrarme algo que no entiendo. Pero nos separamos y cada uno vuelve a su línea de guardia, sabiendo que un momento después volveremos juntos al centro de la pista.

En guardia. Listos. Adelante“. Salimos a la vez. Hago un paso resbalado húngaro y un fondo. Nuestros sables se entrelazan, buscándose, interponiéndose entre nosotros. Robándonos nuestro espacio.

Él lo aparta bruscamente y busca mi cuerpo con él, yo retrocedo, pero en el fondo me gustaría no hacerlo, y tenerle mucho más cerca. Desde dónde estoy oigo su respiración entrecortada.

Salto hacia atrás. Ataque fallido suyo. Le dejo corto. Ataque mío a la avanzada. Punto mío. 2-1.

Noto que sonríe tras la careta. ¿Se ha dejado ganar?. Me felicita por el golpe, y me dice “Ahora sí. Sin piedad. Vamos a muerte“.

Seguimos así toda la clase. Ataque simultáneo. Ataque suyo. Parada. Flanco. Cabeza. Figura…

Perdemos la cuenta de los puntos que llevamos. En realidad no importa quien gana y quien pierda cada punto. Tengo la sensación de estar jugándome algo mucho más importante.

Finalmente, la manecilla traidora del reloj de la pared es la que nos gana y nos vuelve a la realidad, recordándonos que tenemos una vida después de entrenar. Una vida en la que no hay duelos ni entrenamientos.

Nos acercamos lentamente, alargando el momento lo máximo que podemos, estirándolo como si fuera un fondo.

Nos damos la mano como saludo, con la mano desnuda. Y dejamos por unos segundos nuestras manos se reconozcan, lentamente. No podemos evitar que las emociones nos embarguen, mientras nos miramos y nos regalamos esos momentos, dejando que poco a poco nuestra respiración vaya recobrando su ritmo normal.

Muy despacio, apartamos la mirada el uno del otro y dejamos que detrás de ellas se separen nuestras manos y después, nuestros cuerpos. Y nos marchamos cabizbajos, buscando refugio en el vestuario. Tardo todavía unos momentos en recobrarme.

Me ducho. Me visto. Y parece que recupero mi vida normal, al contacto con mi ropa de calle.

Subo el equipo con la pértiga y parece que las emociones quedaran también suspendidas en el aire, esperando el día siguiente. Y entonces, vuelvo a pensar en el trabajo. En mi marido. En mis hijos.

Al salir, coincidimos en el ascensor, pero a penas sabemos que decirnos. Miramos al suelo evitando que nuestras miradas se encuentren. Los dos estamos en guardia.

Tensos, temblorosos y torpes. Ambos retrocedemos, dejando espacio entre nosotros. Cada uno a un lado del ascensor, evitando rozarnos.  

Y al salir, nos despedimos nerviosos y distantes hasta el día siguiente. Pensando en lo que podría ocurrir si bajáramos la guardia, y fuéramos por una vez a fondo.

M.S.

 

 

EL BESO

Yo, Charmion, miraba a mi reina borrosa tras las cortinas. Parecía perder sus contornos, y mezclarlos con las sombras rosáceas del Nilo. Nadie dormía bien en palacio desde la batalla de Actium. Mi mirada cansada se perdía en el río buscando la de mi reina amada entre las sombras del recién nacido día. “Los días andarán a partir de ahora, huérfanos, sin su reina”, decía Cleopatra. Se escuchaba el eco del río cercano que bañando los dos reinos, como serpientes, el Alto y el Bajo Egipto, los inundaba de vida, y acallaba las palabras de mi reina, que parecía volver a la vida  por unos instantes, al ver el reflejo de Antonio a lo lejos como un espejismo en el desierto.  
Desde Actium. Desde Actium la vida había sido muy diferente en palacio. Como si a mi señor le hubiera mordido la más venenosa serpiente, la de la cobardía, y fuera consumiéndole poco a poco.  Un valeroso general huyendo de su propio pueblo. Y Roma acechando a cada momento, como una serpiente rodea con su frío cuerpo su presa.
La salida victoriosa para mi reina era aliarse con Octavio. Un beso. Un beso que le hechizara como antes a César y luego a Antonio. Pero Octavio era diferente. Y su corazón de reina aún latiendo en su pecho, yacía ya en la tumba de Antonio, todavía caliente. No. La única opción posible, la única salida era unirse en la muerte con él, como se había unido en la vida. Y yo, Charmion, su fiel criada, lo sabía. Aunque no lo hubiéramos hablado. No podía permitir que mi reina, mi amada reina, la única persona a la que realmente había amado acabara sus días cautiva en una tierra extranjera, tan lejos del Nilo.  
Bala levantó los ojos del libro. Después de horas leyendo en el porche alumbrada tan solo por las estrellas del cielo, y la tenue luz de una vela, contemplaba las luces de la mañana sobre el río a través de una nebulosa tejida por el cansancio.  
¡Demasiado peso en sus pequeños párpados! Miró al horizonte con la mirada perdida, hasta donde la vista mezclaba las formas. Pasó sus finos dedos por las palabras escritas en aquel libro de la biblioteca del mayor Firch, y buscó con sus ojos el final de aquella historia “Cleopatra VII de los Ptolomeos”, pero estaba tan cansada que las palabras, caían sobre sus pestañas cerrándole los ojos.  

Bala era shudra, era sierva según el sistema de castas. Ese sistema de castas que nunca había funcionado tras los muros de aquella casa inglesa a orillas del Ganges. El mayor Firch la había recogido hacía muchos años, y lejos de tratarla como su criada, le había enseñado cosas de la vida, entre ellas, a leer las palabras inglesas. Y así leía ella, con los pies enroscados, como serpientes, alrededor de su cuerpo y el sari tapando su piel morena. 
La consciencia se escabullía de su cuerpo y se desvanecía entre las sombras del porche, y Bala antes de dormirse al fin, pudo ver en un segundo un resplandor dorado moverse en el jardín. “Debe ser una serpiente”, se dijo. “En cuanto despunte el día haré que la busquen bien entre las ramas”. 
Y antes de que el brillo de la  mañana, redujera la oscuridad a su cárcel de sombras, haciendo brillar la madera del porche, Bala penetró entre sueños en la claridad del día que se filtraba a través de unas lujosas cortinas. Muy lejos del Ganges, a orillas del Nilo. En el palacio de Cleopatra.  
“Es el momento, mi reina, ya es de día, y pronto llegará Octavio”, le susurré al oído, ofreciendo con mis gastados dedos de sierva la cesta de fruta fresca.
Ahora Yo, Charmión ya no era egipcia, era una muchacha india fea y deforme. “Soy shudra”, recordaba Bala. “Y la reina nunca me amó, como nunca me amó el mayor”. 
“Si sólo fuera más hermosa”, se susurró Bala en su corazón. “Y tuviera un bonito vestido”, y miraba el sari reconvertido extrañamente en un vestido muy diferente, hecho de lino. Y la reina, clavaba su mirada expectante, con los ojos vacíos.
Muy cerca, las serpientes anunciaban con su siseo su presencia.  Sólo había necesitado una mirada de mi reina y había comprendido. Dos serpientes. Enrolladas, y escondidas en la cesta, bajo la fruta. Salían ahora presurosas en busca de alguien a quien inyectar su veneno. Muy cerca. Sólo le quedaba esperar. Esperar ese último beso envenenado, mientras, yo, Bala contemplaba con ojos de Charmion la triste escena.  
 
 Aquella mañana el mayor Firch estaba inquieto y se levantó antes de tiempo, empapado por el sudor, salió en busca de aire fresco. Y la vió a ella tendida, velando su sueño. “De nuevo se ha quedado dormida leyendo”, pensó. India se le había metido dentro de tal manera que era incapaz de pensar en otra cosa. “Hasta esa pequeña niña que recogí, y que se ha convertido en una perfecta criada inglesa, ¿no es verdad que es hermosa?, o tal vez es que me estoy haciendo viejo”  
Y el mayor a penas penetró en su precioso jardín inglés enmarañado, cuando la cobra dorada, cayó sobre él como un rayo de sol en la mañana. Fue muy rápido, el veneno se extendió con tal rapidez, que paralizó hasta sus palabras. No tuvo que esperar, y aunque intentó llamar a Bala, ésta dormía mecida por la brisa del río, inmersa en un profundo sueño.
Y  la luz del sol alcanzó los ojos de Bala, y ésta despertó sobresaltada, con las imágenes del sueño grabadas en las retinas,  no sabía si había despertado. Ahora era Charmion, y se veía así misma bajando las escaleras hasta el jardín, con los pies descalzos.” ¿No es la reina tendida en el suelo?” Pero se acercó despacio y sintió un profundo dolor que empezaba en el pecho y le recorría el cuerpo, rebañándolo por dentro. No era un sueño. No era Cleopatra. Era el mayor Firch. ! El mayor Firch! ¡Siempre fue tan bueno y amable! Y ella le amaba tanto… Y ahora ¿que ocurriría con ella?, ¿qué ocurriría?  Le rozó con sus labios sólo un momento. Todavía notaba el calor de su aliento. Bala abrazó fuertemente su cuerpo, como nunca se había atrevido. Ahora era suyo, sólo suyo. Y así le meció, vertiendo dulcemente en su oído palabras de amor, esperando que la cobra saliera de su escondite y le otorgara a ella también la eternidad, inyectada en sus colmillos.   
 
 Y en el jardín les encontramos a ambos, enredados como dos serpientes. Nada se pudo hacer por ellos. Y en el porche, encontramos un libro olvidado, el libro de Bala, y leímos en alto el último párrafo:  
“El último beso. El último beso de Antonio, !cómo lo recuerdo!”, decía Cleopatra, tratando de no pensar en el dolor punzante que notaba en el pecho. Pensaba en la calidez de su beso, de sus brazos rodeando su cuerpo. “Si lo hubiera sabido, si hubiera sabido que era el último beso, nunca le hubiera dejado sólo. Tengo todavía su sabor dentro. ¡Y pensar que llegué a imaginarme con Octavio después! Y creo que el veneno va fluyendo dentro de mí. Pero yo sólo puedo pensar en Antonio” 
Y así fue, con estas palabras,  como mi reina se despidió del mundo, y murió en mis brazos. Y yo cerré sus ojos, contemplándola por última vez. Acerqué mis labios y me despedí con un beso, sabiendo que pronto, muy pronto, volvería a estar con ella.  

M.S.